El doctor Ruiz, llegado con él a Sevilla, le dio por bueno antes de un mes, asombrándose de la energía de aquel organismo. La facilidad con que se curaban los toreros era un misterio para él, a pesar de su larga práctica de cirujano. El cuerno, sucio de sangre y de excremento animal, fraccionado muchas veces por los golpes en menudas astillas, rompía las carnes, las rasgaba, las perforaba, siendo al mismo tiempo profunda herida penetrante y aplastadora contusión. Y sin embargo, las atroces heridas se curaban con mayor facilidad que las de la vida ordinaria.
– No sé qué será: misterio— decía el viejo cirujano con aire de duda— . O estos chicos tienen carne de perro, o el cuerno, con todas sus suciedades, guarda una virtud curativa que desconocemos.
Poco tiempo después, Gallardo volvió a torear, sin que esta cogida enfriase sus ardores de lidiador, como le vaticinaban los enemigos.
A los cuatro años de matrimonio, el espada dio a su mujer y a su madre una gran sorpresa. Iban a ser propietarios, pero propietarios en grande, con tierras que se perdían de vista, olivares, molinos, grandes rebaños; un cortijo igual al de los señores ricos de Sevilla.
Gallardo sentía el deseo de todos los toreros, que ansían ser señores de campo, caballistas y dueños de ganados. La riqueza urbana, los valores en papel, no les tientan ni los entienden. El toro les hace pensar en la verde dehesa; el caballo les recuerda el campo. La necesidad continua de movimiento y ejercicio, la caza y la marcha durante los meses invernales, les impulsan a desear la posesión de la tierra.
Para Gallardo sólo era rico el dueño de un cortijo con grandes tropas de bestias. De sus tiempos de miseria, cuando marchaba a pie por los caminos, al través de olivares y dehesas, guardaba el ferviente deseo de poseer leguas y leguas de terreno que fuesen suyas, que estuvieran cerradas con vallas de punzante alambre al paso de los demás hombres.
Su apoderado conocía estos deseos. Don José era quien corría con sus intereses, cobrando de los empresarios y llevando una cuenta que en vano intentaba explicar a su matador.
– Yo no entiendo esas músicas— decía Gallardo, satisfecho de su ignorancia— . Yo sólo sé despachar toros. Haga lo que quiera, don José; yo tengo confiansa, y sé que too lo hase por mi bien.
Y don José, que apenas se acordaba de sus bienes, dejándolos confiados a la débil administración de su mujer, preocupábase a todas horas de la fortuna del matador, colocando su dinero a rédito con entrañas de usurero para hacerlo fructificar.
Un día abordó a su protegido alegremente.
– Ya tengo lo que deseas. Un cortijo como un mundo, y además muy barato: una verdadera ganga. La semana que viene hacemos la escritura.
Gallardo quiso saber la situación y el nombre del cortijo.
– Se llama La Rinconada.
Cumplíanse sus deseos.
Cuando Gallardo fue con su esposa y su madre a tomar posesión del cortijo, les enseñó el pajar en que había dormido con sus compañeros de miseria errante, la pieza en que había comido con el amo y la placita donde estoqueó un becerro, ganando por primera vez el derecho a viajar en tren sin tener que esconderse bajo los asientos.
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