Al ver á este rapaz fué cuando comprendí por completo mi verdadera situación. Hasta aquel momento me había fijado tan sólo en las aventuras que me esperaban, pero no en el hogar que dejaba tras de mí. Así fué que, allí, en la presencia de aquel palurdo extraño, que iba á quedarse en mi lugar, al lado de mi madre, tuve irremediablemente mi primer ataque de lágrimas. Me sospecho que aquel día hice rabiar más de lo conveniente á aquel pobre chico que, siendo nuevo en el oficio, me ofreció mil oportunidades que yo aproveché para corregirle lo que hacía y para humillarlo cuanto pude.
Pasó la noche, y al día siguiente, después de la comida, Redruth y yo salimos, de nuevo á pie, por el camino real. Dije adiós muy conmovido á mi madre, á la caleta en que había vivido desde que nací, á aquel viejo y querido “Almirante Benbow” que, sin embargo, me parecía menos querido desde el instante en que ya lo había tocado la mano profana del pintor. Una de las últimas cosas en que pensé fué en el Capitán que tan frecuentemente salía á vagar á lo largo de la playa con su sombrero volándole sobre la espalda, con su gran cuchilla colgada bajo la blusa y su enorme anteojo de larga vista bajo el brazo. Un instante después, ya habíamos volteado tras el ángulo de las rocas, y mi hogar y sus contornos habían desaparecido.
La tartana del correo nos recogió, al oscurecer, en el Royal George hacia el brezal. Se me incrustó en el coche aquel entre un viejo gordo y mi amigo Redruth, y á pesar del desapacible movimiento y del aire frío de la noche, debo haber cabeceado bonitamente desde un principio, y en seguida entregándome á un sueño de lirón, lo mismo de subida que de bajada, y estación tras de estación, porque cuando concluí por despertar, lo hice gracias á una insinuación poco amable que sentí por el costado. Abrí entonces los ojos y me encontré con que nos acabábamos de detener frente á un grande edificio en la calle de una ciudad y que era ya perfectamente de día, desde hacía mucho tiempo.
– ¿En dónde estamos?, pregunté.
– En Brístol, dijo Tom, bájate ya.
El Sr. Trelawney había sentado sus reales en una posada cerca de los muelles, para vigilar por sí mismo los trabajos en la goleta. Para ella teníamos que enderezar nuestro rumbo inmediatamente y, con gran contentamiento mío, nuestro camino iba á lo largo de todos los muelles y, por consiguiente, al lado de una verdadera multitud de barcos de todos tamaños, de todas nacionalidades y de todos los aparejos imaginables.
En uno, los marineros cantaban alegremente mientras trabajaban: en otro se veían hombres suspensos allá muy arriba, sobre mi cabeza, asidos solamente de cuerdas que no parecían más gruesas que las hebras de una telaraña. Aunque toda mi vida la había yo pasado en la playa, me parecía que hasta entonces era cuando conocía el mar verdaderamente. El olor penetrante del alquitrán y la sal eran para mí una novedad. Veía las más extrañas y maravillosas cabezas que jamás han cruzado sobre el océano. Veía, además, muchos viejos marinos con arracadas en las orejas y con sus patillas rizadas en bucles; y los más ostentando sus embreadas coletas sobre la espalda, y marchando todos ellos con ese paso cimbrador propio de los marineros. Puede creérseme que si hubiera visto otros tantos reyes ó arzobispos juntos no me hubiera deleitado más de lo que lo estaba en aquellos momentos.
¡Y yo… yo mismo iba también á hacerme á la mar; iba á penetrar á una goleta con su contramaestre mandando la maniobra con su silbato, con sus marinos de trenza, cantando al compás de las ondas; y todos navegando en pos de una isla desconocida, en busca de tesoros enterrados!
Todavía iba yo gozando con este ensueño delicioso cuando de repente nos detuvimos frente á una gran posada y nos encontramos con el caballero Trelawney, ya muy vestido y aderezado como un oficial de á bordo, con un traje de grueso paño azul, saliendo, á la sazón, á la puerta de la posada, con una expresión sonriente en todo su semblante, y con una perfecta imitación del andar contoneado de un marinero.
– ¡Vamos! ya están aquí Vds., dijo. El Doctor ha llegado anoche de Londres. ¡Bravísimo! ¡La compañía de nuestro buque está completa!
– ¡Oh! señor, exclamé yo, ¿y cuándo zarpamos?
– ¿Zarpar?, me contestó, ¡mañana sin falta!
CAPÍTULO VIII
LA TABERNA DE “EL VIGÍA.”
EN cuanto que hube almorzado, el Caballero me dió una carta dirigida á John Silver, á su taberna de “El Vigía” y me dijo que me sería muy fácil encontrarla, siguiendo la línea de los muelles y estando alerta para cuando viese una pequeña taberna con un anteojo marino de larga vista, por enseña. Lancéme afuera sin dilación todo alborozado con esta nueva oportunidad que se me presentaba de observar más atentamente y más de cerca todos aquellos buques y marineros, y tomé mi derrotero, en consecuencia, por enmedio de una verdadera masa de gentes, carromatos y bultos de mercancías, por ser aquella la hora de mayor quehacer y tráfico en los muelles, hasta que dí, al fin, con la taberna en cuestión.
Era ella, á la verdad, un sitio de solaz bastante aceptable. La enseña estaba recién pintada; las ventanas tenían flamantes cortinas rojas y los pisos aparecían cuidadosamente enarenados. El establecimiento hacía esquina, teniendo una puerta para cada calle, abierta de par en par, lo que hacía que el salón bajo tuviese bastante aire y luz, á despecho de las nubes de humo de tabaco que salían de las bocas de los parroquianos. Eran estos, en su mayor parte, de la marinería del puerto y hablaban en voz tan alta que, al llegar, no pude menos que detenerme á la puerta, vacilante y casi atemorizado de entrar.
Estaba yo en espera del patrón, cuando un hombre salió de un cuarto de al lado del salón, y á la primera ojeada tuve la seguridad de que aquel no era otro que John Silver. Su pierna izquierda había sido amputada desde la cadera, y bajo el brazo izquierdo se apoyaba en una muleta que manejaba con la más increíble destreza, saltando sobre ella con la agilidad de un pájaro. Era muy alto y fuerte, con una cara tan grande como un jamón, rasurada y pálida, pero inteligente y risueña. No cabía duda en que estaba, á la sazón, del mejor humor del mundo, silbando alegremente mientras pasaba por entre las mesas, y soltando, á cada paso, una broma graciosa ó dando una palmadilla familiar sobre el hombro á cada uno de sus parroquianos favoritos.
Ahora bien, si he de decir la verdad, confesaré que, desde la primera mención que el Caballero hacía en su carta, de John Silver, comencé á temer interiormente que este no fuese otro que el “marinero de una sola pierna” por cuya temida aparición vigilé tanto tiempo en el “Almirante Benbow.” Pero me bastó la primera ojeada que eché sobre él para desvanecer mis temores. Yo había visto bien al Capitán, y á Black Dog, y al ciego Pew y creí que ya con eso me bastaba para saber lo que era ó debía ser un filibustero, es decir una criatura, según yo, bien distinta de aquel aseado, sonriente y bien humorado amo de casa.
Todo mi valor me vino inmediatamente; pasé el vestíbulo y me dirijí sin rodeos al hombre aquel, en el lugar mismo en que estaba en aquel momento, recargado en su muleta y conversando con un parroquiano.
– ¿El Sr. Silver?, pregunté tendiéndole la carta.
– Yo soy, chiquillo; ese es mi nombre á lo que parece. ¿Y tú quién eres? Y luego como viese la escritura del Caballero en el sobre de la carta, me pareció como que contenía mal un sobresalto involuntario.
– ¡Oh!, díjome en voz muy alta y ofreciéndome su mano, ahora comprendo, tú eres el pajecillo de cámara de la goleta, ¿no es verdad? Mucho gusto tengo de verte.
Y diciendo esto tomó la mía en su larga y poderosa mano.
Precisamente en aquel momento uno de los parroquianos que estaban en el lado más retirado, se levantó repentinamente y se precipitó fuera de la puerta que tenía muy cerca de sí, lo cual le permitió ganar la calle en un instante. Pero su precipitación me hizo fijarme en él y le reconocí á la primera ojeada. Era aquel mismo hombre de cara enjuta, á quien faltaban dos dedos en una mano y que fué una vez al “Almirante Benbow.”
– ¡Oh! grité yo, ¡deténganlo! ¡ese