El hombre hipnotizaba a la bestia. Se aproximaba hasta tocar su testuz con la punta de las banderillas; corría después con menudo paso, y el toro iba tras él, como si lo hubiera convencido, llevándoselo al extremo opuesto de la plaza. El animal parecía amaestrado por el lidiador, le obedecía en todos sus movimientos, hasta que éste, dando por terminado el juego, abría sus brazos con una banderilla en cada mano, erguía sobre las puntas de los pies su cuerpo esbelto y menudo, y marchaba hacia el toro con majestuosa tranquilidad, clavando los palos de colores en el cuello de la sorprendida fiera.
Por tres veces realizó la suerte, entre las aclamaciones del público. Los que se tenían por inteligentes desquitábanse ahora de la explosión de entusiasmo provocada por Gallardo. ¡Esto era ser torero! ¡Esto era arte puro!…
Gallardo, de pie junto a la barrera, limpiábase el sudor del rostro con una toalla que le ofrecía Garabato. Después bebió agua, volviendo la espalda al redondel para no ver las proezas de su compañero. Fuera de la plaza estimaba a sus rivales, con la fraternidad que establece el peligro; pero así que pisaba la arena todos eran enemigos, y sus triunfos le dolían como ofensas. Ahora, el entusiasmo del público parecíale un robo que disminuía su gran triunfo.
Cuando salió el quinto toro, que era para él, se lanzó a la arena ansioso de asombrar al público con sus proezas.
Así que caía un picador, tendía él la capa y se llevaba el toro al otro extremo del redondel, aturdiéndolo con una serie de capotazos, hasta que, turbada la fiera, quedábase inmóvil. Entonces Gallardo la tocaba el hocico con un pie, o quitándose la montera la depositaba entre sus cuernos. Otras veces abusaba de la estupefacción del animal, presentándole el vientre con audaz reto, o se arrodillaba a corta distancia, faltándole poco para acostarse bajo sus hocicos.
Los viejos aficionados protestaban sordamente. ¡Monerías! ¡payasadas que no se hubieran tolerado en otros tiempos!… Pero tenían que callarse, abrumados por el griterío del público.
Cuando sonó el toque de banderillas, la gente quedó en suspenso al ver que Gallardo quitaba sus palos al Nacional y con ellos se dirigía hacia la fiera. Hubo una exclamación de protesta. ¡Banderillear él!… Todos conocían su flojedad en tal suerte. Esta quedaba para los que habían hecho su carrera paso a paso, para los que habían sido banderilleros muchos años al lado de sus maestros antes de llegar a matadores; y Gallardo había comenzado por el final, matando toros desde que salió a la plaza.
– ¡No! ¡no!– clamaba la muchedumbre.
El doctor Ruiz gritó y manoteó desde la contrabarrera:
– ¡Deja eso, niño! Tú sólo sabes la verdad… ¡Matar!
Pero Gallardo despreciaba al público y era sordo a sus protestas cuando sentía el impulso de la audacia. En medio del griterío se fue rectamente al toro, y sin que éste se moviese, ¡zas! le clavó las banderillas. El par quedó fuera de sitio, torpemente prendido, y uno de los palos se cayó con el movimiento de sorpresa de la bestia. Pero esto no importaba. Con la debilidad que las muchedumbres sienten siempre por sus ídolos, excusando y justificando sus defectos, todo el público celebraba risueño esta audacia. El, cada vez más atrevido, tomó otras banderillas y las clavó, desoyendo las protestas de la gente, que temía por su vida. Luego repitió la suerte por tercera vez, siempre con torpeza, pero con tal arrojo, que lo que en otro hubiese provocado silbidos fue acogido con grandes explosiones admirativas. ¡Qué hombre! ¡Cómo ayudaba la suerte a aquel atrevido!…
Quedó el toro con sólo cuatro banderillas de las seis, y éstas tan flojas, que la bestia parecía no sentir el castigo.
– Está muy entero— gritaban los aficionados en los tendidos aludiendo al toro, mientras Gallardo, empuñando estoque y muleta, con la montera puesta, marchaba hacia él, arrogante y tranquilo, confiando en su buena estrella.
– ¡Fuera toos!– gritó otra vez.
Al adivinar que alguien se mantenía cerca de él, no atendiendo sus órdenes, volvió la cabeza. El Fuentes estaba a pocos pasos. Le había seguido con el capote al brazo, fingiendo distracción, pero pronto a acudir en su auxilio, como si presintiese una desgracia.
– Déjeme usté, Antonio— dijo Gallardo con una expresión colérica y respetuosa a la vez, como si hablase a un hermano mayor.
Y era tal su gesto, que Fuentes levantó los hombros cual si repeliese toda responsabilidad, y le volvió la espalda, aloyándose poco a poco, con la certeza de ser necesario de un momento a otro.
Gallardo extendió su trapo en la misma cabeza de la fiera, y ésta le acometió. Un pase. «¡Olé!», rugieron los entusiastas. Pero el animal se revolvió prontamente, cayendo de nuevo sobre el matador con un violento golpe de cabeza que arrancó la muleta de sus manos. Al verse desarmado y acosado, tuvo que correr hacia la barrera; pero en el mismo instante el capote de Fuentes distrajo al animal. Gallardo, que adivinó en su fuga la súbita inmovilidad del toro, no saltó la barrera: se sentó en el estribo y así permaneció algunos instantes, contemplando a su enemigo a pocos pasos. La derrota acabó en aplausos por este alarde de serenidad.
Recogió Gallardo muleta y estoque, arregló cuidadosamente el trapo rojo, y otra vez fue a colocarse ante la cabeza de la fiera, pero con menos serenidad, dominado por una cólera homicida, por el deseo de matar cuanto antes a aquel animal que le había hecho huir a la vista de miles de admiradores.
Apenas dio un pase creyó llegado el momento decisivo, y se cuadró, con la muleta baja, llevándose la empuñadura del estoque junto a los ojos.
El público protestaba otra vez, temiendo por su vida.
– ¡No te tires! ¡No!… ¡Aaay!
Fue una exclamación de horror que conmovió a toda la plaza; un espasmo que hizo poner de pie a la muchedumbre, con los ojos agrandados, mientras las mujeres se tapaban la cara o se agarraban convulsas al brazo más cercano.
Al tirarse el matador, su espada dio en hueso, y retardado en el movimiento de salida por este obstáculo, había sido alcanzado por uno de los cuernos. Gallardo quedó enganchado por la mitad del cuerpo; y aquel buen mozo, fuerte y membrudo, con toda su pesadumbre, viose zarandeado al extremo de un asta cual mísero maniquí, hasta que la poderosa bestia, con un cabezazo, lo expulsó a algunos metros de distancia, cayendo el torero pesadamente en la arena, abiertos los remos, como una rana vestida de seda y oro.
– ¡Lo ha matado! ¡Una cornada en el vientre!– gritaban en los tendidos.
Pero Gallardo se levantó entre las capas y los hombres que acudieron a cubrirle y salvarle. Sonreía; se tentaba el cuerpo; levantaba después los hombros para indicar al público que no tenía nada. El porrazo nada más y la faja hecha trizas. El cuerno sólo había penetrado en esta envoltura de seda fuerte.
Volvió a coger los «trastos de matar», pero ya nadie quiso sentarse, adivinando que el lance iba a ser breve y terrible. Gallardo marchó hacia la fiera con su ceguedad de impulsivo, como si no creyese en el poder de sus cuernos luego de salir ileso: dispuesto a matar o a morir, pero inmediatamente, sin retrasos ni precauciones. ¡O el toro o él! Veía rojo, cual si sus ojos estuviesen inyectados de sangre. Escuchaba, como algo lejano que venía de otro mundo, el vocerío de la muchedumbre aconsejándole serenidad.
Dio sólo dos pases, ayudado por un capote que se mantenía a su lado, y de pronto, con celeridad de ensueño, como un muelle que se suelta del afianzador, lanzose sobre el toro, dándole una estocada que sus admiradores llamaban de relámpago. Metió tanto el brazo, que al salirse de entre los cuernos todavía le alcanzó el roce de uno de éstos, enviándolo tambaleante a algunos pasos; pero quedó en pie, y la bestia, tras loca carrera, fue a caer en el extremo