Si la IGUALDAD es aquel grado de semejanza necesaria para el fin á que se destinan las cosas ó las personas que se comparan, la DESIGUALDAD será aquel grado de diferencia por el cual las cosas ó las personas no puedan servir igualmente al mismo fin.
El origen de la desigualdad del hombre, que es la que nos proponemos estudiar, está en la naturaleza, entendiendo por naturaleza del hombre no sólo su organismo físico, sus necesidades materiales y los medios de satisfacerlas, sino su sér completo, físico, moral é intelectual.
Sin dejarse llevar de la imaginación ó del espíritu de sistema afirmando acerca del hombre prehistórico lo que no puede saberse, cabe asegurar que los primeros hombres no eran iguales entre sí, en el sentido de ser idénticos, ni aun tenían todos aquel grado de semejanzas en virtud del cual sirvieran igualmente á cuantos fines pudiesen proponerse en la sociedad más ruda.
Para evitar equívocos convendrá consignar que entendemos por hombre un viviente físicamente organizado en lo esencial, como lo están los hombres de hoy: intelectualmente, capaz de distinguir el bien del mal; y moralmente, con poder de elegir y realizar el uno ó el otro. El que no tenga estas condiciones podrá ser hombre para el naturalista, pero no lo es para el que se ocupa de ciencias morales y políticas.
Entre los primeros hombres los habría deformes, feos, débiles, enfermizos, y bien constituídos, bellos, fuertes, robustos; estas desigualdades físicas, por ser las más perceptibles y las más importantes entre hordas salvajes, no serían las únicas; individuos habría más resueltos para buscar el peligro, más firmes para arrostrarle, más circunspectos, más valerosos, más astutos para triunfar en la lucha continua que era condición de existencia. Que entre ellos había desigualdades se comprende desde luego observando que existen hasta entre los animales, y más á medida que ocupan un lugar más elevado en la escala. Entre los domésticos, que son los que conocemos un poco mejor, podemos notar diferencias de belleza, de fuerza, y hasta de inteligencia y de carácter; no se concibe, pues, que dejen de existir entre los hombres, ni se ha encontrado sociedad por ruda que sea en que algunos no se distinguieran de los otros, ya fuese por elevarse, ya por no llegar al nivel común. No hay pueblo sin jefe, ni donde la tradición no recuerde algunas personas distinguidas. Que se los suponga venidos de remotas regiones ó descendientes de los dioses, es lo cierto que se conserva el recuerdo de hombres que no eran iguales á los otros, que inventaron artes útiles, llevaron á cabo heroicas hazañas ó las cantaron.
Por rudo que sea el hombre primitivo, por decisivas que sean para él las inferioridades y superioridades físicas, también le importan en cierta medida, al menos, las intelectuales, porque además de la fuerza muscular necesita alguna inteligencia á fin de utilizarla. Un genio enfermizo no tendría autoridad en un pueblo bárbaro, pero tampoco un atleta imbécil.
Por todo lo que pensamos, observamos y sabemos, donde quiera que hay sociedad de hombres se notan en ellos desemejanzas bastante marcadas para que sean calificadas de desiguales, ya se compare su fuerza, ya su inteligencia. Estas diferencias son necesarias, sin que puedan evitarlas aquellos á quienes perjudican, ni conseguirlas aquellos á quienes favorecen. No depende de nadie nacer feo ó hermoso, enfermo ó robusto, limitado ó inteligente; todas estas desigualdades naturales son también fatales.
Aunque sea de paso, debemos advertir que decimos fatal en el sentido de inevitable, no en el de ciego y menos de injusto. En cualquiera época que estudiemos á los hombres hallamos desigualdad natural entre ellos, lo cual en parte se explica como necesario á la sociabilidad, y en parte no. En todo estudio se llega á un non plus ultra; se encuentra lo desconocido, lo inexplicable, que unos dan por explicado sin estarlo, otros llaman misterio, y otros absurdo ó injusticia: nosotros somos de los que le llamamos misterio. Le hay en la desigualdad congénita de los hombres; cuando es, será porque debe ser; pero aun los que no vean en ella la justicia divina, no pueden negarse á la evidencia de que está en la naturaleza humana. Providencial ó fatal, es innegable la desigualdad de los hombres de todos los tiempos y lugares; y cualquiera que sea el grado de su cultura, ésta modifica, no destruye el hecho primitivo de las grandes diferencias individuales.
Pero el hombre no es sólo un organismo físico, un conjunto de facultades intelectuales, sino también un sér moral; además de bello ó feo, endeble ó fuerte, limitado ó inteligente, puede ser bueno ó malo, y el serlo depende de él, de él solo; no hay aquí fatalidad; todo el que hace mal, si está en su cabal juicio, es porque quiere hacerlo. En cualquier lugar donde existen hombres los hay malos y buenos, peores y mejores; toda colectividad que tiene recuerdos, conserva la memoria de bondades ejemplares, de virtudes á toda prueba, de abnegaciones sin límites, al propio tiempo que necesita reprimir hechos atentatorios al orden y que, si se generalizasen, harían imposible la sociedad. El excepcionalmente bueno y el excepcionalmente malo, el que se reverencia con amor y el que se persigue con odio, el justo y el delincuente, son los extremos de la desigualdad moral, cuyos intermedios varían al infinito. Pero si las diferencias físicas é intelectuales se reciben, las morales se crean, su origen está en la libertad del hombre, en su voluntad recta ó torcida.
Son tres los elementos (físico, intelectual y moral) que entran en la desigualdad; de los dos primeros no se dispone, del último sí, y con él puede reaccionar de tal modo sobre los otros que venga á ser preponderante en vez de estar supeditado. ¿Quién no conoce personas que por falta de moralidad han destruido un físico fuerte, y otras delicadas que se han fortalecido con la constancia en un buen régimen que no es posible sino á los que tienen buena conducta? Por donde quiera se ven ejemplos de ventajas conseguidas respecto á los que nacieron mejor dotados, de desigualdades físicas invertidas por la moralidad ó la falta de ella; de modo que en muchos casos, aun aquellas dotes que parecen recibidas fatalmente, pueden conquistarse con la voluntad recta y perderse con la voluntad torcida; lo último, sobre todo, es indefectible; la organización más privilegiada no resiste al desorden y al vicio, que no tarda en rebajar á los que la Naturaleza había elevado al nacer.
Aunque no tan grande como la robustez, la belleza es una gran ventaja que está muy desigualmente distribuída. ¿Pero puede conservarse la belleza que se recibe sin la moralidad de que se dispone? ¿Cuánto tiempo dura la belleza del hombre crapuloso, de la mujer liviana, del malvado, en cuyo rostro contraído no tardan en reflejarse sus pensamientos siniestros? Poco dura, fugaz es, y ellos muy pronto inferiores, aun estéticamente considerados, á los que tienen la hermosura del alma. El efecto útil de la belleza para el que la tiene, es la impresión que produce. ¿Y quién no sabe que esta impresión depende muchas veces menos de las dotes físicas recibidas que de las morales consecuencia de la voluntad? ¿Quién no conoce personas que no son hermosas, y hasta que son feas, pero que, no obstante, agradan, son simpáticas, porque la dulzura del carácter, la bondad del corazón, la paz del espíritu, la rectitud de la conciencia, se revelan en el rostro, cuyo atractivo no está en las formas, ni en el color, sino que es un reflejo de la belleza del alma? Son feos porque quieren, decía uno con gran asombro de los que no comprendían cuanta verdad hay en esta frase; variándola un poco, diciendo: – son desagradables porque quieren – puede sostenerse su exactitud, porque el que tiene voluntad de ser bueno lo es, y siéndolo, no habrá en su aspecto exterior nada repulsivo, y, por el contrario, tendrá siempre algo que agrada y atrae.
De otras desventajas físicas triunfa también la voluntad fortaleciendo con el ejercicio órganos débiles y utilizando con la perseverancia aptitudes que sin ella habrían sido inútiles.
En el orden intelectual aparece aún mucho mayor el poder de la voluntad; y aunque no sea absolutamente cierto, como se ha dicho, que el genio es la paciencia, es decir, la perseverancia, es decir, la voluntad, sin ella muy firme no hay genio. Nadie nace genio. Pueden recibirse al nacer facultades superiores; pero si no se cultivan, se atrofian, sucumben en germen por falta de una voluntad firme y recta.
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