Estaba ya formado el campamento, pero faltaba la artillería, que por el mal estado de los caminos aun no habia podido llegar. Entretanto mandó el Rey combatir los arrabales de la ciudad, los cuales fueron entrados despues de una lucha sangrienta de seis horas, y con pérdida de muchos caballeros muertos ó heridos, siendo entre éstos el mas distinguido, don Alvaro de Portugal, hijo del duque de Braganza. Se procedió entonces á fortificar los arrabales con trincheras y empalizadas, se puso en ellos una guarnicion competente, al mando de don Fadrique de Toledo, y se abrieron en derredor de la ciudad otras trincheras, con que se cortó enteramente la comunicacion de los sitiados con los pueblos del contorno. Para mayor seguridad de las recuas que traian los mantenimientos al real, se colocaron en los pasos de las montañas varios destacamentos de infantería; pero la aspereza de aquellos lugares favorecia de manera á los moros, que no fue posible impedir que hiciesen éstos salidas repentinas, en que arrebataban los convoyes, y cautivaban las personas, retirándose luego á sus guaridas con toda seguridad. Á veces, por medio de grandes fuegos encendidos en las cumbres de las montañas, se concertaba el enemigo con las guarniciones de las torres y castillos inmediatos, para atacar al campo de los cristianos, á quienes convenia por esto estar de continuo alerta y apercibidos para pelear.
Creyendo el Rey haber intimidado á los de Velez-málaga con la manifestacion de sus fuerzas, les dirigió una carta, ofreciéndoles condiciones muy ventajosas si desde luego capitulaban, y amenazando llevar la ciudad á sangre y fuego si persistian en defenderse. El portador de esta carta fue un caballero llamado Carvajal, que, poniéndola en la punta de una lanza, la entregó á los moros que estaban en la muralla, los cuales contestaron diciendo, que el Rey de Castilla era demasiado noble para llevar á efecto una amenaza semejante, y que ellos no se entregarian, porque no era posible llegase al campo la artillería, y porque estaban seguros de ser socorridos por el Rey de Granada.
Al mismo tiempo que esta noticia, recibió el Rey la de haberse juntado en Comares, lugar fuerte distante de alli dos leguas, las gentes de la Ajarquía, cuya sierra era capaz de proporcionar hasta quince mil hombres de pelea, y era la misma donde, al principio de la guerra, se habia hecho tan gran matanza de cristianos.
La situacion del ejército, desunido y encerrado en pais enemigo, no dejaba de ser peligrosa, y exigia la mayor disciplina y vigilancia. Asi lo entendió Fernando, haciendo publicar en los reales ciertas ordenanzas, por las que se prohibian los juegos, las blasfemias y las pendencias: las mugeres mundanas, y los rufianes que las acompañaban, fueron echados del campamento: ninguno habia de salir á las escaramuzas que los moros moviesen, sin licencia de su capitan, ni pegar fuego á los montes inmediatos; y el seguro concedido á cualquier pueblo ó individuo moro se habia de guardar inviolablemente. Estas ordenanzas, mandadas observar bajo penas muy severas, tuvieron tan buen efecto, que en medio de ser tan grande el concurso de varias gentes que alli habia, no se vió á nadie sacar armas contra otro, ni se oyó palabra, de que pudiese nacer escándalo.
Entretanto los guerreros de la serranía, reuniéndose en las cumbres de las montañas á la par de una tormenta que amenaza las llanuras, bajaron á las cuestas de Bentomiz, que dominaban el real, con intento de abrirse paso con las armas hasta la ciudad; pero un destacamento fuerte que se envió contra ellos, los arrojó de alli despues de un combate muy reñido, y se recogieron los moros á los lugares ásperos de la sierra, donde no se les pudo seguir.
Habian pasado ya diez dias desde que se asentó el real, y la artillería aun no habia llegado. Las lombardas y otras piezas de mayor calibre quedaron en Antequera, de donde no pudieron pasar por la fragosidad de los caminos: las demas, con muchos carros de municiones, llegaron, á duras penas, hasta media legua del campo; y los cristianos, animados con este refuerzo, se dispusieron á batir en forma las fortalezas de Velez-málaga.
CAPÍTULO II
En tanto que el estandarte de la cruz tremolaba delante de Velez-málaga, las facciones rivales del Albaicin y la Alhambra seguian afligiendo con sus disensiones á la infeliz Granada. La noticia de hallarse sitiada aquella plaza llamó al fin la atencion de los viejos y alfaquís, los cuales, dirigiéndose al pueblo, le representaron el peligro que á todos amenazaba. “¿Qué contiendas son estas, decian, en que aun el triunfo es ignominioso, y en que el vencedor oculta sonrojado sus heridas? Los cristianos están devastando la tierra que ganaron vuestros padres con su valor y sangre, habitan las mismas casas que éstos edificaron, gozan la sombra de los árboles que plantaron; y entretanto vuestros hermanos andan por el mundo desterrados y peregrinos. ¿Buscais á vuestro enemigo verdadero?.. acampado está en las alturas de Bentomiz. ¿Quereis ocasion en que mostrar vuestro valor?.. hallareis no pocas bajo los muros de Velez-málaga.”
Habiendo asi conmovido los ánimos del pueblo, se presentaron á los dos Reyes contrarios, á quienes dirigieron iguales reconvenciones. La situacion del Zagal era en extremo delicada: dos enemigos, uno de casa, otro de fuera, le guerreaban al mismo tiempo: si dejaba á los cristianos apoderarse de Velez-málaga, era consiguiente la perdicion del Reino: si salia á contenerlos, debia temer que Boabdil, en su ausencia, se levantase con el mando. En tal estado determinó concertarse con su sobrino, á quien hizo presente cuanto sufria la pátria por efecto de sus discordias, y cuán fácil seria habiendo union, remediarlo todo, y acabar de una vez con los cristianos, que de suyo se habian metido en la sepultura, sin que faltase mas que echarles la tierra encima: ofreció dejar el título de Rey, reconocer como tal á su sobrino, y pelear bajo su bandera; solo pedia que se le permitiese marchar al socorro de Velez-málaga, y castigar á los cristianos. Pero Boabdil, tratando de artificiosas estas proposiciones, las desechó con indignacion: “¿Cómo, dijo, he de fiarme de un traidor, que se ha ensangrentado en mi familia, y que ha buscado mi muerte por tantos modos y en tantas ocasiones?”
Quedó el Zagal confuso y despechado con esta repulsa; pero no habia tiempo que perder: los clamores del pueblo, que veia abandonadas al enemigo las mejores ciudades del reino, y el ardor de los caballeros de su corte, impacientes por salir al campo, exigian una pronta resolucion, y se decidió á marchar contra el enemigo. Poniéndose, pues, á la cabeza de una fuerza de mil caballos y veinte mil infantes, salió repentinamente una noche, y se dirigió por las montañas que se extienden desde Granada hasta Bentomiz, tomando los caminos menos transitados, y marchando con tal rapidez, que llegó á las alturas de este pueblo, antes que el Rey Fernando tuviese noticia de sus movimientos.
Alarmáronse los cristianos una tarde, viendo arder grandes hogueras en las montañas inmediatas á Bentomiz. Á la roja luz de las llamas se descubria el brillo de las armas y el aparato de la guerra, y se oia á lo lejos el sonido de los timbales y trompetas de los moros. Á los fuegos de Bentomiz respondian otros fuegos desde las torres de Velez-málaga, y el grito de, ¡el Zagal, el Zagal! resonaba de cerro en cerro, anunciando á los cristianos que el belicoso Rey de Granada campeaba en las alturas que dominaban al real. Iguales eran con este motivo la sorpresa del Rey de Castilla y el regocijo de los moros. El conde de Cabra, con su ardor acostumbrado, queria escalar aquellos cerros, y atacar al Zagal antes que pudiese formar su campo; pero no lo consintió Fernando por no exponerse á tener que levantar el sitio, y mandó que permaneciesen todos guardando sus respectivos puestos, sin moverse para buscar al enemigo.
Toda aquella noche ardieron los fuegos que coronaban las montañas. Al dia siguiente presentaban las cercanías de Bentomiz una escena marcial y pintoresca. Los rayos del sol naciente doraban los altos picos de la sierra, y deslizándose por la ladera abajo, caian de soslayo sobre las tiendas de los guerreros castellanos, dando á su blancura un realce singular, y mayor viveza á los colores de las banderetas con que se distinguian. El suntuoso pabellon del Rey descollaba sobre todo el campamento; y plantados en una eminencia, ondeaban al aire libre los estandartes de Castilla y de Aragon. Mas allá se descubria la ciudad, su encumbrado castillo, y sus fuertes torres, en que relumbraban las armas de los infieles; siendo remate de esta perspectiva el campamento moro, que guarnecia el perfil de la sierra, y que, á los resplandores del nuevo sol, se mostraba reluciente de armas, pabellones y divisas. Veíanse subir columnas de humo donde la noche anterior se habian encendido