Cuando abrió la aplicación de los mensajes quedó decepcionada. No había ningún sms de él. Justo cuando iba a apagar la pantalla oyó un tono que anunciaba un mensaje entrante. Como si sintiera que Sara tenía el teléfono en la mano el nombre de Paolo apareció entre los mensajes recibidos. Una vez más se alternaron sentimientos opuestos con tanta rapidez que dejó de alarmarse. Dos máscaras, la de la felicidad y la del dolor, que se cambiaban por turnos y dejaban espacio la una a la otra sin avisar.
«Pasaré a buscarte a la estación, ya he consultado los horarios. Me acompañará una persona que tienes que conocer. Hasta luego». Por una parte, las atenciones que le profesaba la hacían abandonar la máscara negativa, pero por otra sentía que por dentro aquellas pocas palabras no la satisfacían. Aun así, despertó en ella cierta curiosidad la figura misteriosa que se uniría a ellos. Después de borrar cinco respuestas diferentes, se decantó por un: «Gracias, me alegro de volver a verte. Siento curiosidad». La respuesta de Paolo llegó casi al momento: «No dudaba de que sentirías curiosidad. Nos vemos en nada, ¡tienes muchas cosas que contarme!». Aquello hizo que se le escapara una sonrisa, ablandada por aquella pequeña intimidad al preguntarle por los detalles del fin de semana. Sara se tranquilizó, dejó el teléfono e intentó descansar para llegar con el mejor aspecto posible a su destino. Se había levantado una hora antes de lo necesario por la mañana para escoger la ropa, y ahora, después de los mensajes, se alegró de la decisión. Había encontrado en uno de los cajones un jersey de lana color beis finito y ligero que le marcaba las curvas y dejaba adivinar un cuerpo esbelto gracias a unas leves transparencias.
Cuando llegó a la estación, el aire era aún frío y una ligera neblina envolvía el andén, difuminando las pocas personas que estaban esperando. Parecían sombras
pintadas en una tela con carboncillo, pero a medida que se acercaba a la salida adquirían forma. Al fin consiguió distinguirlas. Vio a Paolo bajo el gran reloj esperando con las manos en los bolsillos y hablando con una sombra desconocida. Se acercó aún más hasta distinguir a una mujer de pelo largo y negro. Llevaba una cámara colgada del cuello y un abrigo largo de piel. Cuando estuvo suficientemente cerca como para ser vista, ambos se giraron hacia ella. Paolo cogió a la mujer del brazo y se le acercaron. — Hola Sara, te presento a Elena, la chica de la que te hablaba. Tras los primeros cumplidos y las presentaciones de rigor se dirigieron a un bar cercano para desayunar. Elena era la fotógrafa más conocida del lugar y por lo general se dedicaba a sacar fotos a comisión para las diferentes cabeceras de periódicos, principalmente crónicas, gracias a varias exclusivas que había realizado años antes. Había estado en los lugares más bonitos y encantadores de la zona, desconocidos para la mayor parte de la población. — Elena ha sido asignada a nuestro equipo y se ocupará de fotografiar los lugares y los productos que controlemos esta semana. Nos conocemos de toda la vida y me hace mucha ilusión que se una a nosotros. En un primer momento la noticia enfureció a Sara, que ya se había imaginado estando a solas con Paolo paseando por la montaña. Elena notó el cambio de comportamiento y para romper el hielo intentó tranquilizarla: — Tranquilos, ni siquiera notaréis mi presencia —dijo, lanzando una mirada significativa a su nueva compañera, que enrojeció bajo la intensidad de sus ojos negros, hurgados hasta el fondo del alma. Cuando Elena se alejó para ir al baño se quedaron a solas. Por un lado consiguió controlar la agitación que había brotado en ella pero por otro se sintió incómoda ante el significado que esa mirada había intercambiado. — Si te has traído el vestido negro de la otra noche me gustaría llevarte a un sitio hoy, ¿te apetece? Nosotros dos solos. La inesperada propuesta le aceleró el pulso. No supo adivinar qué podía esperar de todo aquello. Asintió con rapidez justo cuando la fotógrafa volvía. De nuevo se cruzaron sus miradas, y por miedo a que captara lo que sentía en ese momento se giró y fingió buscar algo en el bolso. Cuando terminaron de comer, la acompañaron al hotel y seguidamente fueron a la
oficina a recoger los encargos de los días siguientes. Una vez sola, en la habitación, consiguió desprenderse de toda la tensión acumulada durante la mañana.Ver todas sus cosas la hizo sentirse en casa, en un nidito donde podía refugiarse a voluntad. Sacó la ropa
de la maleta, aún cargada con la fragancia del suavizante, y la colocó cuidadosamente en el armario, asegurándose de que el vestido negro siguiera liso como cuando lo había metido dentro. Le hubiera gustado llamar a su hermana y contárselo todo, pedirle consejo, pero decidió separar por completo sus dos vidas. Le envió un mensaje fugaz a Luca para avisarle de su llegada y se fue al instante con sus dos compañeros.
Paolo la estaba esperando, listo y con el motor encendido. Elena no estaba con él. Le contó a Sara que les estaría esperando en el lugar de destino. Hoy iban a controlar la calidad de una fábrica de queso bastante cerca, en mitad de las cumbres más bonitas de la alta Italia. Durante el trayecto Paolo le contó algunas cosas sobre la recién llegada, una mujer independiente, sin ligaduras y sin miedo a enfrentarse a ningún nuevo reto que le propusieran. Recientemente había pasado un mes entero en un refugio a grandes altitudes fotografiando aludes puntuales causados por el mal tiempo de la última temporada. Había sido la única en aceptar el trabajo, ya que implicaba someterse a un alto riesgo. No tenía nada que perder, esa fue su respuesta al aceptar el encargo. Le habló también de la belleza de las fotografías que tomaba, capturando en un segundo la espectacularidad de cuanto la rodeaba, mostrando cosas que el ojo inexperto nunca habría advertido. Cuando Paolo hablaba sobre ella parecía fascinado, como si fuera un ser superior, inalcanzable, como si fuera imposible estar a su altura. Al principio experimentó una especie de celos e intentó descubrir si entre ellos dos era posible que existiera algún tipo de relación. Pero a medida que hablaban de ella empezó a sentir verdadera admiración por esa mujer de pelo negro, misteriosa y de mirada penetrante.
Dejaron el coche en un aparcamiento grande, a unos quilómetros de la fábrica que se divisaba en lo alto.
1 — ¿Te apetece caminar un poco? Hay cosas que se comprenden mejor si uno se sumerge en el paisaje que las contiene.
Sara no se lo pensó dos veces,
fascinada por los grandes árboles que delimitaban el camino de recorrida hasta llegar a la cima. La niebla de primera hora había dado lugar a los rayos del sol y al rocío que bañaba todas las pequeñas hojas del suelo. A parte de sus pasos sobre la grava lo único que se oía de vez en cuando era el graznido de algún pájaro que delataba su posición. Una paz inigualable para respirar a pleno pulmón con los ojos cerrados. Paolo cogió el teléfono, se giró hacia ella y empezó a sacar algunas fotos. — ¿Qué haces? —le preguntó Sara, riendo. — Es como si hubieras nacido para estas montañas, quiero tener una foto tuya para los días en los que estés lejos. Las nuevas emociones que estaban naciendo en ella impidieron que encontrara las palabras justas, temerosa de decir demasiado o demasiado poco. Siguió sonriendo y caminando, mirándole a los ojos de vez en cuando. Cuanto más avanzaba en la cuesta más alejada se sentía de la realidad que había dejado en Roma. La idea de vivir dos vidas diferentes y separadas le empezaba a gustar de verdad, y no sentía remordimientos a tanta distancia de su casa. Cada respiro ahí arriba tenía un olor diferente, y bastaba echar un vistazo alrededor para captar las diferencias. Las rocas frías a ambos lados del camino limitaban con los amplios prados que se extendían por el valle, revestidos de árboles de diferentes tipos, arbustos cubiertos de flores y animales pequeños que se escondían a su paso. Y luego estaba el sol, grande y de un intenso color, diferente al que se apreciaba en la ciudad. Era como vivir en otro mundo, en otra vida. Los rayos fragmentaban la sombra de las ramas y dejaban ver las nubes, que se movían velozmente con toda su plasticidad. Evasión, eso era lo que sentía al sumergirse en todo aquello. De repente, Paolo la detuvo, cogiéndola del brazo, y le puso un dedo en los labios para que guardara silencio. Le señaló un punto a su derecha, en mitad del bosque. Un cervatillo había interrumpido el paso al notar su presencia. El mundo se detiene ante estos espectáculos que parecen salidos de una película. Tras unos segundos interminables de observarse mútuamente, el animalillo salvaje corrió hacia la montaña y desapareció instantes después entre los abetos. Sólo entonces Sara se dio cuenta del contacto: Paolo había seguido cogiéndola del brazo, y poco a poco la atrajo hacia sí. En ese momento sonó el teléfono y el mundo
reanudó