Cuando anclaban en puertos de pesca abundante, acometía la magna obra de guisar un arroz abanda. Los marmitones llevaban á la mesa del capitán la olla donde habían hervido los pescados mantecosos, revueltos con langostas, almejas y toda clase de mariscos. El se reservaba el honor de ofrecer la gran fuente con su pirámide de arroz dorado y suelto.
Hervido aparte (abanda), cada grano estaba repleto del suculento caldo de la olla. Era un arroz que contenía en sus entrañas la concentración de todas las substancias del mar. Como si cumpliese una ceremonia litúrgica, iba entregando medio limón á cada uno de los que ocupaban la mesa. El arroz sólo debe comerse luego de humedecerlo con este rocío perfumado, que evoca la imagen de un jardín oriental. Únicamente desconocían esta voluptuosidad los infelices de tierra adentro, que llaman á cualquier rancho arroz á la valenciana.
Ulises asentía á las reflexiones del cocinero, llevándose á la boca la primera cucharada con gesto interrogante… Luego sonreía, sumiéndose en gastronómica embriaguez. «¡Magnífico, tío Caragòl!» Su buen humor le hacía afirmar que los dioses sólo se alimentaban con arroz abanda en su hotel del Olimpo. Lo había leído en los libros. Y Caragòl, presintiendo en esto un elogio, contestaba gravemente: «Así es, mi capitán.» Tòni y los otros oficiales masticaban con la cabeza baja, interrumpiéndose únicamente para lamentar que el viejo se hubiese quedado corto al medir la ambrosía.
El aceite era para él tan precioso como el arroz. En la época de la navegación miserable, cuando el capitán hacía esfuerzos por conseguir nuevos ahorros, Caragòl vigilaba especialmente la gran alcuza de su cocina. Sospechaba que los marmitones y los marineros jóvenes se atusaban el pelo para hacer el majo empleando el aceite como pomada. Toda cabeza que se ponía al alcance de su vista turbia la sujetaba entre sus brazos, llevando á ella las narices. El más lejano perfume del licor de oliva despertaba su cólera. «¡Ah, lladre!…» Y dejaba caer su manaza enorme, blanda y pesada como un guantelete de esgrima.
Ulises le creía capaz de subir al puente declarando que la navegación no podía continuar por haberse agotado los odres del líquido color de amatista procedente de la sierra de Espadán.
Sus ojos cegatos reconocían inmediatamente en los puertos la nacionalidad de los buques que fondeaban á ambos costados del Mare nostrum. Su nariz sorbía con tristeza el ambiente. «¡Nada!…» Eran barcos insípidos, barcos del Norte, que hacían su comida con manteca: tal vez barcos protestantes.
Otras veces avanzaba por la borda con lentitud, siguiendo un rastro embriagador, hasta que se colocaba enfrente de la cocina del buque vecino, aspirando su rico perfume. «¡Hola, hermanos!…» Imposible equivocarse. Eran españoles; y si no, procedían de Marsella, de Génova ó de Nápoles; en suma, compatriotas que comían y vivían bajo todas las latitudes lo mismo que si estuviesen en su pequeño mar interior. Pronto se entablaban pláticas en el idioma mediterráneo, mezcla de español, de provenzal y de italiano inventada por los pueblos híbridos de la costa de África, desde Egipto á Marruecos. Unas veces se enviaban presentes como los que se cruzan entre tribu y tribu: frutos del lejano país. Otras, enemistados de pronto sin saber por qué, avanzaban los puños sobre las bordas, gritándose insultos en los que reaparecían metódicamente, á cada dos palabras, la Virgen y su santo hijo.
Esta era la señal para que el tío Caragòl, alma religiosa, volviese con altivo silencio á su cocina. Tòni, el segundo, se burlaba de sus entusiasmos devotos. La gente de proa, materialista y tragona, le escuchaba en cambio con deferencia, por ser él quien medía el vino y los mejores bocados. El viejo les hablaba del Cristo del Grao, cuya estampa ocupaba el sitio más visible de la cocina, y todos oían como un relato nuevo la llegada por el mar de la santa imagen, tendida sobre una escalera, dentro de un buque que se hizo humo luego de soltar su milagroso cargamento.
Había sido esto cuando el Grau no era mas que un grupo de chozas lejos de las murallas de Valencia y amenazado por los desembarcos de los piratas moros. Durante muchos años, Caragòl había sacado en hombros y descalzo la sagrada escalera el día de la fiesta. Ahora, otros hombres de mar disfrutaban de tal honor, y él, viejo y cegato, aguardaba entre el público de la procesión para lanzarse sobre la enorme reliquia, pasando sus ropas por la madera.
Todo cuanto llevaba encima estaba santificado por dicho contacto. En realidad, no era gran cosa, pues andaba por el buque ligero de ropa, con el impudor de un hombre que ve mal y se considera más allá de las preocupaciones humanas.
Una camisa con el faldón siempre flotante y unos pantalones de sucio algodón ó de bayeta amarilla, según las estaciones, eran su vestimenta. El pecho de la camisa estaba abierto en todo tiempo, dejando ver un matorral de pelos blancos. Los pantalones se sostenían invariablemente con un solo botón, y cuando el viento levantaba la camisa, salía á la luz un nuevo triángulo peludo y blanco, con el vértice hacia arriba, que era continuación del triángulo enmarañado del pecho, con el vértice hacia abajo. Un sombrero de palma cubría su cabeza hasta cuando trabajaba en sus cacerolas.
El Mare nostrum no podía naufragar ni sufrir daño alguno mientras le llevase á él. En días de tormenta, cuando las olas barrían la cubierta de proa ó popa y los marineros avanzaban recelosos, temiendo que se los llevase un golpe de mar, Caragòl sacaba la cabeza por la puerta de la cocina, despreciando un peligro que no podía ver.
Las trombas de agua pasaban sobre él, yendo á apagar sus fogones, pero esto enardecía su fe. «¡Animo, muchachos!» El Cristo del Grao se ocupaba en protegerles, y nada malo podría ocurrirle al baque… Unos marineros callaban; otros, irritados, se hacían esto y aquello en la imagen y su santa escala, sin que el devoto se indignase. Dios, que envía los peligros al hombre de mar, sabe que sus malas palabras carecen de malicia.
Su religiosidad se extendía á las profundidades. Nada quería decir de los peces del Océano. Le inspiraban la misma indiferencia que aquellos buques fríos y sin perfume que ignoraban el aceite y todo lo guisaban con «pomada». Debían ser herejes.
A los peces del Mediterráneo los conocía mejor, y llegaba á tenerlos por buenos católicos, ya que proclamaban á su modo la gloria de Dios. De pie junto á la borda, en las tardes cálidas del Trópico, contaba, para honra de los habitantes del lejano mar, el portentoso milagro del barranco de Alboraya.
Un sacerdote vadeaba á caballo su desembocadura para llevar el Viático á un moribundo, cuando tropezó la bestia, y abriéndose el copón cayeron las hostias, siendo arrastradas por la corriente. Desde entonces brillaron todas las noches luces misteriosas en el mar, y á la salida del sol un enjambre de pececillos venía á situarse frente al barranco, emergiendo sus cabezas del agua para mostrar la hostia que cada uno de ellos llevaba en la boca. En vano quisieron los pescadores quitárselas. Huían mar adentro con su tesoro. Sólo cuando llegó el clero con cruz alzada y el mismo sacerdote se metió en el barranco hasta las rodillas, se decidieron á acercarse, y uno tras otro fueron depositando su hostia en el copón, retirándose luego, de ola en ola, moviendo graciosamente sus colitas.
A pesar de la vaga esperanza de un porrón de vino extraordinario que animaba á los más de los oyentes, un murmullo de incredulidad surgía al final del relato. El devoto Caragòl era iracundo y malhablado como un profeta cuando consideraba en peligro su fe. «¿Quién era el hijo de pulga que se atrevía á dudar de lo que él había visto?…» Y lo que él había visto era la fiesta de los peixets, que se celebraba todos los años, oyendo á doctísimos varones el relato del milagro en la capilla conmemorativa edificada al borde del barranco.
Este prodigio de los pescaditos iba