Sería realmente injusto que el lector llegase á creer que todos mis excelentes viejos amigos estaban chocheando. En primer lugar, no todos eran ancianos: había, entre mis compañeros subordinados, hombres en toda la lozanía y fuerza de la edad: hábiles, inteligentes, enérgicos, y en todo y por todo superiores á la ocupación rutinaria á que los había condenado su mala estrella. Además, las canas de más de uno cubrían un cerebro dotado de inteligencia conservada en muy buenas condiciones. Pero respecto á la mayoría de mi cuerpo de veteranos, no cometo injusticia alguna si la califico, en lo general, de conjunto de seres fastidiosos que de su larga y variada experiencia de la vida no habían sacado nada que valiera la pena de conservarse. Se diría que, habiendo esparcido á todos los vientos los granos de oro de la sabiduría práctica que tuvieron tantas oportunidades de atesorar, habían conservado, con el mayor esmero, tan sólo la inútil é inservible cáscara. Hablaban con mayor interés y abundancia de corazón de lo que habían almorzado aquel día, ó de la comida del anterior, ó de la que harían el siguiente, que del naufragio de hace cuarenta ó cincuenta años, y de todas las maravillas del mundo que habían visto con sus ojos juveniles.
El abuelo de la Aduana, el patriarca, no sólo de este reducido grupo de empleados, sino estoy por decir que de todo el personal respetable de todas las Aduanas de los Estados Unidos, era cierto funcionario inamovible. Podría apellidársele, con toda exactitud, el hijo legítimo del sistema aduanero, nacido y criado en el regazo de esta noble institución, como que su padre, coronel de la guerra de la Independencia, y en otro tiempo Administrador de Aduana, había creado para él un destino en una época que pocos de los hombres que hoy viven pueden recordar. Cuando conocí á este empleado, tendría á cuestas sus ochenta años, poco más ó menos: con las mejillas sonrosadas; cuerpo sólido y trabado; levita azul de brillantes botones; paso vigoroso y rápido, y aspecto sano y robusto, parecía, si no joven, por lo menos una nueva creación de la Madre Naturaleza en forma de hombre, con quien ni la edad ni los achaques propios de ella, nada tenían qué hacer. Su voz y su risa, que resonaban constantemente en todos los ámbitos de la Aduana, no adolecían de ese sacudimiento trémulo á manera de cacareo de gallina tan común en la vejez: parecíase al canto de un gallo ó al sonido de un clarín. Considerándole simplemente desde el punto de vista zoológico, – y tal vez no había otro modo de considerarlo, – era un objeto realmente interesante, al observar cuan saludable y sana era su constitución, y la aptitud que en su avanzada edad tenía para gozar de todos ó de casi todos los placeres á que siempre había aspirado. La certidumbre de tener la existencia asegurada en la Aduana, viéndose exento de cuidados, y casi sin temores de ser dado de baja, junto con el salario que recibía puntualmente, habían sin duda contribuído á que los años pasaran por él sin dejar ninguna huella. Sin embargo, había causas mucho más poderosas, que consistían en la rara perfección de su naturaleza física, la moderada proporción de su inteligencia, y el papel tan reducido que desempeñaban en él las cualidades morales y espirituales, que para decir la verdad, á duras penas bastaban para impedir que el anciano caballero imitase en la manera de andar al rey Nabucodonosor durante los años de su transformación. La fuerza de su pensamiento era nula; la facultad de experimentar afectos, ninguna; y en cuanto á sensibilidad, cero. En una palabra, en él no había sino unos cuantos instintos que, auxiliados por el buen humor que era el resultado inevitable de su bienestar físico, hacían las veces de corazón. Se había casado tres veces, y otras tantas había enviudado: era el padre de veinte niños, la mayor parte de los cuales había pagado, á diversas edades, el tributo común á la madre tierra. Esto es bastante para hacernos suponer que la naturaleza más feliz, el hombre más contento con su suerte, tenía que dar cabida á un dolor suficiente para engendrar cierto sentimiento de melancolía. ¡Nada de esto con nuestro anciano empleado! En un breve suspiro se exhalaba toda la tristeza de estos recuerdos; y al momento siguiente estaba tan dispuesto y alegre como un niño; mucho más que el escribiente más joven de la Aduana que, á pesar de no contar sino diez y nueve años de edad, era con todo un hombre más grave y reposado que el octogenario oficial del resguardo.
Yo estudiaba y observaba á este personaje patriarcal con una curiosidad mayor que la que hasta entonces me hubiera inspirado ningún sér humano; pues era, en realidad, un raro fenómeno: tan perfecto y completo, desde un punto de vista, como superficial, ilusorio, impalpable, y absolutamente insignificante desde cualquiera otro. Llegué á creer á puño cerrado que ese individuo no tenía ni alma, ni corazón, ni intelecto, ni nada, como ya he dicho, excepto instintos; y sin embargo, de tal manera estaba compaginado lo poco que en realidad había en él, que no producía una impresión penosa de deficiencia; antes al contrario, por lo que á mí hace, me daba por muy satisfecho con lo que en él había hallado. Difícil sería concebir su existencia espiritual futura, en vista de lo completamente terrenal y material que parecía; pero es lo cierto que su existencia en este mundo nuestro, suponiendo que terminara con su último aliento, no le había sido concedida bajo duras condiciones: su responsabilidad moral no era mayor que la de los seres irracionales, aunque poseyendo mayores facultades que ellos para gozar de la vida, y viéndose exento igualmente de los achaques y tristezas de la vejez.
En un particular les era vasta, inmensamente superior: en la facultad de recordar las buenas comidas de que había disfrutado y que constituían no pequeña parte de su felicidad terrenal. Era un gastrónomo consumado. Oirle hablar de un asado, bastaba ya para despertar nuestro apetito; y como nunca poseyó otras dotes superiores, ni pervirtió ni sacrificó ningún don espiritual anteponiéndolo á la satisfacción de su paladar y de su estómago, me causaba siempre gran placer oirle discurrir acerca del pescado, de la volatería, de los mariscos, y de la diversidad de carnes, espaciándose en lo referente al mejor modo de condimentarlos y servirlos en la mesa. Sus reminiscencias de una buena comida, por antigua que fuera su fecha, eran tan vivas que parecía que estaba realmente aspirando el olor de un lechoncito asado ó de un pavo trufado. Su paladar conservaba todavía el sabor de manjares que había comido hacía sesenta ó setenta años, como si se tratara de las chuletas de carnero del almuerzo de aquel día. Recordaba con verdadero deleite, con fruición sin igual, un pedazo de lomo asado, ó un pollo especial, ó un pavo digno de particular elogio, ó un pescado notable, ú otro manjar cualquiera que adornó su mesa allá en los días de su primera juventud; mientras los grandes acontecimientos de que había sido teatro el mundo durante los largos años de su existencia, habían pasado por él como pasa la brisa, sin dejar la menor huella. Hasta donde me ha sido dable juzgar, el acontecimiento más trágico de su vida, fué cierto percance con un pato que dejó de existir hace treinta ó cuarenta años, pato cuyo aspecto auguraba momentos deliciosos; pero que una vez en la mesa, resultó tan inveteradamente duro, que el trinchante no hizo mella alguna en él, y hubo necesidad de apelar á una hacha y á un serrucho de mano para dividirlo.
Pero es tiempo ya de terminar este retrato, aunque tendría el mayor placer en dilatarme en él indefinidamente, pues de todos los hombres que he conocido, este individuo me parece el más apropósito para vista de Aduana. La mayoría de las personas, debido á causas que no tengo tiempo ni espacio para explicar, experimentan una especie de detrimento moral en consecuencia del género peculiar de vida de dicha profesión. El anciano funcionario era incapaz de experimentarlo; y si pudiera continuar desempeñando su empleo hasta el fin de los siglos, seguiría siendo tan bueno como era entonces,