Sus brazos me estrechaban al fin. La noche prometía ser magnífica.
Le pregunté si el restaurante estaba cerca.
—Está por aquí, pero nos sobra tiempo —me respondió.
Había calculado algo más de tiempo a la vista de que llegara tarde. Tenía la costumbre de hacerle esperar más de diez minutos. La reserva estaba prevista para las ocho. Tendríamos que esperar tres cuartos de hora antes de ir a cenar; así podría disfrutar de él. Estaba acurrucada en sus brazos. Le estrujaba con fervor, como con miedo a perderle. A pesar del frío invernal, me sentía bien, privilegiada. La sensación que iba a revivir me desbordaba.
Hacía años que no sentía esa agradable sensación de euforia. El placer de estar con este hombre y no con otro es lo que marca la diferencia. Durante esos últimos años había tenido múltiples acompañantes. Sin embargo, me faltaba esa chispa en los ojos, ese destello mágico que te hace feliz y que te bendice con una nueva mirada con la que redescubrir el mundo.
Saltábamos por encima de los charcos congelados, rodeábamos los restos de las acumulaciones de nieve fundida. Reíamos a carcajadas. La sombra de la duda ya no tenía cabida, él encarnaba la perfección que necesitaba en mi vida. Acababa de reencontrarme con él hacía cinco minutos y acababa de renacer. A su lado, me convertía de nuevo en una niña pequeña que sonreía bobamente y que se divertía con todo y con nada a la vez. Podía permitirme dejar temporalmente de lado a ese mundo de adultos que me empezaba a no gustar demasiado. ¿Crecería como una niña pequeña o como una adulta frustrada? Aquella noche era favorable para decisiones importantes, de esas que pueden redibujar el futuro. ¿Qué quería aclarar él?
Después de charlar durante treinta minutos regresamos a la avenida de los Campos Elíseos y cogimos un callejón de sentido único que nos conducía hasta un restaurante asiático rodeado por dos modernos edificios. La entrada lucía impecable. Nos invitaba a cruzar la puerta por debajo de un pequeño paifang, un tipo de arco tradicional chino vigilado a derecha y a izquierda por dos cabezas de dragón. La iluminación, compuesta por luces amarillas y azules, hipnotizaba la vista. La invitación era muy clara: detrás de aquella puerta, un cambio de aires daba la bienvenida a los visitantes. ¡Y menuda sorpresa! Se trataba de un inmenso acuario plano y de cristal, iluminado a ambos lados.
Teníamos una mesa reservada a nuestro nombre, hasta la que nos acompañó un camarero. El restaurante parecía bastante popular. No veía ningún sitio libre.
Avancé tímidamente sobre las primeras baldosas de cristal, con el rostro alegre. Tenía la impresión de que caminaba sobre el agua. Los peces brillaban y reflejaban distintos tipos de luz azulada.
Al quitarse el abrigo, vi que Franck llevaba un jersey de cachemira. Me encanta la suavidad de este tejido y parecía que Franck se había acordado. Un día, se puso un suéter parecido. Me acuerdo muy bien de aquella ocasión, ya que me regaló un ramo enorme de rosas blancas y rojas. Hacía buen tiempo, aunque era algo inestable. El viento soplaba ligeramente y Franck no quiso arriesgarse a coger frío. Aquella noche también salimos a cenar a un restaurante, un japonés. Cuando me aferré a sus brazos, pude apreciar la delicadeza de la tela. ¡Era tan suave y cálida que no podía dejar de acariciarla! Se ajustaba perfectamente a su pecho.
El jersey se parecía bastante al que llevaba aquel día y se lo dije. Una gran sonrisa que irradiaba felicidad se dibujó en su cara. Estoy segura de que, en aquel momento, le vinieron a la cabeza buenos recuerdos.
—Este es todavía más cálido, pero igual de suave —matizó, como una invitación a pasar mis manos por su torso.
Cuando la camarera vino para tomarnos nota, aún no habíamos consultado el menú. Como nos vio indecisos, se dirigió rápidamente hacia otra mesa. Cinco minutos después regresó. La joven no parecía demasiado feliz. Su rostro reflejaba tristeza, no sonrió ni una vez y apuntó nuestra comanda en una libreta, como un robot al que se le había confiado esa tarea.
Nuestro primer plato llegó rápidamente, acompañado de una botella de rosado. Me gustaba el susurro del agua que brotaba de algunas fuentes cercanas. Enmascaraban ligeramente las conversaciones de los clientes. Las mesas estaban poco separadas las unas de las otras y podíamos escuchar fácilmente las conversaciones de nuestros vecinos. Veía como unos grandes peces dorados pasaban bajo mis pies, así como carpas. Un poco más lejos, en un estanque, había tortugas. En medio de esta fauna acuática, había un pez que me interesaba en particular; ¡se encontraba justo en frente de mí! ¿Qué tipo de pez podía representar a Franck? ¿Un tiburón? No, para nada. ¿Un delfín? ¿Un carpín dorado? ¿Una piraña? ¡No! Es imposible identificar una especie que se corresponda con él, él debía ser el único de su tipo, una especie especial, inusual y valiosa. Franck me observaba, cuidadosamente, y sonreía con ternura. Mi mirada en hundía profundamente en la suya. Continuaba observándome, con la cabeza entre las manos y los codos sobre la mesa, fascinado. Pestañeé unas cuantas veces y le pedí que me explicara qué le pasaba.
—No has cambiado, eres como una niña pequeña.
Le dije que me contara por qué pensaba eso.
Me dijo que me encontraba agitada: miraba a todos lados, observaba a cada pez; al parecer, actuaba como una chiquilla.
—Eres maravillosa. ¡No cambies nunca! —añadió.
Franck me sirvió un segundo vaso de vino y, como quien no quiere la cosa, me preguntó algo bastante indiscreto.
—¿Con cuántos hombres te has acostado desde que rompimos?
Una pregunta que te fulmina en el acto, inesperada, fuera de lugar, ofensiva, incluso vejatoria. ¿Qué podía responderle? Seguro que él también se había acostado con numerosas mujeres. Preferí devolverle la pregunta hábilmente para evitar encontrarme en una situación incómoda.
Franck me contó brevemente que había estado con dos mujeres antes de conocer a Sylwia.
No me atrevía a hacerle una lista con mis relaciones anteriores. Se habría llevado una mala imagen de mí. Además, esas relaciones, o, mejor dicho, esas experiencias, no tenían la menor importancia, a excepción de una o dos.
—Mira, Franck, prefiero no contestarte. No te lo tomes a mal, pero he tenido bastantes desencuentros. Ha habido hombres que me hicieron creer que me querían. El número no importa en realidad. Lo que importa es el ahora, nosotros, el presente, nuestro reencuentro. ¿No es así?
Franck sacudió la cabeza, como un muelle tambaleándose. Su mirada se perdía en el vacío, hacia el centro de la mesa.
—Te parece mal. ¿Me equivoco?
Franck me miró con los ojos como platos.
—¿Mal? ¿Por qué me parecería mal? Es solo que me decepciona esta respuesta que oculta algo menos glorioso. Habría preferido no saberlo.
—¿Entonces para qué me preguntas? Nos conocimos, nos distanciamos, yo rehice mi vida y tú, la tuya. Nuestra historia acabó. Hoy estamos aquí, cenamos juntos en un restaurante. Si acabases de conocerme, jamás me habrías hecho esa pregunta o incluso te reirías de la respuesta. Únicamente pensarías en nosotros y en nuestro futuro, o puede ser que solo me quisieras en tu cama, como tantos otros, así que no me juzgues, te lo pido por favor.
—¿Sabes qué, Sveta? Me decepcionaste mucho cuando me expulsaste de tu vida. Te quería, te deseaba a mi lado…
—Pero era joven, y muy ingenua, todavía inmadura. No podía abandonarlo todo por ti. ¡Entiéndelo, Franck!
—La juventud no es excusa