El otro tutor de su infancia, el vigoroso Tritón, permanecía insensible al paso de los años. Ferragut le encontró varias veces, al llegar á Barcelona, instalado en su casa, en sorda hostilidad con doña Cristina, dedicando á Cinta y á su hijo una parte del cariño que antes era sólo para Ulises.
Deseaba que el pequeño Esteban conociese la casa de los bisabuelos.
– ¿Me lo dejarás?… Ya sabes que allá en la Marina los hombres se hacen fuertes como el bronce. ¿De veras que me lo dejarás?…
Dudaba de su influencia ante el gesto indignado de la suave doña Cristina. ¿Confiar su nieto al Tritón, para que le infundiese el amor á las aventuras marítimas, lo mismo que á Ulises?… ¡Atrás, demonio azul!
El médico vagaba desorientado por el puerto de Barcelona… Demasiado ruido, demasiado movimiento. Marchaba al lado de Ulises orgullosamente, haciéndole relatar las aventuras de sus años de marino vagabundo y cosmopolita. Veía en él al más grande de los Ferragut: hombre de mar como sus abuelos, pero con título de capitán; aventurero de todos los océanos como él lo había sido, pero con un sitio en el puente, revestido del mando absoluto que confieren la responsabilidad y el peligro.
Al reembarcarse Ulises, se alejaba el Tritón hacia sus dominios.
– Será la próxima vez – decía para consolarse al partir sin el hijo de su sobrino.
Y pasados unos meses reaparecía, cada vez más grande, más feo, más curtido, con una sonrisa silenciosa que estallaba en palabras ante Ulises, lo mismo que una nube tempestuosa estalla en truenos.
A la vuelta de un viaje al mar Negro, doña Cristina anunció á su hijo:
– Tu tío ha muerto.
La piadosa señora lamentaba cristianamente la desaparición de su cuñado, dedicándole una parte de sus rezos, pero insistió con cierta crueldad en el relato de su triste fin. No podía perdonarle su fatal intervención en el destino de Ulises. Había muerto como había vivido, en el mar, víctima de su temeridad, sin confesión, lo mismo que un pagano.
Otra herencia que caía sobre Ferragut… Su tío se había lanzado á nadar en una mañana asoleada de invierno, y no había vuelto. Los viejos de la costa explicaban á su modo el accidente: un desmayo, un choque con las rocas. El Dotor era aún vigoroso, pero los años no pasan sin dejar huella. Algunos creían en una lucha con un «cabeza de olla» ú otro pez carnívoro de los que cazan en las aguas mediterráneas. En vano los pescadores llevaron sus barcas por todas las angulosidades entrantes y salientes del promontorio, explorando las cuevas sombrías y los bajos fondos de cristalina transparencia. Nadie pudo encontrar el cadáver del Tritón.
Ferragut recordó el cortejo de Afrodita que el médico le había descrito tantas veces en las noches estivales, viendo á lo lejos las luces de los faros. Tal vez había tropezado con la alegre comitiva de las nereidas, uniéndose á ella para siempre.
Esta suposición absurda que Ulises formuló mentalmente, con incrédula y triste sonrisa, se repitió al mismo tiempo en el pensamiento simple de muchas gentes de la Marina.
Se negaban á creer en su muerte. Un brujo no se ahoga. Habría encontrado abajo algo muy interesante, y cuando se cansase de vivir en las verdes profundidades volvería nadando á su casa.
No; el Dotor no había muerto.
Y durante muchos años, las mujeres que seguían la costa al anochecer apresuraron el paso, persignándose, al distinguir en las aguas obscuras un madero ó un paquete de algas. Temían que surgiese de pronto el Tritón, barbudo, lúbrico, chorreante, volviendo de su correría por las misteriosas entrañas del mar.
IV. FREYA
El nombre de Ulises Ferragut empezó á ser famoso entre los capitanes de los puertos españoles. Las aventuras náuticas de su primera época entraban por muy poco en esta popularidad. Los más de ellos habían arrostrado mayores peligros, y si le apreciaban, era por el instintivo respeto que sienten los hombres enérgicos y simples ante una inteligencia que consideran superior. Sin otras lecturas que las de su carrera, hablaban con asombro de los numerosos libros que llenaban el camarote de Ferragut, muchos de ellos sobre materias que les parecían misteriosas. Algunos hasta hacían afirmaciones inexactas para completar el prestigio de su camarada:
– Sabe mucho… Además de marino, es abogado.
La consideración de su fortuna contribuía igualmente al aprecio general. Era accionista importante de la compañía naviera á la que prestaba sus servicios. Los compañeros calculaban con orgullosa exageración la riqueza de su madre, tasándola en millones.
Encontraba amigos en todo buque que ostentase á popa la bandera española, fuese cual fuese su puerto de origen y el regionalismo de sus tripulantes.
Todos le querían: los capitanes vascos, sobrios en palabras, rudos y de tuteo confianzudo; los capitanes asturianos y gallegos, enamoradizos y derrochadores, que desmienten con su carácter la avaricia y la tristeza de tierra adentro; los capitanes andaluces, que parecen llevar en su gracioso lenguaje un reflejo de la blanca Cádiz y sus vinos luminosos; los capitanes valencianos, que hablan de política en el puente, imaginando lo que podrá ser la marina de la futura República; los capitanes de Cataluña y de Mallorca, conocedores de los negocios tan á fondo como sus armadores. Siempre que les unía la necesidad de defender sus derechos, pensaban inmediatamente en Ulises. Ninguno escribía como él.
Los viejos pilotos venidos de abajo, hombres de mar que habían empezado su carrera en las barcas de cabotaje y á duras penas ajustaban sus conocimientos prácticos al manejo de los libros, hablaban de Ferragut con orgullo:
– Dicen que los del mar somos gente bruta… Ahí tienen á don Luis, que es de los nuestros. Pueden preguntarle lo que quieran… ¡Un sabio!
El nombre de Ulises les hacía titubear. Lo creían apodo, y no queriendo incurrir en una falta de respeto, habían acabado por transformarlo en don Luis. Para algunos de ellos, el único defecto de Ferragut era su buena suerte. Aún no se había perdido un buque mandado por él. Y todo buen marino que navega sin descanso debe tener en su historia una de estas desgracias para ser un capitán completo. Solamente los labradores no pierden barcos.
Cuando murió su madre, Ulises quedó indeciso ante el porvenir, no sabiendo si continuar su vida de navegante ó emprender otra completamente nueva. Sus parientes de Barcelona, mercaderes de ágil entendimiento para la evaluación de una fortuna, sumaban lo que habían dejado el notario y su esposa, y añadiendo lo de Labarta y el médico, casi llegaban á un millón de pesetas… ¿Y un hombre con tanto dinero iba á seguir viviendo lo mismo que un pobre capitán que necesita el sueldo para mantener á su familia?…
Su primo Joaquín Blanes, dueño de una fábrica de géneros de punto, le instó repetidas veces á que siguiese su ejemplo. Debía quedarse en tierra y emplear su capital en la industria catalana. Ulises era del país, por su madre y por haber nacido en la vecina tierra de Valencia. Se necesitaban hombres de fortuna y energía para que interviniesen en el gobierno. Blanes hacía política regionalista con el entusiasmo de un burgués que se lanza en aventuras novelescas.
Cinta no dijo una palabra para decidir á su esposo. Era hija de un marino y había aceptado ser la esposa de otro. Además, entendía el matrimonio con arreglo á la tradición familiar: la mujer dueña absoluta del interior de la casa, pero confiada en los asuntos exteriores á la voluntad del señor, del guerrero, del jefe del hogar, sin permitirse pensamientos ni objeciones sobre sus actos.
Fué Ulises el que adoptó por sí mismo la decisión de abandonar la vida de navegante. Trabajado por las sugestiones de sus primos, le bastó una pequeña disputa con uno de los directores de la casa armadora para ofrecer su renuncia, sin que lograsen hacerle retroceder los ruegos y explicaciones de los otros consocios.
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