Tomando algunas cosas que creía indispensables para la visita, salí a la calle tiritando, encogido, hecho un ovillo y resguardando de los canalones la limpieza de mi ropa, pero aun así no pude salvar sino una pequeña parte de mi persona. Al fin aprovechando los claros y alguno que otro descanso de las llovedoras nubes, después de hacer varias paradas y estaciones en los portales, llegué al convento y juntándome con Salmón, él muy festivo y yo más serio y pálido que si me llevaran a ajusticiar, no dirigimos al palacio de Amaranta.
VI
Cuando entramos, salionos al encuentro en el piso bajo el diplomático, quien no aparentó reconocerme, y después de hablar aparte con el fraile cosas que no entendí, nos mandó subir, diciendo que arriba estaba Amaranta con el padre Castillo, revolviendo unos libros que le habían traído. Subimos, y sin tardanza nos introdujo un paje. Al punto en que Amaranta se fijó en mí, púsose pálida y ceñuda, demostrando la cólera que por verme allí experimentaba. Pero como hábil cortesana, la disimuló al instante y recibió a Salmón con bondad, ordenándome a mí que me sentase junto a la gran copa de azófar que en mitad de la sala había, de lo cual colijo que ella debió de comprender el gran frío que a causa del rigor de la estación y de la diafanidad de mis veraniegas ropas me mortificaba.
– Este muchacho – dijo Salmón, – enterará a usía de aquello que deseaba averiguar, pues todo lo sabe de la cruz a la fecha; y al mismo tiempo tengo el honor de decir a usía que aquí tenemos un portento de precocidad, un gran latino, señora, autor de cierto inédito poema, por quien S. A. el Príncipe de la Paz le destinaba a la secretaría de la interpretación de lenguas.
El padre Castillo volviose a mí y dijo con afabilidad:
– En efecto, ayer nos habló de Vd. el licenciado Lobo. ¿Y en qué aulas ha estudiado usted? ¿Querrá leernos algo de ese famoso poema?
Yo le contesté que lo de mi ciencia latina era una equivocación, y que el licenciado Lobo me daba aquella fama usurpándola a otro.
– ¡Oh, no!… que también, si mal no recuerdo, nos dijo que en Vd. la modestia es tanta como el talento, y que siempre que se le habla de estas cosas lo niega. Bien está la modestia en los jóvenes; mas no en tanto grado que oscurezca el mérito verdadero.
Amaranta no dijo nada. El padre Castillo pasaba revista a varios libros, en montón reunidos sobre la mesa, y los iba examinando uno por uno para dar su parecer, que era, como a continuación verá el lector, muy discreto. Hombre erudito, culto, ilustrado, de modales finos, de figura agradable y pequeña, de ideas templadas y tolerantes que le hacían un poco raro y hasta exótico en su patria y tiempo, Fr. Francisco Juan Nepomuceno de la Concepción, en los estrados conocido por el padre Castillo, se diferenciaba de su cofrade, el padre Salmón, en muchísimas cosas que al punto se comprenden.
– Estos son los libros y papeles que han salido en los tres últimos meses – dijo Amaranta. – Buena remesa me han mandado hoy Doblado y Pérez, mis dos libreros; pero no me pesa; pues entre tantas obras malas y de circunstancias como aparecen en estos revueltos días alguna habrá buena; y hasta las impertinentes y ridículas tienen su mérito para ilustrar la historia de los actuales en los venideros tiempos.
– Así es – indicó el padre Castillo. – No hay obra por mala que sea, que no contenga algo bueno, y hace bien vuestra grandeza, en comprarlas todas.
– He leído un poco de este voluminoso papel – dijo Amaranta tomando un folleto que parecía recién salido de la imprenta, – y me ha causado mucha risa. El título es de los de legua y media. Dice así: Manifiesto de los íntimos afectos de dolor, amor y ternura del augusto combatido corazón de nuestro invicto monarca Fernando VII, exhalados por triste desahogo en el seno de su estimado maestro y confesor D. Juan Escóiquiz, quien por estrecho encargo de S. M. lo comunica a la nación en un discurso.
– Pues aquí veo otro – dijo Castillo hojeándolo, – que si no es del mismo autor, lo parece. Se titula La inocencia perseguida o las desgracias de Fernando VII: poesía. Verdad que está en verso, y ahora es moda tratar en metro las más serias cuestiones, aun aquellas más extrañas al arte de la poesía, como por ejemplo este papel que ahora me viene a las manos y se llama Explicación del capítulo IX del Apocalipsi, aplicado según su sentido literal al extraordinario acontecimiento de la pérfida irrupción de España: oda por un capellán.
– Y ha de saber Vuestra Reverencia que también nuestro prisionero monarca da en la flor de hablar en verso – dijo Amaranta con sorna, – pues aquí tengo la Epístola férvida que nuestro amado soberano el Sr. D. Fernando VII dirige a sus queridos vasallos desde su prisión: pieza patética, tierna y de locución majestuosa.
– Pues ¿y qué me dice la señora condesa de este otro librito que ahora me cae en las manos, y lleva por nombre La corte de las tres nobles artes, ideada para el inocente Fernando VII: anacreónticas? Y la primera de estas anacreónticas se encabeza así: Reglas que contribuyen a que un pueblo sea sano y hermoso. Por mi hábito de la Merced que no entiendo esto del pueblo sano y hermoso, que se ha de conseguir por la corte de las tres nobles artes, y ha de exponerse en anacreónticas. Con permiso de vuecencia me lo llevaré al convento para leerlo esta noche.
– Lleve también Su Paternidad este papel suelto que dice: Lágrimas de un sacerdote en dos octavas acrósticas.
– Esto de los acrósticos y pentacrósticos, es juego del ingenio, indigno de verdaderos poetas – dijo Castillo, – y más aún de un sacerdote, cuyo entendimiento parecería mejor consagrado a graves empleos. Pero démelo acá usía, que me lo llevaré, juntamente con este sermón que se titula Bonaparciana, u oración que a semejanza de las de Cicerón, escribió contra Bonaparte un capellán celoso de su patria. Y en verdad que no anduvo modesto el tal capellancito comparándose con Cicerón; pero en fin, eso me anuncia qué tal será la dichosa Bonaparciana.
– Por Dios, señora condesa – dijo a esta sazón el padre José Anastasio de la Madre de Dios. – Ruego a vuecencia que me deje llevar al convento para leerlo esta noche, este otro graciosísimo libro que se titula: Las Pampiroladas, letrillas en que un compadre manifiesta a su comadre que en las circunstancias actuales no debe temer a la fantasma que aterraba a todo el mundo. ¡Qué obra más salada! Si no queda cosa que no se les ocurre…
– También puede llevarse, pues viene muy bien al ingenio y buen humor de Su Paternidad – agregó Castillo, – este otro que aquí veo, y es Deprecación de Lucifer a su Criador contra el tirano Napoleón y sus secuaces, asusta el ver entrar tantos malvados franceses en el infierno. ¡Hola, hola! también está en octavas. Serán mejores que las de Juan Rufo, Ercilla y Ojeda.
– ¡Oh! Este sí que es bueno. ¡Válgame nuestra santa Patrona! – exclamó Salmón. – Oíganme: Seguidillas para cantar las muy leales y arrogantes mozas del Barquillo, Maravillas y Avapiés, el día de la proclamación de nuestro muy amado Rey. ¿Me las llevo, señora condesa?
– Sí, padre; ya que está por seguidillas, aquí veo otras que le parecerán muy buenas. Seguidillas que cantó el famoso Diego López de la Membrilla, jefe de la Mancha, después que consiguió las gloriosas victorias contra los franceses.
– El pueblo español – declaró Castillo, – es de todos los que llenan la tierra el más inclinado a hacer chacota y burla de los asuntos serios. Ni el peligro le arredra, ni los padecimientos le quitan su buen humor; así vemos que rodeados de guerras, muertes, miseria y exterminio, se entretiene en componer cantares, creyendo no ofender menos a sus enemigos con las punzantes sátiras que con las cortadoras espadas. ¿Y qué me dicen usías de este Asalto terrible que dieron los ratones a la galleta de los franceses, poema en dos cantos? ¿Qué de este Elogio del Sr. D. Napoleón, por un artífice de telescopios? ¿Qué de esta Gaceta del infierno,