Lo único que me molesta es que tengo que esperar dos días completos para ver cómo proseguirá nuestro juego y ya sé que será un fin de semana larguísimo. Por suerte, ha coincidido con un pequeño viaje que tenía previsto desde hacía tiempo y al final de la tarde parte en un tren que me llevará a Venecia, a conocer a la hija de una de mis primas, nacida hace unos pocos meses. El marido estará fuera estos días y así aprovecho para echarle una mano y estar juntas, pues hace mucho que no nos vemos. Hoy acabo pronto de trabajar, aprovechando unas horas de permiso pedido anticipadamente para no tener sorpresas de última hora. En casa me espera mi bonita y pequeña maleta, ya lista con todo lo necesario para estas dos noches fuera de la ciudad. Me pongo unos cómodos vaqueros ajustados para luego introducirlos en mis zapatillas deportivas, llevando encima un jersey azul y marrón, cálido y poco voluminoso, imprescindible en mis viajes invernales. Me pongo enseguida de nuevo el abrigo, además de la bufanda y el sombrero, lista para enfrentarme a Venecia en este periodo del año. Hace semanas que espero este viaje y por suerte parece que el tiempo nos ayudará dándonos dos días soleados y no excesivamente fríos para la estación. Para asegurarme de no llegar tarde, junto al portal me está esperando ya un taxi, que me llevará a la estación de tren. En cuanto me siento y cierro la puerta, me siento como en vacaciones. Durante el trayecto, verifico las últimas cosas, ordeno los billetes y preparo el dinero para pagar la carrera. En diez minutos, ya estamos en la entrada de la estación, en un horario perfecto para la partida. En cuanto llego al tablón de salidas, busco mi tren con la mala noticia de que tendrá un retraso de media hora. Por una parte, doy gracias al cielo de que solo sea este poco retraso y aprovecho para darme una vuelta por las tiendas, renovadas en los últimos años, formando así un verdadero centro comercial debajo de los andenes, en una especie de mundo subterráneo. Están todas las marcas de moda, sobre todo entre las chicas más jóvenes y se suceden los sitios de comida rápida entre olores y una atractiva publicidad llena de colores, que ofrece comida abundante por pocos euros.
A esta hora hay mucho movimiento en esta parte de la estación, entre los que llegan o deben irse y quienes sencillamente han venido a hacer compras sin preocupaciones y con un acceso fácil. Me paro a comprar una botella de agua en una tienda con distribuidores automáticos de aguas de todo tipo. Antes de elegir, las miro todas, fascinada por tanta variedad de un producto tan sencillo: mineral, natural, carbonatada, poco carbonatada, con gas, sin contar con la que contiene más o menos sodio y demás. En resumen, resulta difícil incluso elegir qué agua beber hoy en día. Para no equivocarme, elijo una marca que conozco y continúo mi paseo mirando de vez en cuando el reloj, para no quedarme en Roma. Cuando por fin llega mi tren, subo de inmediato al vagón indicado en el billete y me pongo en mi sitio. Conecto la tableta a la wi-fi pública de la estación y compruebo los últimos mensajes, esperando siempre encontrar su contacto. Desilusionada al haber recibido solo correos de publicidad y algunas respuestas a mensajes del trabajo, apago todo y espero a oír el pitido que avisa de la partida.
Cuando el tren empieza a moverse, cierro los ojos, arrullada por la creciente velocidad sobre los raíles que deslizan bajo mis pies. Ese sonido me lleva atrás en el tiempo, a cuando de niña iba a la montaña con mi grupo de amigos del barrio. Salíamos siempre de noche y casi no se dormía durante todo el trayecto. Siempre había alguien que llevaba una guitarra y la tocaba en los vagones, con todos los demás apiñados y cantando. Algunos de nosotros nos quedábamos en los pasillos, para mirar fuera por las grandes ventanas la oscuridad solo iluminada por las farolas de la carretera, que pasaban rápidamente dejando atrás una pequeña estela de luz. El sonido del tren sobre los raíles, siempre igual, como una cantinela que hacía de fondo a las voces corales y el sonido de la guitarra. Viajes largos que volaban en la euforia de las vacaciones lejos de casa, de las familias, de la escuela… dispuestos para la aventura que solo puede dar la montaña en las tiendas de campaña. El mismo tren nos volvería a ver después de diez días pasados completamente inmersos en la naturaleza, entre el verde de los árboles y el frío de los arroyos en que se convertían en manantiales, tanto para bañarse como para lavar los platos de la comida. El mismo tren que nos devolvería a casa, cansados pero felices como nunca, con la mochila llena de ropa sucia y muchas aventuras que contar. Entonces no había móviles ni Internet que distrajeran nuestra atención de lo que nos rodeaba y el único contacto con casa era una llamada telefónica realizada a mitad de la semana, desde una cabaña muy alejada del campamento. Y se vivía muy bien…
Cuando vuelvo a abrir los ojos, estoy sola y tras la ventana todavía es de día. Estoy hechizada por el territorio que me rodea y parece que este largo medio de transporte se lo estuviera comiendo con su correr desenfrenado. Su sonido es el mismo de hace años, su cadencia regular resulta inmutable, solo yo he cambiado, pero tengo la misma sonrisa de siempre, que por fin ha vuelto a brillar en mi rostro cansado y marcado por los acontecimientos de mi vida. Me entretengo tomando algunas fotos a través del cristal de la ventana. Por suerte, mi sitio está junto a la ventana y por eso puedo admirar sin molestias el escenario que cambia repentinamente delante de mis ojos. Me entretengo modificando las fotos tomadas con las aplicaciones que ahora tienen todos los teléfonos y publico algunas en mi perfil. Miro el correo, aunque veo que no hay ningún mensaje nuevo. Nada, ningún rastro de mi misterioso amigo del bar, que probablemente no sepa ni dónde ni cómo encontrarme.
Delante de mí estada sentada una pareja, tendrán más o menos mi edad. Desde que salimos, él no ha hecho otra cosa que telefonear con sus auriculares de última moda y jugar con su smartphone. Ella tiene una cara apática y, sin haber dicho ni una palabra desde que se sentó, tiene la mirada perdida en el pasillo central, tal vez mirando algún punto inexistente delante de ella. Luego toma una bolsa de patatas del bolso, se lo pasa a él, que hace un gesto de negación con la cabeza mientras continúa escribiendo a toda velocidad en el teclado virtual. Con el mismo estado de ánimo, empieza a comer las patatas, con gesto lento y casi forzado. No hay emoción en sus ojos, siempre perdidos en el vacío. De pronto se detiene, avisada por la vibración de su celular de la llegada de un