Pasó, de golpe, de la cólera a una amabilidad sonriente, como si experimentase dulce sorpresa con la visita. Era un amigo de Bilbao, un aficionado entusiasta, partidario de su gloria. Esto era todo lo que podía recordar. ¿Pero el nombre? ¡Conocía a tantos! ¿Cómo se llamaba?… Lo único que sabía ciertamente era que debía tutearle, pues entre los dos existía una antigua amistad.
– Siéntate. ¡Qué sorpresa! ¿Cuándo has venío? ¿La familia güena?
Y el admirador se sentó, con la satisfacción de un devoto que entra en el santuario del ídolo, dispuesto a no moverse de allí hasta el último instante, recreándose al recibir el tuteo del maestro, y llamándole Juan a cada dos palabras, para que muebles, paredes y cuantos pasasen por el inmediato corredor pudieran enterarse de su intimidad con el grande hombre. Había llegado por la mañana de Bilbao, y regresaba al día siguiente. Un viaje nada más que para ver a Gallardo. Había leído sus grandes éxitos: bien empezaba la temporada. La tarde sería buena. Por la mañana había estado en el apartado, fijándose en un bicho retinto, que indudablemente daría mucho juego en manos de Gallardo…
Pero el maestro cortó con cierta precipitación estas profecías del aficionado.
– Con permiso, dispénsame; ahora mismo güervo.
Y salió del cuarto, dirigiéndose a una puertecilla sin número, en el fondo del pasillo.
– ¿Qué traje pongo?– preguntó Garabato con voz que aún parecía más bronca por el deseo de mostrarse sumiso.
– El verde, el tabaco, el azul, el que te dé la gana.
Y Gallardo desapareció tras la puertecilla, mientras el servidor, viéndose libre de su presencia, sonreía con malicia vengadora. Conocía este rápido escape al llegar el momento de vestirse. La «meada del miedo», según decían los del oficio. Y su sonrisa expresaba satisfacción al ver una vez más que los grandes hombres del arte, los valientes, sufrían las angustias de una doble necesidad, producto de la emoción, lo mismo que él en los tiempos que descendía a los redondeles de los pueblos.
Mucho rato después, cuando volvió Gallardo a su pieza, resignado a no sufrir necesidades dentro de su traje de lidia, encontró a un nuevo visitante. Era el doctor Ruiz, médico popular, que llevaba treinta años firmando los partes facultativos de todas las cogidas y curando a cuantos toreros caían heridos en la plaza de Madrid.
Gallardo le admiraba, teniéndole por el más alto representante de la ciencia universal, al mismo tiempo que se permitía cariñosas bromas sobre su carácter bondadoso y el descuido de su persona. Su admiración era la misma del populacho, que sólo reconoce la sabiduría de un hombre mal pergeñado y con rarezas de carácter que le diferencien de los demás.
Era de baja estatura y prominente abdomen, la cara ancha, la nariz algo aplastada, y una barba en collar, de un blanco sucio y amarillento, todo lo cual le daba lejana semejanza con la cabeza de Sócrates. Al estar de pie, su vientre abultado y flácido parecía moverse con las palabras dentro del amplio chaleco; al sentarse, subíasele esta parte de su organismo sobre el flaco pecho. Las ropas, manchadas y viejas a poco de usarlas, parecían flotar como prendas ajenas sobre su cuerpo inarmónico, obeso en las partes dedicadas a la digestión y pobre en las destinadas al movimiento.
– Es un bendito— decía Gallardo— . Un sabio… un chiflao, güeno como el pan, y que nunca tendrá una peseta… Da lo que tiene y toma lo que quieren darle.
Dos grandes pasiones animaban su vida: la revolución y los toros; una revolución vaga y tremenda que había de venir, no dejando en Europa nada de lo existente; un republicanismo anarquista que no se tomaba la pena de explicar, y sólo era claro en sus negaciones exterminadoras. Los toreros le hablaban como a un padre; él los tuteaba a todos, y bastaba un telegrama llegado de cualquier punto extremo de la Península, para que al momento el buen doctor tomase el tren y fuese a curar la cornada recibida por uno de sus «chicos», sin más esperanza de recompensa que lo que buenamente quisieran darle.
Al ver a Gallardo después de larga ausencia, lo abrazó, estrujando su flácido abdomen contra aquel cuerpo que parecía de bronce. ¡Olé los buenos mozos! Encontraba al espada mejor que nunca.
– ¿Y cómo va eso de la República, doctó? ¿Cuándo viene?– preguntó Gallardo con sorna andaluza— . El Nacional dice que ya está al caer; que será un día de estos.
– ¿Y a ti qué te importa, guasón? Deja en paz al pobre Nacional. Más le valdría banderillear mejor. A ti lo que debe interesarte es seguir matando toros como el mismísimo Dios… ¡Buena tardecita se prepara! Me han dicho que el ganado…
Pero al llegar aquí, el joven que había visto el apartado y deseaba dar noticias interrumpió al doctor para hablar de un toro retinto que «le había dado en el ojo», y del que esperaba las mayores proezas. Los dos hombres, que habían permanecido largo rato solos en el cuarto y silenciosos después de saludarse, quedaron frente a frente, y Gallardo creyó necesaria una presentación. Pero ¿cómo se llamaría aquel amigo al que hablaba de tú?… Se rascó la cabeza, frunciendo las cejas con expresión reflexiva; pero su indecisión fue corta.
– Oye, tú: ¿cómo es tu grasia? Perdona… ya ves, ¡con tanta gente!…
El joven ahogó bajo una sonrisa de aprobación su desencanto al verse olvidado del maestro y dio su nombre. Gallardo, al oírle, sintió que el pasado venía de golpe a su memoria, y reparó el olvido añadiendo tras el nombre: «rico minero de Bilbao». Luego presentó al «famoso doctor Ruiz»; y los dos hombres, como si se conociesen toda la vida, unidos por el entusiasmo de la común afición, comenzaron a charlar sobre el ganado de la tarde.
– Siéntense ustés— dijo Gallardo señalando un sofá en el fondo de la habitación— . Ahí no estorban. Hablen y no se ocupen de mí. Voy a vestirme. ¡Me paece que entre hombres!…
Y se despojó de su traje, quedando en ropas interiores. Sentado en una silla, en medio del arco que separaba el saloncito de la alcoba, se entregó en manos de Garabato, el cual había abierto un saco de cuero de Rusia, sacando de él un neceser casi femenil para el aseo del maestro.
A pesar de que éste iba cuidadosamente afeitado, volvió a enjabonarle la cara y a pasar la navaja por sus mejillas con la celeridad del que está habituado a una misma faena diariamente. Luego de lavarse, volvió Gallardo a ocupar su asiento. El criado inundó su pelo de brillantina y esencias, peinándolo en bucles sobre la frente y las sienes; después emprendió el arreglo del signo profesional: la sagrada coleta.
Peinó con cierto respeto el largo mechón que coronaba el occipucio del maestro, lo trenzó, e interrumpiendo la operación, lo fijó con dos horquillas en lo alto de la cabeza, dejando su arreglo definitivo para más adelante. Había que ocuparse ahora de los pies, y despojó al lidiador de sus calcetines, dejándole sin más ropas que una camiseta y unos calzones de punto de seda.
La recia musculatura de Gallardo marcábase bajo estas ropas con vigorosas hinchazones. Una oquedad en un muslo delataba la profunda cicatriz, la carne desaparecida bajo una cornada. Sobre la piel morena de los brazos marcábanse con manchas blancas los vestigios de antiguos golpes. El pecho, obscuro y limpio de vello, estaba cruzado por dos líneas irregulares y violáceas, que eran también recuerdo de sangrientos lances. En un tobillo, la carne tenía un tinte violáceo, con una depresión redonda, como si hubiese servido de molde a una moneda. Aquel organismo de combate exhalaba un olor de carne limpia y brava mezclado con fuertes perfumes de mujer.
Garabato, con un brazo lleno de algodones y blancos vendajes, se arrodilló a los pies del maestro.
– Lo mismo que los antiguos gladiadores— dijo el doctor Ruiz, interrumpiendo su conversación con el bilbaíno— . Estás hecho un romano, Juan.
– La edá, doctó— contestó el espada con cierta melancolía—