Episodios Nacionales: Napoleón en Chamartín. Benito Pérez Galdós. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Benito Pérez Galdós
Издательство: Public Domain
Серия:
Жанр произведения: Зарубежная классика
Год издания: 0
isbn:
Скачать книгу
ver otra.

      – Pues allá va la que está de moda:

      Bonaparte en los infiernos

      tiene su silla poltrona,

      y a su lado está Godoy

      poniéndole la corona.

      Sus compañeros

      van de dos en dos;

      Murat, Solano,

      Junot y Dupont.

      – ¡Bravo, magnífico! Doña Melchora, tiene Vd. dos niñas que envidiaría cualquier princesa. Y qué tal, ¿se gana mucho?

      – En estos tiempos, padrito – dijo la madre, – suele caer algún bordado de uniforme; pero ¿dónde se ven aquellos ternos de plata y oro, aquellas estolas, aquella ropa de altar que tanta ganancia nos daban antes de estas malditas guerras? Ya sabe su grandeza que las mejores capas pluviales, las mejores casullas que se han lucido en procesiones, así como las mejores chaquetas toreras que han brillado en plazas y redondeles, pasaron por estas manos. ¡Ay, quién me lo había de decir! ¡La que bordó los calzones que llevaba Pepe-Hillo cuando le cogió aquel enrabiscado toro; la que bordó la capa que llevaba en sus santos hombros el Eminentísimo Cardenal de Lorenzana el día que tomó posesión, está hoy consagrada a miserables letras de cuello de uniforme, y a las dos o tres insignias de consejero, o ropón de Niño Jesús, que caen de peras a higos! ¡Buenos están los tiempos!

      – Cuando esto se acabe… – dijo el fraile.

      – ¿Cómo, cuando esto se acabe? – gritó de improviso D. Roque interrumpiendo con muy feo gesto a su amigo. – Antes, muy antes de que esto se concluya se reunirá el país en Cortes. ¡Y estos alcornoques no lo quieren creer!

      – Que te despeñas, Roque amigo.

      – ¿También eso lo dicen los papeles? – preguntó con mucha sorna el Gran Capitán.

      – También lo dicen, sí señor. Pues no lo han de decir. Y cómo se me ha de olvidar, si lo sé de memoria y anoche, luego que me acosté, estuve recitando en voz alta aquello de… «Después de tantos años de abatimiento y opresión en que los leales y generosos españoles han sufrido mayores ultrajes y vilipendios que los salvajes africanos, amanecerá el glorioso día en que se reúnan los pueblos por medio de sus representantes para tratar del bien común. Este es el objeto con que se instituyeron las sociedades civiles; no el engrandecimiento de un solo hombre con perjuicio de todos los demás. Reunidas aquellas, es como puede conocerse afondo el estado de una nación, sus recursos, sus necesidades y los medios que deben adoptarse para su bienestar y prosperidad; y donde faltan estas solemnes Asambleas, los monarcas, mal aconsejados, caminarán ciegamente al despotismo, tal vez contra sus buenos deseos».

      – ¡Lindísimo sermón! – exclamó el Gran Capitán. – Ayer le contaba a mi compañero en la portería de Cuenta y Razón las extravagancias de mi vecino D. Roque, y me dijo que esto se llamaba el democratismo. ¿Es así, padre?

      – Llámese como se quiera – repuso el venerable Salmón, – lo que digo es que este chocolate, que ahora nos trae la señora doña Gregoria, y cuyo olor se adelanta hasta nosotros anunciándonos la nobleza de lo que viene en el cangilón, me parece tal, que sólo podría servírsele semejante al Sumo Pontífice.

      – Y a la abadesa de Las Huelgas de Burgos – dijo doña Gregoria; – que ella y el Papa son las dos más altas personas de la cristiandad, y por eso se dice que si el Papa se casara, la única mujer digna de ser su esposa es la tal abadesa de Las Huelgas.

      – Así es – añadió Salmón, olvidándose de todo lo que no fuera el cangilón; – y por lo que hace a eso del democratismo, yo le aconsejo a D. Roque que se deje de tonterías y no piense en novedades, pues por ahora que ahora y en muchísimos años para adelante, estamos y estaremos libres de ellas.

      – Los españoles guerrean porque no quieren que los manden los franceses – dijo la mayor de las hijas de doña Melchora, – y también para defender los usos y pláticas del reino contra las novelerías que quiere poner aquí Napoleón. Así me lo dice todos los días Paco el plumista, que es sargento de voluntarios.

      – Pues a mí me dijo Simplicio Panduro, ese saladísimo paje de D. Gaspar Melchor de Jovellanos – añadió la otra, – que los españoles guerrean por echar a los franceses y por mejorar la mala condición de los reinos, quitando las muchas cosas malas que hay, al modo de lo que dice D. Roque por las noches cuando predica a solas y a oscuras en su cuarto.

      Estas dos opiniones dieron pie a una acalorada disputa que no copio porque nada sacarían de ella en limpio mis lectores, toda vez que es público y notorio que en lo que va de siglo, la historia, la grave y cachazuda historia no ha podido dilucidar la cuestión planteada por aquellas dos niñas, y aun hoy andan a la greña eminentes escritores por averiguar si decía verdad la mayor o la menor de las hijas de doña Melchora.

      Salmón, consumido su chocolate, dijo:

      – Con que, amiguitos, ¿me dan Vds. su venia para retirarme?

      – ¿Tan pronto, padre? ¡Que siempre nos ha de tener Vuestra Reverencia con hambre de su compañía!

      – Bastante os acompaño, hijitas mías.

      – Pues siempre nos sabe a poco.

      – Ya sabéis que tenemos en casa desde esta tarde octava misión y solemnes cultos para desagraviar a Jesús Nazareno y a María Santísima, de los sacrílegos insultos que han sufrido en nuestros templos, de los impíos ejércitos franceses, e implorar de la divina misericordia que robustezca y ampare a nuestros soldados y conserve y dirija en todos los negocios a los que nos gobiernan. ¿Pero no lo sabíais, pajaritas volanderas? Por supuesto que no faltaréis el día que me toque predicar.

      – Antes faltará la tierra y prados en ella, como dijo el otro.

      Ya estaba en pie para retirarse el padre mercenario, cuando el Sr. de Cuervatón, que poco antes había sido llamado de su casa, donde le esperaba una visita, volvió dando voces; y lleno de cólera, que en los ojos con fulminantes rayos le centelleaba, habló así:

      – ¡No sé cómo no le ahogo!… ¡Vaya con el lindo currutaco, harto de ajos!… ¡Cuando creí que vendría a pagarme, viene a pedirme más dinero!… ¡Y ahora sale con que su señora mamá es muy rica! Miserable, pringoso, vestido con harapos de príncipe, ¿por qué esa señora no reventó antes que os pariera?

      – ¿Qué hay, Sr. de Cuervatón? ¿qué le pasa?

      – Que después que me estoy arruinando por favorecer con mi pequeña hacienda a los necesitados, he aquí que un señor condesito de Rumblar o de Barrabás con pintas, me debe más de nueve mil reales, y después de no pagarme ni un céntimo de interés (que no son más de peseta por duro al mes), viene a pedirme más dinero. Canalla, catacaldos: ¿qué me importa que sea noble y que le vayan a caer dos mayorazgos?

      – ¿D. Diego de Rumblar? – dijo Salmón: y luego volviéndose a mí añadió: – no olvides, Gabriel, que tenemos que hablar.

      – Pues o me paga – prosiguió Cuervatón, – o el mejor día le desnudo en medio del Prado delante de las damas.

      En esto salimos al corredor, y ¡oh espectáculo lamentable! se ofreció a nuestra vista el de D. Diego azuzado en medio del patio por todos los chicos de la vecindad como novillo en plaza. Muchas mujeres habladoras habían salido por los cien agujeros de aquella colmena, y unas con cáscaras de castañas, otras con palabras picantes le mortificaban en lo moral y en lo físico. Especialmente la mujer de Cuervatón, que era una hidra con más rabos y espinas y escamas en su alma, que las mitológicas en su cuerpo, poniéndose de pechos en el barandal, después de escupirle, le decía:

      – Tío pingajo de oro, ¿tenemos nuestro dinero para mantener haraganes?… ¿Ahorramos nosotros para daros esa agua de bergamota de que apestáis? Coma Vd. clavos, y si es noble y espera mayorazgos, póngase a roer sus jicutorias, o coja una espuerta y vaya a vender arena, como hacen mis dos hijos, que aunque no les falta para comer y vestir como niños de príncipe, andan al trabajo de la arena