Amparo (Memorias de un loco)
EPÍLOGO
He pasado de los treinta años, funesta edad de tristes desengaños, que dijo Espronceda.
Me he arrancado mi primera cana.
La experiencia se ha encargado de arrancarme una a una todas mis ilusiones, o por mejor decir de secar todas mis creencias.
Hoy sólo tengo dos:
Creo en un Dios incomprensible.
Creo que la vida es un sueño
La primera verdad la ha dicho la Biblia.
La segunda la ha dicho Calderón.
Si alguien dijo la primera antes que la Biblia;
Si alguien dijo la segunda antes que Calderón, quede sentado que yo no conozco fuera de aquel admirable libro y de aquel admirable poeta, al o a los que haya o hayan dicho aquellas dos verdades.
Lo que yo sé decir, por experiencia propia, es que nadie cree las verdades hasta que se las hace conocer la experiencia.
La experiencia, en general, tiene una manera muy dura de dar a conocer las verdades.
Si se nos permite que supongamos que la vida es un camino sobre el cual marchamos con los ojos vendados, se nos permitirá también suponer que la experiencia es un poste colocado en medio de nuestro camino, hacia el que marchamos a ciegas, y contra el cual nos rompemos las narices.
Pero en cambio, y por mucho que el golpe nos haya dolido, encontramos una verdad que no conocíamos;
El reverso de una medalla;
La antítesis de una bella idea;
El interior de un sepulcro blanqueado;
Sarcasmo y podredumbre.
De lo que se deduce que: costándonos el conocimiento de cada verdad una contusión, y siendo infinitas las verdades que nos obligan a descubrir las ilusiones que debemos a nuestro amor propio, un hombre no puede llegar a tener experiencia, sin encontrarse completamente descoyuntado.
Un hombre lleno de experiencia es un árbol muerto, metafóricamente hablando, contra el cual zumba desapiadadamente el huracán de las pasiones, valiéndonos de otra metáfora.
Y sin embargo de que, y continuamos en el estilo metafórico, ya no tiene ni frutos ni hojas que el huracán pueda arrancarle, le arranca las extremidades de las ramas secas.
Después viene el rayo y le hace trizas.
Después la lluvia del invierno le pudre.
¿Dónde estaba el hermoso árbol?
Hasta sus raíces se han podrido.
Ese árbol no ha existido.
Ha sido un hermoso sueño de primavera.
Una horrible pesadilla de verano.
Sí; Dios que ha hecho su criatura para que sea destruida, es incomprensible.
La vida que pasa sin dejar tras sí vestigio alguno es un sueño.
Quede sentado que la Biblia es un gran libro;
Que Calderón era un gran poeta;
Y que yo soy lo que quieran mis lectores que sea.
Esto escribía yo una noche que no tenía sueño.
Eran las tres.
Estaba en calzoncillos blancos y tenía frío.
No tenía un cuarto y estaba desesperado.
Un viejo reloj de pared me dejaba oír un monótono tic-tac.
El ruido de un péndulo cuando se está en cierta disposición de ánimo, es un ruido que crispa los nervios.
No sé a quien he oído decir que el cólera morbo es una enfermedad nerviosa.
De modo, que cuando no se tiene sueño, cuando no se tiene dinero, y se tiene frío, y se oye el tic-tac de un péndulo, en medio del silencio de la noche, se está muy expuesto a ser un caso.
Por lo mismo, y cediendo a un laudable sentimiento de conservación propia, voy a meterme de nuevo en la cama y a buscar la vida en el sueño.
Porque, si la vida es sueño, el sueño debe ser vida.
Y esto es tan exacto, como que, si la vida del hombre son las ilusiones, nada más comparable a la vida que el hermoso sueño de un sediento que cree estar echado de bruces sobre una fuente cristalina;
O el de un pobre que cuente oro;
O el de un enamorado que besa y devora a una mujer hermosa;
O el de un diputado de la oposición que se mete debajo del brazo una cartera;
O el de un hambriento que come en la fonda del Cisne.
(Entre paréntesis: la fonda del Cisne es de un amigo mío, y puedo recomendarle cualquiera de mis lectores, para que en un cubierto de a duro le ponga un plato más.)
Me he metido en la cama, pero no he conseguido dormirme.
La realidad huye de mí: el sueño me persigue.
Soñemos, ya que no podemos vivir.
Soñemos escribiendo.
Escribir es muy fácil, sobre todo cuando se escribe mal.
Por eso tenemos en España tantos literatos;
Y tantos poetas;
Y tantos periodistas;
Y tantos sabios.
Esto consiste en que en España todos estamos aburridos, o tenemos frío o hambre, y nos distraemos escribiendo.
También es cierto que son muy pocos los que se distraen leyéndonos.
Por eso en España los escritores no tenemos un cuarto.
Hay diez musas.
O por mejor decir, no hay diez musas sino una.
Antes había nueve.
La una, que las ha matado, es una musa horrible que vive de dar muerte.
Esa musa es el Hambre.
El hambre es la musa de los españoles.
¿Quién dijo esto? ¿Quién lo dijo?
Venturita.
No señor: don Ventura.
Aun no señor: el excelentísimo señor don Ventura de la Vega.
El que abandona a César por el Marqués de Caravaca;
La tragedia por la zarzuela;
La fama por el dinero.
Bien sabía Vega lo que se decía cuando dijo que la musa diez era el hambre.
Nosotros hemos dicho que el hambre es la musa única de los españoles.
Y si no, ¿quién les inspiró la revolución de julio?
Porque una revolución no es otra cosa que una poesía diabólica, para producir, la cual es necesario que a todo un pueblo se le calienten los cascos.
¿Quién fue, pues, la musa que inspiró al pueblo de Madrid aquella sinfonía infernal de los tres días y aquel poema berroqueño en quince cantos de las barricadas?
Fue la libertad.
Sí, señor: pero la libertad en su sentido real, tangible y comestible: el deseo de comer libremente.
¿Quién inspiró tantas cosas inspiradas como se dijeron y se escribieron?
La necesidad de comer.
Es verdad que no hemos comido tanto como esperábamos: que el banquete no ha correspondido al programa… pero…
Se conoce que estoy de muy mal humor, en que he ido a meterme con botas y espuelas bajo la jurisdicción o en la jurisdicción del señor fiscal de imprenta.
Por lo mismo, y para evitar una cornada, tomemos de nuevo el olivo de la bella literatura.
Esto