Entonces, para rendir homenaje al Maestro, se echó sobre el tramo que le faltaba por arreglar y le rogó que pasara sobre su cuerpo con todo su séquito a fin de que no se interrumpiese la marcha del cortejo. Deipinkara aceptó, fijó un tiempo de descanso y le dijo:
«Santo ermitaño, eras rico y voluntariamente te has convertido en pobre; eras orgulloso y te has convertido en el más humilde de los hombres. Te anuncio que un día, cuando hayan pasado muchos siglos y la ley sea de nuevo desobedecida por los habitantes de este mundo, te convertirás en el más grande de todos los Budas».
Aquel que bajo el nombre de Buda Gautama debía proclamar la «Gran Huida» se encarnó una última vez, después de mucho tiempo, en el seno de Maya, en el país de los sakyas, que se encuentra en el centro de la llanura del Ganges. Esta es su historia tal como nos ha llegado a través de la tradición.
El nacimiento de siddharta
Cuando llegó la hora de producirse su último nacimiento en este mundo, hacia el año 550 antes de la era cristiana, Buda eligió como padre al rey Suddhodana, que reinaba desde la ciudad de Kapilavastu sobre el pueblo de los sakyas. Por esta razón, más tarde le sería entregado el título de Sakyamuni, el sabio de la casa de los sakyas. No lejos del palacio real discurría el Rohini, un afluente del Ganges al que los documentos más antiguos ya denominan con ese nombre.
Suddhodana tenía por esposa a Maya, a la que se había anunciado, cuando no era más que una niña, que un día sería la madre del Salvador de los hombres. He aquí que un día, mientras estaba dormida en su habitación, tuvo el siguiente sueño: cuatro genios entraban en su habitación y la transportaban a la cima del monte Merou, la montaña sagrada del Himalaya. Allí se le apareció un elefante blanco que sujetaba con su trompa un loto blanco. El animal dio tres vueltas alrededor de la mujer y la dejó después a su derecha, según el ritual sagrado llamado pradakshina; a continuación, inclinándose ante ella, le abrió el regazo con uno de sus colmillos y desapareció.
Al despertarse, le contó el sueño a su marido, quien pidió a los adivinos de la corte que lo analizaran. Estos le predijeron el nacimiento de un hijo que se convertiría en la luz del universo. Cuando se acercaba el momento del parto, la reina Maya, con el consentimiento de Suddhodana, su marido, se dirigió a la tierra de sus padres. Apenas había comenzado el viaje cuando, en el bosque de Lumbini, nació un niño portador de treinta y dos signos superiores y de ochenta marcas inferiores.
Con gran asombro por parte de quienes lo rodeaban, el niño se levantó, dio siete pasos en dirección al sol naciente y dijo: «Yo, Bodhisattva, alcanzaré el primer rango en el mundo». Dio otros siete pasos hacia el sur y añadió: «Seré digno de las ofrendas de los hombres y de los dioses». Después, girándose hacia el norte, dio de nuevo otros siete pasos y dijo: «Este es mi último nacimiento. Pondré fin al nacimiento, a la vejez, a la enfermedad y a la muerte. En medio de todos los seres, no tendré superior». Marchando, finalmente, hacia poniente, dijo de nuevo: «Venceré a Mara, “el tentador”, y llevaré la paz incluso a la región de las sombras».
Al mismo tiempo y en otro lugar nacía Yasodhara, su prima y futura esposa, y también Nanda, su primo, que se convertiría en su discípulo preferido, y Kathanka, el caballo sagrado con el que se escapó del palacio de su padre. Después, en el bosque de Uruvela, nacía de la tierra el árbol de Bodhi, bajo el que un día el Perfecto recibió la iluminación.
Maya murió siete días después de haber traído al mundo al niño predestinado, porque la madre de Buda no debía volver a tener ningún otro hijo. Los adivinos profetizaron entonces a Suddhodana que si su hijo permanecía en el mundo llegaría a ser el Sakravarti, «el que hace girar la rueda de los mundos», es decir, el rey de reyes que sería maestro de la Gran Tierra, pero que si renunciaba al mundo se convertiría en la luz de los hombres. El rey, que deseaba para su hijo una investidura profana, pidió entonces a los sabios que le enumeraran los signos que podrían señalar la vocación del alejamiento: «Cuatro signos le indicarán – le dijeron— cuál es su camino: encontrará a un anciano, después a un hombre enfermo, a continuación a un muerto y para terminar a un monje».
Suddhodana hizo entonces vigilar las puertas de la ciudad, alejó a los enfermos y a los religiosos, y se preocupó de que sus habitantes fueran únicamente jóvenes. Además, confió a la hermana de Maya, a la que había convertido en su nueva esposa, la tarea de educar al niño, al que bautizó como Siddharta, «el que cumple».
Poco después del nacimiento de Siddharta, un asceta llegado del Himalaya describió al rey Suddhodana los signos que un día debían aparecer sobre el cuerpo de Buda en señal de predestinación: Su cráneo presentará una excrecencia. Sus cabellos trenzados por la derecha serán azulados. Su frente será ancha y lisa. Entre sus cejas lucirá un pequeño círculo de pelos argentados. Sus ojos, protegidos por largas pestañas como las de una becerra, serán grandes, blancos y negros. El lóbulo de sus orejas será tres veces más grande de lo habitual. Lucirá cuarenta dientes fuertes e iguales. Una lengua muy sensible le proporcionará un excelente sentido del gusto. Su mandíbula tendrá la fuerza de un león. Su piel será fina y tendrá el color del oro. Tendrá el cuerpo flexible y firme como el tallo del aro. El torso será muy parecido al pecho de un toro, los hombros redondos, los muslos fuertes, las piernas de gacela y tendrá siete protuberancias bien distribuidas. Su mano será grande. Su largo brazo alcanzará la rodilla. Tendrá los dedos de las manos y de los pies unidos por una fina membrana. Sus pelos nacerán uno a uno, y los de sus brazos crecerán orientados hacia arriba. Lo que necesite ocultar será tapado. Sus talones serán grandes. Las palmas de sus manos estarán unidas. Bajo la planta de cada pie llevará trazada una rueda de mil radios y se mantendrá perfectamente derecho sobre sus pies, que serán simétricamente iguales. En cuanto a su voz, tendrá el timbre de Brahma.
Los cuatro reencuentros
Quienes han relatado la vida y las palabras de Buda no han dicho casi nada del tiempo transcurrido entre su nacimiento y su adolescencia. En todas las disciplinas a las que se entregó destacó siempre sobre aquellos que le rodeaban: muy pronto manifestó un perfecto conocimiento de las ciencias, las artes, el tiro con arco y la equitación. Cuando cumplió dieciséis años se casó con la joven Gopa Yasodhara, con la que más tarde tendría un hijo. Todavía habían de pasar trece años antes de que ocurriera algo que a los ojos de Siddharta pudiera parecerse a los signos que su padre temía que viera.
Por fin, un día, el joven príncipe – que tenía entonces veintinueve años— quiso dirigirse a un pequeño bosque situado más allá de las murallas de la ciudad. «Me gustaría – dijo— visitar el bosque de Lumbini, en el que mi madre me trajo al mundo». Suddhodana hizo preparar un carro y apostó guerreros a lo largo de todo el trayecto a fin de que nadie se acercara al cortejo.
Fue entonces cuando en el camino, delante de ellos, apareció un anciano con el cuerpo muy deteriorado por el paso de los años que, caminando con dificultad, ofrecía a quienes le miraban el espectáculo de su decrepitud. Marcado por todas las ofensas del tiempo, el anciano avanzaba apoyándose en un bastón.
Siddharta, «el que cumple», le preguntó entonces a su sirviente Chandaka, que le acompañaba:
–¿Quién es ese hombre? ¿Qué le ha ocurrido para que ya no pueda sostenerse? ¿Qué fuerza ha podido destruir su vigor y desfigurar su rostro?
– Este hombre es un anciano y lo que ves es lo que reserva la vida a los seres que viven muchos años – le contestó su criado.
– Entonces – dijo Siddharta—, nacer es algo funesto si conduce a los hombres a esta situación.
Después de este decisivo encuentro quiso regresar a su palacio.
Cuando su padre supo qué había sucedido se acordó de los signos anunciadores e hizo doblar la guardia que acompañaba a su hijo, aunque, naturalmente,