Tales eran algunos de los individuos con quienes me puse en contacto al entrar en la Aduana. Acepté de buen talante una ocupación tan poco en armonía con mis hábitos y mis inclinaciones, y me puse con empeño á sacar de mi situación el mejor partido posible. Después de haberme visto asociado á los trabajos y á los planes impracticables de mis soñadores compañeros del Brook Farm;6 después de haber vivido tres años bajo el influjo sutil de una inteligencia como la de Emerson; después de aquellos días pasados en Assabeth en fantásticas especulaciones en compañía de Ellery Channing, junto á los trozos de leña que ardían en nuestra chimenea; después de hablar con Thoreau acerca de los pinos y de las reliquias de los indios, en su retiro de Walden; después de haberme vuelto en extremo exigente, merced á la influencia de la elegante cultura clásica de Hillard; después de haberme saturado de sentimientos poéticos en el hogar de Longfellow,7– era en verdad tiempo de que empezara á ejercer otras facultades del espíritu, y que me alimentase con un manjar hacia el cual, hasta entonces no me sentía muy inclinado. Hasta el octogenario oficial del resguardo de que he hablado antes, me parecía, como cambio de dieta, muy apetecible para un hombre que había conocido á Alcott.8 Tengo para mí que, en cierto sentido, es prueba evidente de una constitución bien equilibrada, y de una organización en que no falta nada esencial, el hecho de que, á pesar de haberme asociado algún tiempo con hombres tales como los que acabo de mencionar, hubiera podido mezclarme después con individuos de cualidades completamente distintas, sin quejarme del cambio.
La Literatura, su ejercicio y sus fines, eran á la sazón objetos de poca monta para mí. En esa época no tenía por los libros interés alguno. La naturaleza – excepto la humana – la naturaleza visible en cielo y tierra, puede decirse que no existía para mis ojos; y toda aquella delicia con que la imaginación la había idealizado en otros tiempos, se había desvanecido en mi espíritu. Como suspensos é inanimados, si es que no me habían abandonado por completo, se hallaban un cierto don y una cierta facultad; y á no haber tenido la conciencia de que me era dado evocar, cuando quisiera, todo lo que realmente tenía algún valor en lo pasado, mi posición habría sido infinitamente triste y desconsoladora. Seguramente era esta una clase de vida que no podía llevarse con impunidad por mucho tiempo; de lo contrario, me habría convertido, de un modo permanente, en algo distinto de lo que siempre había sido, sin transformarme tampoco en algo que valiera la pena de aceptarse. Pero nunca consideré aquel estado de vida sino transitorio, pues una especie de instinto profético, una voz misteriosa me murmuraba continuamente al oído, diciéndome que en una época, no lejana, y cuando para bien mío fuera necesario un cambio, éste se efectuaría.
Entre tanto, ahí me estaba yo, todo un Inspector de Aduana, y hasta donde me ha sido posible comprenderlo, tan bueno como se pueda desear; porque un hombre que siente, que piensa, y que está dotado de imaginación (aunque fueran sus facultades diez veces superiores á la del Inspector) puede, en cualquiera tiempo, ser un hombre de negocios, si quiere tomarse el trabajo de dedicarse á ellos. Mis compañeros de oficina, los comerciantes y los capitanes de buques con quienes mis deberes oficiales me pusieron en contacto, me tenían sólo por hombre de negocios, y probablemente ignoraban por completo que fuera otra cosa. Creo que ninguno había leído nunca una página de mis escritos, ni hubiera pesado yo un adarme más en la balanza de su consideración, aunque hubiesen leído todo lo que he borroneado: aun hay más, poco habría importado que esas mal aventuradas páginas hubieran sido escritas con la pluma de un Burns ó la de un Chaucer,9 que en su tiempo fueron como yo empleados de Aduana. No deja de ser una buena lección, aunque á veces algo dura, para el que ha soñado con la fama literaria y con la idea de crearse, por medio de sus obras, un nombre respetado entre las celebridades del mundo, descubrir de buenas á primeras que, fuera del círculo estrecho en que se tiene noticia de sus méritos y presunciones, nada de lo que ha llevado á cabo, ni nada de aquello á que aspira, tiene importancia ó significación alguna. No creo que yo tenía una necesidad especial de recibir lección semejante, ni siquiera como aviso preventivo y saludable, pero ello es que la recibí por completo, bien que no me causó ningún dolor, ni me costó un solo suspiro. Cierto es también que en materia de literatura, un oficial de marina que entró á servir en la Aduana al mismo tiempo que yo, con frecuencia echaba su cuarto á espadas conmigo en discusiones acerca de uno de sus dos temas favoritos: Napoleón y Shakespeare; y que también uno de los escribientes del Administrador, aun muy joven y que llenaba, según se decía en voz baja, las blancas cuartillas de papel de la Aduana con lo que á cierta distancia tenía la apariencia de versos, de cuando en cuando me hablaba de libros, como de un asunto que quizá me sería familiar. Á esto se reducía todo mi comercio literario, y debo confesar que era más que suficiente para satisfacción de mis necesidades intelectuales.
Pero aunque hacía tiempo que no trataba de que mi nombre recorriese el mundo impreso en el frontis de un libro, ni me importaba, no podía sin embargo menos de sonreirme al pensar que tenía entonces otra clase de boga. El marcador de la Aduana lo imprimía, con un patrón y pintura negra, en los sacos de pimienta, en las cajas de tabacos, en las pacas de todas las mercancías sujetas á derechos, como testimonio de que estos artículos habían pagado el impuesto y pasado por la Aduana. Llevado en tan extraño vehículo de la fama, iba mi nombre á donde jamás había llegado antes, y á donde espero que nunca irá de nuevo.
Pero el pasado no había muerto por completo. De vez en cuando, los pensamientos que en otro tiempo parecían tan vitales y tan activos, pero que se habían entregado al reposo de la manera más tranquila del mundo, cobraban vida y vigor. Una de las ocasiones en que mis hábitos de otros días renacieron, fué la que dió margen á que ofrezca al público el bosquejo que estoy trazando.
En el segundo piso de la Aduana hay una vasta habitación cuyas vigas y enladrillado nunca han sido cubiertos con torta y artesonado. El edificio, que se ideó en una escala en armonía con el antiguo espíritu comercial del puerto y la esperanza de una prosperidad futura que nunca había de realizarse, tiene más espacio del que era