Amparo (Memorias de un loco). Fernández y González Manuel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Fernández y González Manuel
Издательство: Public Domain
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Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
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podía haberse reducido a estas dos palabras:

      «Sufro y espero.»

      Estas dos palabras son la historia del género humano.

      Sufrir y esperar.

      ¿Qué sufría aquella niña?

      La pobreza con todas sus consecuencias, acaso.

      ¿Qué esperaba?

      ¡Quién sabe lo que puede esperar una criatura!

      La muchacha era toda ojos: unos hermosísimos, rasgados y elocuentes ojos negros.

      Aquellos ojos se descataban de una manera enérgica, y parecían más grandes y más negros que lo que lo eran en realidad, sobre un semblante flaco, muy pálido, muy triste.

      A pesar de la tristeza de aquel semblante, los ojos sonreían, pero con la triste sonrisa de la resignación.

      Su mirada dilató mi alma, la hizo aspirar una pasión pura.

      Yo creo que fue compasión hacia aquella niña lo que me hizo sentir su mirada.

      Y a más de la compasión un no sé qué misterioso, que no era amor ni deseo porque ni deseo ni amor podía inspirarme aquella pobre criatura.

      Sin embargo, han pasado doce años desde que la vi la primera vez, y aún no he podido olvidar su primera mirada.

      Me sonrío con ella como se sonríe a un hermano querido.

      Me dio paz con su mirada en el alma.

      Han caído dos lágrimas sobre el papel.

      Siempre que las lágrimas asoman a mis ojos tiemblo de miedo.

      Porque cuando mis ojos se arrasan, me sobreviene al poco tiempo uno de esos horribles ataques, en que no pudiendo resistir lo íntimo del dolor de mi corazón, grito y me revuelco, y me destrozo: y entonces vienen las ligaduras y el lecho de tormento y el horrible casco de nieve.

      ¡Me creen loco!

      Es necesario pues olvidar, procurar olvidar; secar las lágrimas y esconder estas memorias.

      La miré frente a frente, y ella me miró durante algunos segundos con una curiosidad infantil.

      – Encienda usted, caballero, me dijo, levantando su farol y abriéndole.

      Encendí mi cigarro.

      Luego volví a mirar a la traperita que cerró el farol y se puso a rebuscar de nuevo con su gancho.

      Yo, no sé por qué, permanecía inmóvil junto a ella.

      – ¿Cuánto ganas buscando trapos? la dije.

      – Según: me contestó: diez cuartos, doce, dos reales. Antes se ganaba más; pero ahora… hay muchos traperos y pocos trapos.

      – ¿Y no tienes más oficio que éste?

      – No señor.

      – ¿Y con diez cuartos te mantienes?

      – Como pan unos días, y otros pan y queso. Además, la señora Adela gana otro tanto.

      ¡La señora Adela! Aquel calificativo antepuesto a un nombre hasta cierto punto aristocrático, causó en mí un efecto inesplicable.

      – ¿Quién es la señora Adela? la pregunté.

      – Es una mujer que me ha criado.

      Y al pronunciar estas palabras, creí notar en su entonación algo de doloroso, algo de impaciente, algo que revelaba que no era la señora Adela lo mejor del mundo para la traperita.

      Comprendí que tenía delante una pobre existencia necesitada de amparo.

      Nunca mi hastío de la vida llegó hasta el punto de hacerme indiferente a las desgracias ajenas.

      Metí la mano en mi bolsillo y saqué una moneda.

      Era una onza.

      Yo había pensado darla un napoleón.

      Sin embargo, alargué la mano hacia la niña y la entregué la onza.

      La chica la tomó, probó su peso y se puso gravemente seria.

      – ¡Gracias, caballero! me dijo, devolviéndome la onza. Me basta con lo que gano.

      Y se puso de nuevo a revolver y a buscar, guardando un profundo silencio, y visiblemente contrariada.

      – ¿Por qué no has tomado ese dinero? la dije.

      La muchacha no contestó.

      Me obstiné, y entonces, alzándose con una dignidad y una firmeza supremas, me dijo:

      – Si no sigue usted su camino, caballero y me deja en paz, llamaré al sereno.

      A tal arranque tomé mi partido: arrojé la onza en la cesta de la muchacha, y me alejé.

      – Por favor, caballero, me dijo corriendo tras de mí y con acento entre suplicante y colérico: usted está equivocado y tira su dinero. Créame usted: tome usted su onza: yo le doy las gracias y… no hablemos más.

      – ¿Y de qué modo puedo yo hacer para favorecerte? dije volviendo y tomando la onza.

      – Dios me favorecerá; esté usted seguro de ello. Dios y…

      La muchacha calló, tembló y fijó una mirada ansiosa en el fondo de la calle.

      Guiado por su mirada, miré y vi otra trapera que se acercaba.

      – ¡La señora Adela! exclamó la muchacha, y se puso con un ardor febril a su interrumpido trabajo, mientras Mustafá gruñía sordamente.

      Tardó poco en llegar una mujer harapienta, alta, huesosa, como de treinta y cinco a cuarenta años, que fijó en mí una mirada insolente.

      – ¿Qué quiere este caballero? preguntó con acento de amenaza a la pobre niña.

      – Me ha pedido fuego para un cigarro, contestó temblando la traperita.

      Yo creí deber atajar la conversación.

      – ¿Es usted la señora Adela? la dije.

      – Sí, señor: ¿qué se le ofrece a usted? contestó secamente.

      – Necesito hablar con usted a solas.

      – ¡Ah! ¡Necesita usted hablarme! Pues vamos.

      Y se puso en marcha.

      Noté que la traperita arrojaba sobre aquella mujer y sobre mí, una mirada llena de ansiedad.

      Seguimos la señora Adela y yo a lo largo de la calle, y nos detuvimos a la puerta de uno de esos cafetines, asilos de tahúres y vagos, cuya puerta se cierra a la hora prescrita en los bandos, pero que se abre durante toda la noche a todo el que llega.

      Llamé, abrieron, y la señora Adela y yo entramos.

      Nos sentamos junto a una mesa, y la trapera pidió aguardiente.

      Entonces, a la luz de un mechero de gas inmediato, pude observar ciertos rasgos de distinción degradada en el semblante angular y huesoso de aquella mujer: del mismo modo, no era difícil comprender que aún era joven; que si parecía vieja, lo debía a excesos, y que en otro tiempo debió ser notablemente hermosa.

      Sus manos, ese indudable signo, por el que se conocerá siempre a una persona distinguida, eran aún bellas: su mirada altiva y fija.

      Estaba, pues, metido en una verdadera aventura.

      – Me parece que adivino de lo que quiere usted hablarme; – me dijo mirándome con una extraña fijeza; y sin dejarme tiempo para contestar añadió: – sin duda se trata de Amparo.

      – ¡Se llama Amparo!

      – Y es una hermosa muchacha: está flaca y sobre todo mal vestida; pero con un mes de buen trato…

      – ¡Y usted la vendería, la dije con repugnancia sin dejarla concluir.

      – Hoy todo se compra y se vende, me contestó con sarcasmo: se vende el amor, se vende la amistad.

      – ¡Y