El capitalismo neoliberal solo desea cuerpos rentables. Los que no pueden o no quieren ser emprendedores ni consumir (para enriquecer al 1%) son excluidos. Aunque, en realidad, la mayoría está en una situación precaria porque es el sistema mismo el que los excluye. Los enfermos crónicos, los discapacitados, los ancianos con pensiones míseras, los parados o con trabajos mal pagados, los sin techo, los niños hambrientos, los jóvenes sin futuro, los enfermos mentales sin red de apoyo y los inmigrantes de países del Tercer Mundo son el producto de las desigualdades que crea el neoliberalismo. Pero se les etiqueta como culpables de su situación,1 como irresponsables y sospechosos. O, en el mejor de los casos, como personas con mala suerte.
La realidad que viven los excluidos se presenta como un problema individual y no como lo que es: el resultado del neoliberalismo. Los poderosos y privilegiados, a través de su prensa y sus «expertos», se aseguran de que los que aún no han sido excluidos no se identifiquen con los que estorban.
Aunque estadísticamente el número de excluidos crece,2 el discurso neoliberal repite una y otra vez que son una minoría que «no encaja», una minoría cuyas vidas no son importantes. ¿Cuándo fue la última vez que vimos una esquela por la muerte de una persona sin techo?
Se les excluye y se les mantiene al borde de la muerte. Así funciona la necropolítica del neoliberalismo. Se abren los albergues y se aumenta el número de camas cuando la temperatura ambiental llega a los cero grados. Cuando los sin techo están a punto de congelarse, los ayuntamientos activan la «Operación Frío».3 Hay personas dependientes a quienes se les otorga ayudas cuando ya han fallecido, o bien son ayudas tan escasas que obligan a las familias a escoger entre comer o tener electricidad.4 Según la Organización de Consumidores y Usuarios (ocu), el 41% de los grandes dependientes españoles no reciben ningún tipo de ayuda, ni el 51% de los dependientes severos, ni el 60% de los moderados entre los cuales solo el 10% tiene la capacidad económica para sufragar sus cuidados. Porque según los datos del Imserso presentados a principios del 2015, los dependientes y sus familias tienen que aportar un repago más alto que lo que invierte en ellos el Gobierno español. El dependiente tiene que pagar un 19% del coste total mientras el Estado aporta el 18% (el 63% restante lo aportan las Comunidades Autónomas). Este coste no es asumible para muchas familias.5
El gobierno presume de que la lista de espera de dependientes ha descendido. De los 575.973 dependientes a quien el gobierno había reconocido en el 2011 su necesidad de ayuda, 274.769 han sido atendidos, a 29.838 se les ha retirado el derecho a tener ayuda, 170.296 siguen esperando las ayudas y 101.070 han fallecido esperando. Una de cada 5 personas dependientes a las que se les ha concedido una ayuda en España fallece antes de recibirla.
Una pareja ha acabado esta noche en Pontons (Barcelona) con la vida de su hija, de 28 años de edad, y posteriormente se ha suicidado, en una actuación que el matrimonio había acordado y que ha dejado explicada por escrito. El hombre, de 61 años de edad, y su esposa, de 57 años, presuntamente resolvieron de común acuerdo poner fin a la vida de su hija en lo que, fuentes de la investigación han calificado de «acto de desesperación». La hija, de 28 años estaba afectada por una discapacidad y aquejada por graves e irreversibles problemas de salud. El matrimonio, tras llegar a la conclusión que cada vez tenían más dificultades para hacerse cargo de ella y temiendo por su posible desamparo en caso de ausencia o incapacidad de alguno de ellos, resolvió terminar con su vida de un disparo en la cabeza. (El País, 10 de julio del 2015)
«Ponte en tu sitio»: exclusión espacial
Aunque el derecho al espacio y a habitar y usar la ciudad es un derecho básico, el capitalismo controla y forma el espacio para hacer posible la existencia de su sistema económico. Muestras de ello son la gentrificación, la mercantilización de las ciudades y la criminalización de las personas sin techo. El espacio es una pieza central en la lucha de clases porque tiene un rol clave en los comportamientos y en la identidad social,6 por lo que es fuertemente controlado. El capitalismo ha sobrevivido ocupando espacio y produciendo espacio.7
El capitalismo neoliberal intenta mantener el mito de que hay libertad de movimiento, pero en realidad cada sujeto tiene su sitio. Los que tienen menos privilegios tienen que mantenerse en ciertos lugares, y los que no tienen ningún recurso no tienen un sitio, tienen que desaparecer. Las ciudades no son para los vulnerables.
Los que controlan la ciudad por medio de las leyes, la policía, y que además son dueños del suelo, de los edificios y negocios, hacen todo lo posible para que su uso social y comercial sea el «legítimo», o sea, el que les dé beneficios. Al mismo tiempo controlan y manipulan la acción social. Los que tienen el poder definen qué significa cada espacio, quién puede utilizarlo y excluyen a los que llevan a cabo las acciones consideradas «malas»8 (como dormir en un cajero). A través de leyes y normas (las normas son más dañinas que las leyes porque no están escritas y están interiorizadas por gran parte de la población), se define cómo se debe utilizar el espacio para reforzar «lo que está bien» y «lo que está mal» para imponer la ideología neoliberal y el «sentido común».
El capitalismo necesita la ciudad para hacer negocio. La mercantilización del espacio urbano convierte a la ciudad en un parque temático («¡Sonríe, eres Madrid!»), en una marca comercial («Marca Barcelona») y en un gran centro comercial («Barcelona, la millor botiga del món») para miles de turistas que desplazan a los residentes.
La gentrificación, es decir, la conversión de barrios de las clases trabajadores y medias con viviendas asequibles en barrios para las clases privilegiadas con viviendas exclusivas, es un tipo de colonización que pone en evidencia la lucha de clases que se está llevando a cabo en las ciudades. Y para mantener el control del espacio, el neoliberalismo criminaliza a los que no tienen techo que, debido a los desalojos, cada vez son más. Estas personas se ven forzadas a vivir en espacios públicos. El constante acoso de la policía y de las cámaras de vigilancia hacen imposible la vida de los sin techo. No tienen dónde descansar ni hacer sus necesidades.
No solo los sin techo, también las personas con hambre (un importante porcentaje de la población en el Estado español, según Cáritas)9 ven sus esfuerzos para obtener comida de los contenedores de la basura impedidos por la policía.
En muchas ciudades de los eeuu, ya hay leyes que prohíben «compartir comida en espacios públicos»10 ante las iniciativas de ciudadanos concienciados que dan comida a los sin techo. En las ciudades del Estado español, desgraciadamente, no hay suficiente conciencia social para que las administraciones urbanas se planteen tales medidas, porque para la mayoría de los ciudadanos, los sin techo y los hambrientos son invisibles. La amenaza, esa forma de violencia «discreta» del neoliberalismo que nos recuerda que el 99% de las personas puede acabar como el sin techo que mendiga en la esquina, se utiliza para no mirar y para no ver, y así aumenta el poder divisorio del neoliberalismo.
La lucha por el espacio, por definirlo, por el derecho a la ciudad es uno de los grandes temas pendientes de los movimientos sociales.
Dentro y fuera al mismo tiempo: espacios intersticiales
Los excluidos están en nuestra sociedad pero no se ven. Son invisibles. La antropóloga Julienne Lipson, en su investigación sobre los enfermos y el uso del espacio, da un ejemplo de esto. Lipson definió tres tipos de invisibilidad. Primera, no se ve a los enfermos porque en la mayoría de los casos están encerrados en sus casas demasiado enfermos para salir. Segunda, si consiguen salir, no se les ve porque muchas enfermedades no tienen señales externas. La tercera forma de invisibilidad, según Lipson, es cuando la persona dice que está enferma pero no se la cree ni se la toma en serio.11
Tim Cresswell, en su libro In Place/Out of Place, explica que los excluidos utilizan el espacio para lo que los poderosos no quieren que se utilice. Los sin techo que duermen en el cajero automático, los hambrientos buscando comida en el contenedor de la basura y los trabajadores precarios en la cola del comedor de Cáritas, están pero no se les quiere ver. Están, dice Cresswell, «fuera de sitio»12 y la gente controla su propia mirada para no verles. Los excluidos habitan espacios intersticiales: dentro de la sociedad pero