Crónica de la conquista de Granada (2 de 2)
CAPÍTULO PRIMERO
Hasta aqui los sucesos de esta ilustre guerra, han sido principalmente una série de hazañas brillantes, pero pasageras, como correrías, cabalgadas, y sorpresas de lugares y castillos. Mas ahora se trata de operaciones importantes y detenidas, y del asedio formal y rendicion de las plazas mas fuertes del reino de Granada, cuya capital quedó asi aislada, y desnuda de los baluartes que la defendian.
Los grandes triunfos de los Reyes de Castilla habian resonado en el oriente, llenando de consternacion al Gran Señor, Bayaceto II, y al Soldan de Egipto; y estos príncipes, suspendiendo por entonces las sangrientas guerras que traian entre sí, entraron en una confederacion para defender la religion de Mahoma y el reino de Granada, contra el poder hostil de los cristianos. Á fin de distraer la atencion de los Soberanos, acordaron de enviar un armamento poderoso contra la isla de Sicilia, que pertenecia entonces á la corona de Castilla, y de expedir al socorro de Granada una fuerza considerable desde las costas vecinas del África.
Con la noticia que tuvieron de estos sucesos, resolvieron don Fernando y doña Isabel dirigir sus fuerzas contra los pueblos marítimos de Granada, y apoderándose de todos los puertos, privar á los moros de los auxilios que les pudieran venir de fuera. El punto que mas particularmente llamaba su atencion, era Málaga, por ser el puerto principal del reino, y el emporio de un comercio vasto que se hacia entre aquellas partes y las costas de la Siria y del Egipto. Por este conducto se mantenia tambien una comunicacion activa con el África, y se recibian de Tunez, Trípoli, Fetz y los demas estados Berberiscos, socorros pecuniarios, tropas, armas y caballos; por lo que se llamaba enfáticamente la mano y boca de Granada. Pero antes de poner sitio á esta formidable ciudad, pareció indispensable asegurarse de la de Velez-málaga y sus dependencias, que, por su proximidad á aquella, podria entorpecer las operaciones del ejército.
Para esta importante campaña fueron convocados nuevamente los grandes del reino, con sus gentes respectivas, en la primavera de 1487. La guerra que amenazaban las potencias del oriente despertó en los pechos generosos de aquellos caballeros un ardor extraordinario; y con tal celo acudieron al llamamiento de sus Soberanos, que en breve se juntó en la antigua ciudad de Córdoba un ejército de doce mil hombres de á caballo y cincuenta mil infantes, la flor de la milicia española, capitaneada por los caudillos mas valientes de Castilla. La noche anterior á la marcha de esta poderosa hueste hubo un terremoto, que estremeció la ciudad y llenó de espanto á sus moradores, principalmente á los que vivian cerca del antiguo alcázar de los Reyes moros, donde fue mayor el movimiento: y este suceso muchos lo tuvieron por presagio de alguna calamidad iminente, al paso que otros lo celebraron como anuncio de que el imperio de los moros iba á estremecerse hasta su centro1.
La víspera del Domingo de Ramos partió de Córdoba el Rey con su ejército dividido en dos cuerpos; en uno de los cuales puso toda la artillería, guardada por una buena escolta, y mandada por el maestre de Alcántara y Martin Alonso, señor de Montemayor. Se dispuso que marchase esta division por el camino mas llano, para que no faltase el forrage á los bueyes que llevaban la artillería. La otra division, que era el grueso del ejército, iba capitaneada por el Rey en persona, y se dirigió por las montañas, sin que le arredrasen las asperezas de un camino que á veces se reducia á una vereda, perdiéndose entre peñas y precipicios, y otras conducia al borde de una sima espantosa, ó á un torrente cuyas aguas, acrecentadas por las recientes lluvias, interceptaban la marcha del ejército. Para vencer en algun modo las dificultades del terreno, se envió delante al alcaide de los Donceles con cuatro mil gastadores, prevenidos unos de picos, palas y azadones, para allanar los caminos, y otros, de los instrumentos necesarios para construir puentes de madera en los arroyos, mientras que algunos tuvieron órden de poner piedras en los charcos para el paso de la infantería. Á don Diego de Castrillo se le despachó con alguna gente de á caballo y de á pié, para que tomase los pasos de las montañas, cuyos habitantes, por la ferocidad de su carácter, no dejaban de inspirar al ejército algun cuidado.
Despues de una marcha penosa por montañas tan agrias, que á veces no habia disposicion para formar el campamento, y con pérdida de muchos bagages, que rendidos de fatiga perecieron por el camino, llegaron felizmente á dar vista á la vega de Velez-málaga. Defendido por una cordillera de montañas, se extendia este delicioso valle hasta la ribera del mar, cuyos aires le refrescaban, al paso que le hacian fértil las aguas del rio Velez. Estaban los collados cubiertos de viñedos y olivares, lozanas mieses ondeaban en las llanuras, y numerosos rebaños pacian en las dilatadas dehesas. En torno de la ciudad se veia florecer los jardines de los moros, y blanquear en ellos sus pabellones por entre infinitos naranjos, cidros y granados, sobre los cuales descollaba la erguida palma, amiga de los climas meridionales y de un cielo benigno y puro.
En un extremo del valle, y á la falda de un cerro aislado, estaba fundada la ciudad de Velez-málaga, bien fortificada con torres y muros muy espesos. En lo mas alto del cerro habia un castillo poderoso é inaccesible por todas partes, que dominaba todo el pais circunvecino, y junto á los muros dos arrabales, defendidos con albarradas y grandes fosos. Contribuian á la seguridad de esta plaza las inmediatas fortalezas de Benamarhoja, Comares y Competa, guarnecidas por una raza de moros muy fuertes y belicosos, que habitaban aquellas montañas.
Al mismo tiempo que llegó el ejército cristiano á la vista de Velez-málaga, arribó á aquella costa la escuadra que mandaba el conde de Trevento, compuesta de cuatro galeras armadas, y de muchas caravelas con mantenimientos para el ejército.
Despues de reconocer el terreno determinó el Rey acampar en la ladera de una montaña, que es la última de una cordillera que se extiende hasta Granada. En su cumbre habia un lugar de moros muy fuerte, llamado Bentomiz, que, por su proximidad á Velez-málaga, se creyó podria proporcionar socorros á esta plaza. Á muchos de los generales pareció peligrosa la posicion escogida por el Rey, pues quedaba el campo expuesto á los ataques de un enemigo tan inmediato; pero Fernando resolvió conservarla, diciendo que asi cortaria la comunicacion entre el lugar y la ciudad, y que en cuanto al peligro, estuviesen sus soldados mas alerta para evitar una sorpresa. Salió, pues, el Rey á caballo con algunos caballeros, para distribuir las estancias, y despues de colocar cierta gente de á pié en un cerro que dominaba la ciudad, se retiró á su pavellon para tomar algun alimento. Sentado apenas á la mesa, sintió un alboroto repentino, y saliendo fuera, vió correr á sus soldados delante de una fuerza superior enemiga. Asiendo una lanza, y sin mas armas defensivas que su coraza, saltó Fernando á caballo, dirigiéndose con los pocos que le acompañaban al socorro de sus soldados. Éstos, que vieron venir en su auxilio al mismo Rey, cobraron aliento, y revolviendo contra los moros, los acometieron con denuedo. Llevado del ardor que le animaba, se metió Fernando por medio de los enemigos: un caballerizo que iba á su lado, fue muerto á los primeros tiros; pero antes que pudiera escapar el moro que le matára, le dejó el Rey atravesado con su lanza. Echó mano entonces á la espada, pero por mas esfuerzos que hizo, no pudo sacarla de la vaina; de manera que rodeado de enemigos, y sin armas con que defenderse, se halló el Rey en el mas iminente peligro. En esta hora crítica llegaron el marqués de Cádiz, el conde de Cabra y el adelantado de Murcia, con Garcilaso de la Vega y Diego de Ataide, los cuales, cubriendo al Soberano con sus cuerpos, le defendieron contra los tiros del enemigo. Al marqués de Cádiz mataron su caballo, y aun él mismo corrió gran riesgo; pero con la ayuda de sus valientes compañeros logró rechazar á los moros, persiguiéndolos hasta meterlos por las puertas de la ciudad.
Pasado este rebato, rodearon al Rey sus grandes y caballeros, representándole cuán mal hacia en exponer su persona en los combates, teniendo en su ejército tantos y tan buenos capitanes á quienes tocaba pelear; que mirase que la vida del príncipe era la vida de su pueblo, y que muchos y grandes ejércitos se habian perdido por la pérdida de su general; por lo que le suplicaban que en adelante les ayudase con la fuerza de su ánimo gobernando, y no con la de su brazo peleando. Á esto respondió el Rey confesando que tenian razon, pero que no le era posible mirar el peligro de sus gentes sin acudir á su socorro; cuyas palabras llenaron á todos de contento, pues veian que no solo les gobernaba como buen Rey, sino que les protegia como capitan valiente. Esta hazaña no tardó en llegar á los oidos de la Reina, haciéndola temblar el arrojo de su esposo, aun en medio