Más allá, en la avenida principal, el tráfico parecía restablecido. Habían esparcido sal en calles y aceras. Únicamente las pequeñas calles sufrían todavía el ambiente variable de la estación.
Cuando me dirigía al metro de Montparnasse, me crucé con un grupo de jóvenes que invitaba a los viandantes a unirse a su diversión. Tenían un altavoz con música a un volumen muy alto. Se divertían deslizándose por la nieve y realizando acrobacias. Hice unas cuantas fotos para tener un recuerdo de ese instante, tras rechazar, sin embargo, unirme a ellos.
Llegué hasta Montmartre. Me encanta este romántico barrio para paseos de enamorados. Para mí, este lugar está plagado de recuerdos. Aquí es donde Franck fijó nuestra primera cita. Es aquí donde me sedujo y después me conquistó. Un poco más adelante se encontraba el Parque des Buttes-Chaumont, que había sido escenario de nuestros apasionados momentos.
A falta de la compañía de un hombre galante, decidí emprender la visita en solitario, sobre los caminos nevados. Al lado del funicular, las escaleras que conducían al Sagrado Corazón se habían transformado en una rampa para trineos. Grandes y pequeños lo pasaban bomba. A pesar de las caídas que sufrían frecuentemente, las recorrían con valentía para intentar un nuevo descenso. Inmortalicé esos momentos felices. Empezaba a cogerle gusto a la magia de la fotografía. Al contemplar las imágenes que acumulaba, comprendía lo que a Franck tanto le gustaba de este arte: el lado observador, testigo, ladrón de intimidad. Es importante activar el disparador en el momento exacto y no al segundo de después que daría pie a la foto equivocada.
Cuanto más personal es el arte, más recela sus riquezas. Se aleja así de los aparatos que se limitan a capturar y de los objetos que vivirán una duración limitada antes de verse sumidos en el olvido.
Inmortalicé el Sagrado Corazón recubierto de su velo inmaculado, y después me dirigí al parque. A partir de allí, me quedaba cerca de una hora para llegar. Había que estar un poco trastornada para contemplar recorrer esa distancia en tan poco tiempo. Al menos, habría más cosas que ver y todo tipo de comportamientos humanos distintos que observar, pensé.
Había vendedores de castañas que se calentaban las manos con el calor emitido por una sartén que se alzaba sobre un carrito de supermercado claramente robado. Los negociantes, cuales fugitivos, debían esconderse ante el menor indicio de la policía. La culpa resultaba ser del trabajo en negro del que el estado, esa costosa vaca a la que hay que engordar, no saca ningún beneficio.
En cuanto puse un pie en el parque, me invadió la impresión de hallarme en medio del decorado de una postal. Tenía la sensación de no encontrarme en París. Un fino velo recubría delicadamente los árboles sin enmascarar por completo las cortezas que se habían oscurecido naturalmente. En las fotos que hacía el blanco dominaba, oprimía, contrastaba y cubría cada centímetro cuadrado de hierba y de grava. Esta mezcla de blancura y oscuridad proporcionaba fuerza y equilibrio al conjunto, como para recordar esa dualidad inevitable que dirige nuestras vidas y el mundo. El cliché aportaba una respuesta en sí: para contrarrestar al mal, el bien debía prevalecer. La multitud de copos ofrecía un toque gris que ocultaba las construcciones en un segundo plano y parecía sugerir que nada era blanco o negro, que ambos tonos debían complementarse para existir. Al mismo tiempo se trataba de matices tristes, de un universo muerto, de colores apagados que a la vista parecían la composición de una auténtica obra de arte.
Los niños se divertían bajo la atenta mirada de sus padres. Los mayores hacían muñecos de nieve, mientras que los más pequeños observaban la polvorienta nieve sobre sus manos que caía y se derretía al contacto de la piel. Seguía haciendo fotos de todos esos momentos de lo cotidiano.
Algunos caminos tenían cortado el acceso. Otros habían sido cercados. Los carteles advertían de un peligro potencial si se traspasaba la delimitación. Como no podía aventurarme en los rincones del parque, decidí regresar a casa. Esta salida me permitió introducirme en la fotografía. ¿Puede ser que me aguardara buenas sorpresas? Al menos me había divertido sin desenterrar demasiado el pasado.
En cuanto entré en calor, pasé las imágenes a mi tableta. Las observaba una a una con atención y borraba aquellas que me parecían malas o borrosas. Me di cuenta de que me faltaba mucho por aprender. A todas luces, no era un fenómeno.
Le envié un correo a Franck por Navidad. Le deseé que pasara unas felices fiestas en familia. En estas fechas, normalmente acudía a casa de sus padres acompañado de su hijo. De nuevo, no recibí respuesta alguna. Ni siquiera sintió la necesidad de darme las gracias, mientras que en años anteriores siempre conversábamos brevemente. Desde que Franck sabía que estaba en Francia, se comportaba como si tratara de impermeabilizar todo intento de intrusión en su vida privada. Sin dudarlo, Sylwia jugaba un papel muy importante en este distanciamiento. Dado que no quería escribirme, me tocaba a mí actuar de modo parecido hasta que se dignara a dar señales. Qué triste la esperanza que contempla la reconquista de un ex al que se ha abandonado voluntariamente y se dejó devastado.
Recibí noticias de Franck en el mes de enero. Me deseaba un feliz año y me confesó que su historia con Sylwia acabó unos días antes de Navidad. Mi insistente toma de contacto había precipitado su ruptura y había hecho resurgir sus deseos de verme. No obstante, se cuestionaba, se planteaba múltiples preguntas e incluso temía el reencuentro. ¿Irradiaría todavía la magia de antaño? Compartía su misma preocupación, salvo que las ganas eran más fuertes. Al final del mensaje me preguntaba dónde y cuándo. ¿Qué podía contestarle si él había levantado un muro de indiferencia? Había comenzado a forjarme de modo distinto, pero ahora, él reaparecía...
Antes de fijar cualquier tipo de cita, preferí hablarlo con mis compañeras de trabajo. Compartían opiniones divididas, me recomendaban ignorarle o dejarle sufriendo del mismo modo que él había hecho conmigo. Otra me aconsejó de meter caña, con el pretexto de que esta cita podría ser mi oportunidad. Estaban tan perdidas como yo, y finalmente no resultaron ser de gran ayuda. Desde mi llegada a Francia, no había habido ningún hombre en mi vida. Solamente pensaba en él, por lo que acepté que nos reuniéramos. En el siguiente mensaje me propuso cenar en un restaurante. Me confesó que deseaba «aclarar la situación entre nosotros». No me gustaba para nada lo que insinuaba esa frase. ¿Qué teníamos que aclarar? ¿Nos gustaríamos todavía? ¿Habría todavía atracción? Presentía que nuestro reencuentro no auguraba un buen propósito.
Fijamos la cita para el viernes siguiente: a las siete de la tarde en la estación de metro George V, en medio de la avenida de los Campos Elíseos… Teniendo en cuenta el lujo que se respiraba en el barrio, me preguntaba a qué tipo de lugar había decidido llevarme.
Llegué diez minutos tarde. Vislumbré a Franck esperando, de pie, en frente de la salida. Observaba con pasividad a los transeúntes. Cuando llegué, una sonrisa le iluminó el rostro. Levantó el brazo para llamar mi atención. ¿Pensaría que no lo había reconocido? Mi mirada se aferró instintivamente a la suya, en medio de la oleada humana. No había cambiado demasiado. Todavía llevaba el pelo corto. Le habían salido unas cuantas canas por la sien, lo que le confería cierto encanto. Su rostro me transmitía una sensación de confianza. Me parecía más serio, más sereno. Iba vestido de modo sencillo y elegante. Llevaba zapatos marrones, un vaquero desteñido y una chaqueta gris antracita en la que sus manos habían encontrado refugio en sus bolsillos laterales. Yo vestía de manera algo más sofisticada para la estación. Llevaba un abrigo negro