La maliciosa insinuación de Pepa Frías tenía fundamento. El bravo general hacía ya algún tiempo "que estaba poniendo los puntos" a la señora de Calderón, aunque ésta no daba señales de advertirlo. Jamás en sus muchas y brillantes campañas se le había presentado un caso semejante. Disparar contra una plaza durante algunos meses cañonazos y más cañonazos, meter dentro de ella granadas como cabezas y permanecer tan sosegada, durmiendo a pierna suelta como si le echasen bolitas de papel. Cuando el general le soltaba algún requiebro a quemarropa, Mariana sonreía bondadosamente.
–Cállese usted, pícaro. ¡Buen pez debió usted de haber sido en sus buenos tiempos!
Patiño se mordía los labios de coraje. ¡Los buenos tiempos! ¡El, que pensaba que nunca los había tenido mejores! Pero con su inmenso talento diplomático sabía disimular y sonreía también como el conejo.
–¿Cuándo te han comprado esa pulsera?—preguntó Pacita a Esperanza, reparando en una caprichosa y elegante que ésta traía.
–Me la ha regalado el general hace unos días.
–¡Ah! ¿El general, por lo visto, te hace muchos regalos?—dijo la de Alcudia con leve expresión irónica que su amiga no entendió.
–Sí; es muy bueno, siempre nos trae regalos. A mi hermanito le ha comprado una medalla preciosa.
–¿Y a tu mamá no le hace regalos?
–También.
–¿Y qué dice tu papá?
–¿Mi papá?—exclamó la niña levantando los ojos con sorpresa—, ¿qué ha de decir?
Pacita, sin contestar, llamó la atención de una de sus hermanas.
–Mercedes, mira qué pulsera tan bonita le ha regalado el general a Esperanza.
La segunda de Alcudia perdió su rigidez por un momento, y tomando el brazo de Esperanza la examinó con curiosidad.
–Es muy bonita. ¿Te la ha regalado el general?—preguntó cambiando al mismo tiempo con su hermana una mirada maliciosa.
–Aquí está Ramoncito—dijo Esperanza volviendo los ojos a la puerta.
–¡Ah! Ramoncito Maldonado.
Un joven delgado, huesudo, pálido, de patillas negras que tocaban en la nariz, como las gastaba entonces el rey, y a su imitación muchos jóvenes aristócratas, entró sonriente y comenzó a saludar con desembarazo a todos, apretándoles la mano con leve sacudida y acercándola al pecho, del modo extravagante que se hace algunos años entre los pisaverdes madrileños. En cuanto él entró esparcióse por la habitación un perfume penetrante.
–¡Jesús, qué peste!-exclamó por lo bajo Pepa Frías después de darle la mano-. ¡Qué afeminado es este Ramoncito!
–¡Hola, barbián!-dijo el joven tomando de la barba con gran familiaridad a Pinedo-. ¿Qué te has hecho ayer? Pepe Castro ha preguntado por ti….
–¿Ha preguntado por mí Pepe Castro? ¡Tanto honor me confunde!
Causaba cierta sorpresa ver a Maldonado tutear a un hombre ya entrado en años y de venerable aspecto. Todos los mozalbetes del Club de los Salvajes hacían lo mismo, sin que Pinedo se diese por ofendido.
–Ahí tienes a Mariana—siguió éste—que acaba de hablar perrerías de ti, y con razón.
–¿Pues?
–No haga usted caso, Ramoncito—exclamó la señora de Calderón asustada.
–Y Pepa también.
–¿Usted, Pepa?-preguntó el mancebo queriendo demostrar desembarazo, pero inquieto en realidad, porque la de Frías era con razón temida.
–Yo, sí. Vamos a cuentas, Ramoncito, ¿qué se propone usted echando sobre sí tanto perfume? ¿Es que pretende usted seducirnos a todas por el órgano del olfato?
–Por cualquier órgano me agradaría seducir a usted, Pepa. La tertulia celebró la respuesta. Se oyó una espontánea carcajada. Pacita la había soltado. Su mamá se mordió los labios de ira y encargó a la hija que tenía más cerca que hiciese presente a la otra, para que a su vez lo comunicase a la menor, que era una desvergonzada y que en llegando a casa se verían las caras.
–¡Hombre, bien! choque usted—exclamó la de Frías, dando la mano a Ramoncito-. Es la única frase regular que le he oído en mi vida. Generalmente no dice usted más que tonterías.
–Muchas gracias.
–No hay de qué.
–Ya hemos leído la pregunta que usted hizo en el Ayuntamiento, Ramoncito—dijo la señora de Calderón, mostrándose amable para desvirtuar la acusación de Pinedo.
–¡Ps! cuatro palabrejas.
–Por ahí se empieza, joven—manifestó Calderón con acento Protector.
–No; no se empieza por ahí—dijo gravemente Pinedo—. Se empieza por rumores. Luego vienen las interrupciones…. (¡Es inexacto! ¡Pruébemelo su señoría! La culpa es de los amigos de su señoría.) En seguida llegan los ruegos y las preguntas. Después la explicación de un voto particular o la defensa de una proposición incidental. Por último, la intervención en los grandes debates económicos…. Pues bien. Ramón se encuentra ya en la tercer categoría, en la de los ruegos.
–Gracias, Pinedito, gracias—respondió el joven algo amoscado—.Pues ya que he llegado a esa categoría, te ruego que no seas tan guasón.
–¡Hombre, tampoco está mal eso!—exclamó Pepa Frías con asombro—. Ramoncito, va usted echando ingenio.
El joven concejal fué a sentarse entre la niña de la casa y la menor de Alcudia, que se apartaron de mala gana para dejarle introducir su silla. Este Maldonado, muchacho de buena familia, no enteramente desprovisto de bienes de fortuna y elegido recientemente concejal por la Inclusa, dirigía desde hace algún tiempo sus obsequios a la niña de Calderón. Era un matrimonio bastante proporcionado, al decir de los amigos. Esperanza sería más rica que Ramoncito, porque la hacienda de D. Julián era sólida y considerable; pero aquél, que tampoco estaba en la calle, tenía ya comenzada con buenos auspicios su carrera política. Los padres de la chica ni se oponían ni alentaban sus pretensiones. Con el aplomo y la superioridad que da el dinero, Calderón apenas fijaba la atención en quién requería de amores a su hija, abrigando la seguridad de que no le faltarían buenos partidos cuando quisiera casarla. Y en efecto, cinco o seis pollastres de lo más elegante y perfilado de la sociedad madrileña zumbaban en los paseos, en las tertulias y en el teatro Real alrededor de la rica heredera, como zánganos en torno de una colmena. Ramoncito tenía varios rivales, algunos de consideración. No era lo peor esto, sino que la niña, tan apagada de genio, tan tímida y silenciosa ordinariamente, sólo con él era atrevida y desenfadada, autorizándose bromitas más o menos inocentes, respuestas y gestos bruscos que mostraban bien claro que no le tomaba en serio. Por eso le decía a menudo Pepe Castro, su amigo y confidente, que se hiciese valer un poco más; que no se manifestase tan rendido ni ansioso; que a las mujeres hay que tratarlas con un poco de desdén.
Este Pepe Castro no sólo era el amigo y el confidente de Maldonado, pero también su modelo en todos los actos de la vida social y privada. Los juicios que pronunciaba acerca de las personas, los caballos, la política (de esto hablaba pocas veces), las camisas y los bastones eran axiomas incontrovertibles para el joven concejal. Imitábale en el vestir, en el andar, en el reir. Si el otro compraba una jaca española