Vivían en una casa mucho mejor. La madre no trabajaba y las vecinas hacíanla la corte, viendo en ella una prestamista generosa para sus días de apuro. Juan, a más de las joyas pesadas y estrepitosas con que adornaba su persona, poseía el supremo lujo de todo torero: una jaca alazana, de gran poder, con silla vaquera y gran manta en el arzón orlada de borlajes multicolores. Montado en ella trotaba por las calles, sin más objeto que recibir los homenajes de los amigos, que saludaban su garbo con ¡olés! ruidosos. Esto satisfacía por el momento sus deseos de popularidad. Otras veces iba con los señoritos, formando vistoso pelotón de jinetes, a la dehesa de Tablada, en vísperas de gran corrida, para ver el ganado que otros habían de matar.
– Cuando yo tome la alternativa…– decía a cada paso, haciendo depender de ella todos sus planes sobre el porvenir.
Para entonces dejaba una serie de proyectos con que había de sorprender a su madre, pobre mujer asustada del bienestar que se colaba de rondón en su casa, y que ella creía de imposible aumento.
Llegó el día de la alternativa: el reconocimiento de Gallardo como matador de toros.
Un maestro célebre le cedió la espada y la muleta en pleno redondel de la plaza de Sevilla, y la muchedumbre enloqueció de entusiasmo viendo cómo echaba abajo de una sola estocada al primer toro «formal» que se le ponía delante. Al mes siguiente, este doctorado tauromáquico era refrendado en la plaza de Madrid, donde otro maestro no menos célebre volvió a darle la alternativa en una corrida de toros de Miura.
Ya no era novillero; era matador, y su nombre figuraba al lado de viejos espadas a los que había admirado como dioses inabordables cuando iba por los pueblecillos tomando parte en las capeas. A uno de ellos recordaba haberlo esperado en una estación, cerca de Córdoba, para pedirle un socorro cuando pasaba en el tren con su cuadrilla. Aquella tarde pudo comer gracias a la fraternidad generosa que existe entre la gente de coleta, y que impulsa a un espada de lujo principesco a alargar un duro y un cigarro al pilluelo astroso que da sus primeros capeos.
Comenzaron a llover contratas sobre el nuevo espada. En todas las plazas de la Península deseaban verle, con el incentivo de la curiosidad. Los periódicos profesionales popularizaban su retrato y su vida, desfigurando ésta con episodios novelescos. Ningún matador tenía tantas corridas como él. Iba a ganar mucho dinero.
Antonio, su cuñado, acogía este éxito con torvo ceño y sordas protestas delante de su mujer y su suegra.
Un desagradecido el espada. La historia de todos los que suben aprisa. ¡Tanto que él había trabajado por Juan! ¡Con el tesón que había discutido con los empresarios cuando le ajustaba las corridas de novillos!… Y ahora que era maestro tenía por apodorado a un señor al que había conocido poco antes: un tal don José, que no era de la familia, y al que Gallardo mostraba gran estima por sus prestigios de antiguo aficionado.
– Ya le pesará— terminaba diciendo— . Familia no hay más que una. ¿Dónde va a encontrar la querencia de los que le hemos visto desde pequeño? El se lo pierde. Conmigo iría como el propio…
Y se interrumpía, tragándose el nombre famoso por miedo a las burlas de los banderilleros y aficionados que frecuentaban la casa y habían acabado por fijarse en esta adoración histórica del talabartero.
Gallardo, en su bondad de triunfador, dio una satisfacción a su cuñado, encargándole de vigilar los trabajos de la casa que estaba fabricando. Carta blanca en los gastos. El espada, aturdido por la facilidad con que el dinero venía a sus manos, deseaba que el cuñado le robase, compensándolo así de no haberle admitido como apoderado.
El torero iba a realizar sus deseos, construyendo una casa para su madre. Ella, la pobre, que había pasado su vida fregando los suelos de los ricos, que tuviera un hermoso patio con baldosas de mármol y zócalos de azulejos, sus habitaciones con muebles como los de los señores, y criadas, muchas criadas, para que la sirviesen. También él sentíase unido por un afecto tradicional al barrio donde se había deslizado su mísera niñez. Gustaba de deslumbrar a las mismas gentes que habían tenido a su madre por servidora, y dar un puñado de pesetas en momentos de apuro a los que llevaban zapatos a su padre o le entregaban a él un mendrugo en los días penosos. Compró varias casas viejas, una de ellas la misma en cuyo portal trabajaba el remendón, las echó abajo, y comenzó a levantar un edificio que había de ser de blancas paredes, con rejas pintadas de verde, vestíbulo chapado de azulejos y cancela de hierro de menuda labor, al través de la cual se vería el patio con su fuente en medio y sus columnas de mármol, entre las cuales penderían jaulas doradas con parleros pájaros.
La satisfacción de su cuñado Antonio al verse en plena libertad para la dirección y aprovechamiento de las obras se aminoró un tanto con una noticia terrible.
Gallardo tenía novia. Andaba ahora, en pleno verano, corriendo por España, de una plaza a otra, dando estocadas y recibiendo aplausos; pero casi todos los días enviaba una carta a cierta muchacha del barrio, y en los cortos ratos de vagar entre una corrida y otra, abandonaba a sus compañeros y tomaba el tren para pasar una noche en Sevilla «pelando la pava» con ella.
– ¿Han visto ustés?– gritaba escandalizado el talabartero en lo que él llamaba el «seno del hogar», o sea ante su mujer y su suegra— . ¡Una novia, sin decir palabra a la familia, que es lo único verdadero que existe en el mundo! El señó quiere casarse. Sin duda está cansao de nosotros… ¡Qué sinvergüenza!
Encarnación aprobaba estas afirmaciones con rudos gestos de su rostro hermosote y bravío, contenta de poder expresarse contra aquel hermano que le inspiraba cierta envidia por su buena fortuna. Sí; siempre había sido un sinvergüenza.
Pero la madre protestaba.
– Eso no; que yo conozco a la niña, y su probe mare fue compañera mía en la Fábrica. Limpia como los chorros de oro, modosita, güena, bien paresía… Ya le he dicho a Juan que por mí que sea… y cuanto antes mejor.
Era huérfana y vivía con unos tíos que poseían una tiendecita de comestibles en el barrio. Su padre, antiguo traficante en aguardientes, le había dejado dos casas en las afueras de la Macarena.
– Poca cosa— decía la señora Angustias— . Pero la niña no viene desnúa: trae lo suyo… ¿Y de ropa? ¡Josú! Hay que ver sus manitas de oro: cómo borda los trapos, cómo se prepara el dote…
Gallardo recordaba vagamente haber jugado con ella de niño, junto al portal en que trabajaba el remendón, mientras hablaban las dos madres. Era una lagartija seca y obscura, con ojos de gitana; las pupilas negras y unidas, como gotas de tinta; las córneas de una blancura azulada y el lagrimal de rosa pálido. Al correr, ágil como un muchacho, enseñaba sus piernas como cañas, y el pelo escapábasele de la cabeza en mechones rebeldes y retorcidos cual negras serpientes. Luego la había perdido de vista, no encontrándola hasta muchos años después, cuando ya era novillero y comenzaba a tener un nombre.
Fue un día de Corpus, una de las pocas fiestas en que las hembras, recluidas en su casa por una pereza oriental, salen a la calle como moras en libertad, con mantilla de blonda y claveles en el pecho. Gallardo vio una joven alta, esbelta y maciza al mismo tiempo, la cintura recogida entre curvas amplias y firmes, con todo el vigor de la carne primaveral. Su cara, de una palidez de arroz, se coloreó al ver al torero; sus ojazos luminosos ocultáronse entre largas pestañas.
– Esta gachí me conose— se dijo Gallardo con petulancia— . De seguro que me ha visto en la plaza.
Y cuando, después de seguirla a ella y su tía, supo que era Carmen, la compañera de su infancia, sintiose admirado y confuso por la maravillosa transformación de la negra lagartija de otros tiempos.
Fueron novios, y todos los vecinos hablaron de estas relaciones, viendo en ellas un nuevo halago para el barrio.
– Yo soy así— decía Gallardo a sus entusiastas, adoptando un aire de buen príncipe— . No quiero imitar a otros toreros que se casan con señoritas, y too son gorros y plumas