Una sonrisa irónica, amarga y triunfal al mismo tiempo, dilató el rostro anguloso de Ramoncito. Había cogido a su enemigo en la trampa. Ha de saberse que pocos días antes averiguó casualmente, por medio de un académico de la lengua, que no se decía azararse, sino azorarse.
–Querido Cobo—dijo echándose hacia atrás con la silla y mirándole con fijeza burlona—. Antes de hablar entre personas ilustradas, creo que debieras aprender el castellano…. Digo … me parece….
–¿Pues?—preguntó el otro sorprendido.
–No se dice azarar, sino azorar, queridísimo Cobo. Te lo participo para tu satisfacción y efectos consiguientes.
La actitud de Ramoncito al pronunciar estas palabras era tan arrogante, su sonrisa tan impertinente, que Cobo, desconcertado por un momento, preguntó con furia:
–¿Y por qué se dice azorar y no azarar?
–¡Porque sí!… ¡Porque lo digo yo!… ¡Eso!…—respondió el otro sin dejar de sonreír cada vez con mayor ironía y echando una mirada de triunfo a Esperanza.
Se entabló una disputa animada, violenta, entre ambos. Cobo se mantuvo en sus trece sosteniendo con brío que no había tal azorar, que a nadie se lo había oído en su vida y eso que estaba harto de hablar con personas ilustradas. El joven y perfumado concejal le respondía brevemente sin abandonar la sonrisilla impertinente, seguro de su triunfo. Cuanto más furioso se ponía Cobo, más se gozaba en humillarle delante de la niña por quien ambos suspiraban.
Pero la decoración cambió cuando Cobo irritadísimo, viéndose perdido, llamó en su auxilio al general Patiño.
–Vamos a ver, general, usted que es una de las eminencias del ejército, ¿cree que está bien dicho azorarse?
El general, lisonjeado por aquella oportuna dedada de miel, manifestó dirigiéndose a Maldonado en tono paternal:
–No, Ramoncito, no: está usted en un error. Jamás se ha dicho en España azorar.
El concejal dió un brinco en la silla. Abandonando súbito toda ironía, echando llamas por los ojos, se puso a gritar que no sabían lo que se decían, que parecía mentira que personas ilustradas, etc., etc…. Que estaba seguro de hallarse en lo cierto y que inmediatamente se buscase un diccionario.
–El caso es, Ramoncito—dijo D. Julián rascándose la cabeza—, que el que había en casa hace ya tiempo que ha desaparecido. No sé quién se lo ha llevado…. Pero a mí me parece también, como al general, que se dice azarar….
Aquel nuevo golpe afectó profundamente a Maldonado, que, pálido ya, tembloroso, lanzó con voz turbada un último grito de angustia.
–¡Azorar viene de azor, señores!
–¡Qué azor ni qué coliflor, hombre de Dios!—exclamó Cobo soltando una insolente carcajada—. Confiesa que has metido la patita y dí que no lo volverás a hacer.
El despecho, la ira del joven concejal no tuvieron límites. Todavía luchó algunos momentos con palabras y ademanes descompuestos. Pero como se contestase a sus enérgicas protestas con risitas v sarcasmos, concluyó por adoptar una actitud digna v despreciativa, mascullando palabras cargadas de hiel, los labios trémulos, la mirada torva. De vez en cuando dejaba escapar por la nariz un leve bufido de indignación. Cobo estuvo implacable: aprovechó todas las ocasiones que se ofrecieron para dirigirle indirectamente una pullita envenenada que causaba el regocijo de las niñas y hacía sonreír discretamente a las personas graves. Nadie en el mundo padeció más hambre y sed de justicia que Ramoncito en aquella ocasión.
La llegada de un nuevo personaje puso fin o suspendió por lo menos su tormento. Anunció el criado al señor duque de Requena. La entrada de éste produjo en la tertulia un movimiento que indicaba bien claramente su importancia. Calderón salió a recibirle dándole las dos manos con efusión. Los hombres se levantaron apresuradamente y se apartaron de los asientos para salir a su encuentro sonrientes, expresando en su actitud la veneración que les inspiraba. Las damas volvieron también sus rostros hacia él con curiosidad y respeto, y Pepa Frías se levantó para saludarle. Hasta el padre Ortega abandonó a su marquesa y se adelantó inclinado, sumiso, dirigiéndole un saludo almibarado, sonriéndole con sus ojos claros al través de los fuertes cristales de miope que gastaba. Por algunos instantes apenas se oyó en la estancia mas que "querido duque", "señor duque". "¡Oh, duque!"
El objeto de tanta atención y acatamiento era un hombre bajo, gordo, la faz amoratada, los ojos saltones y oblicuos, el cabello blanco, y el bigote entrecano, duro y erizado como las púas de un puerco-espín. Los labios gruesos y sinuosos y manchados por el zumo del cigarro puro que traía apagado y mordía paseándolo de un ángulo a otro de la boca sin cesar. Podría tener unos sesenta años, más bien más que menos. Venía envuelto en un magnífico gabán de pieles que no había querido quitarse a la entrada por hallarse acatarrado. Mas al poner los pies en el saloncito de Calderón, sintióse malamente impresionado por el calor que allí hacía. Sin contestar apenas a los saludos y sonrisas que a porfía le dirigían, murmuró en tono brutal, con la voz gruesa y ronca a la vez que caracteriza a los hombres de cuello corto:
–¡Puf! ¡Esto echa bombas!…
Y lo acompañó de una interjección valenciana que principia por f. Al mismo tiempo hizo ademán de despojarse del abrigo. Veinte manos cayeron sobre él para ayudarle y esto retrasó un poco la operación.
Representóse en la tertulia de Calderón la escena de los israelitas en el desierto que más se ha repetido en el mundo, la adoración del becerro de oro. El recién llegado era nada menos que D. Antonio Salabert, duque de Requena, el célebre Salabert rico entre los ricos de España, uno de los colosos de la banca y el más afamado, sin disputa, por el número y la importancia de sus negocios. Había nacido en Valencia. Nadie conocía a su familia. Decían unos que había sido granuja del mercadal, otros que empezó de lacayo de un banquero y luego fué cobrador de letras y zurupeto, otros que había sido soldado de Cabrera en la primera guerra civil, y que el origen de su fortuna estuvo en una maleta llena de onzas de oro que robó a un viajero. Algunos llegaban hasta a filiarle en una de las célebres partidas de bandoleros que infestaron a España poco después de la guerra. Pero él explicaba del modo más sencillo y gráfico la procedencia de su fortuna, que no bajaba de cien mil millones de pesetas. Cuando se enfadaba con los empleados de su casa, lo cual sucedía a menudo, y notaba que se ofendían con sus palabrotas injuriosas, solía decirles gritando como un energúmeno:
–¿Sabéis, f…., cómo he llegado yo a tener dinero?… Pues recibiendo muchas patadas en el trasero. Sólo a fuerza de puntapiés se logra subir arriba. ¿Estamos?
Hay que confesar que este dato adolece de ser un poco vago; pero la perfecta autenticidad de que se halla revestido, le da un valor inapreciable. Tomándolo como base de la investigación, acaso se pueda llegar a definir el carácter y a historiar la vida y las empresas del opulento banquero.
–Hola, chiquita—dijo avanzando hasta Clementina y tomándole la barba como se hace con los niños—. ¿Estás aquí? No he visto tu coche abajo.
–He salido a pie, papá.
–Es un milagro. Si quieres, puedes llevarte el mío.
–No; tengo deseos de caminar. Estoy estos días muy pesada.
El duque de Requena había prescindido de todos los presentes y hablaba a su hija con toda la afabilidad de que era susceptible. La veía pocas veces. Clementina era su hija natural, habida allá en Valencia, cuando joven, de una mujer de la ínfima clase social, como él lo era al parecer. Luego se había casado en Madrid, ya en camino de ser rico, con una joven de la clase media, de la cual no tuvo familia. Esta señora, extremadamente delicada de salud desde su matrimonio, había cedido o, por mejor decir, había ella misma propuesto que la hija de su marido viniese a habitar la misma casa. Clementina se educó, pues, aquí y fué amada de la esposa de su padre como una verdadera hija. Ella la quiso y la respetó también como a una madre. Después que se casó solía visitarla a menudo; pero como su padre estaba siempre muy ocupado, no entraba en sus habitaciones,