La tercera posición jurídica se traduciría en el poder que permite a su titular impedir la distorsión de la información personal. Este poder normalmente viene garantizado con el reconocimiento de garantías tales como el derecho a al honor y a la buena reputación. Para algunos autores, la distorsión respecto de la propia información personal no configura en estricto una vulneración del derecho a la vida privada, toda vez que el objetivo no es conocer o poner en conocimiento de otros una determinada información, sino más bien adulterarla, debiendo protegerse a través de una garantía independiente como es la del derecho al honor, cuyo contenido protegido sería distinto al de la vida privada. Coincidimos parcialmente con este enfoque, pues si bien históricamente el derecho el honor ha ameritado una protección independiente, es difícil negar que el fundamento para dicha protección no sea otro que el de custodiar la dignidad individual de las personas, sus posibilidades de autointegración personal y desarrollo al interior de una comunidad política. Podremos profundizar algo más sobre este debate en el capítulo 3 de este libro.
La cuarta posición jurídica, se materializaría como el poder por el que su titular impide la utilización de información privada por parte de terceros o del Estado. Con el término “utilización” no solo nos referimos a la obtención de algún provecho económico, como sucede en las clásicas controversias civiles en materia de derecho a la imagen, sino también al almacenamiento, procesamiento, control o develamiento de información de carácter privado. Este poder viene normalmente garantizado a modo de una libertad positiva, con el reconocimiento del derecho a la autodeterminación informativa, o como recientemente ha garantizado el artículo 8 de la Carta de Derechos Fundamentales: el derecho a la protección de datos personales. A propósito, resulta interesante notar que ese derecho se ha reconocido independientemente del derecho a la vida privada contenido en el artículo 7. Asimismo, resulta relevante señalar que, si bien la obtención de algunos datos personales puede darse inicialmente de manera lícita, su conservación y manejo podrían devenir en ilícitos. Sobre estas distinciones tendremos oportunidad de decir algo más en el capítulo 4.
La quinta posición jurídica, resultaría en el poder que permite a su titular impedir la interferencia del Estado o de terceros en las decisiones de carácter privado. Así lo ha afirmado la Corte IDH (Artavia Murillo y otros (“Fecundación in vitro”) c. Costa Rica, 2012, F. J. 257), para la que el derecho a la vida privada comprende
la capacidad para desarrollar la propia personalidad y aspiraciones, determinar su propia identidad y definir sus propias relaciones personales. El concepto de vida privada engloba aspectos de la identidad física y social, incluyendo el derecho a la autonomía personal, desarrollo personal y el derecho a establecer y desarrollar relaciones con otros seres humanos y con el mundo exterior.
Este poder normalmente viene garantizado con el reconocimiento del derecho a la intimidad o a la vida privada y familiar (cláusula genérica), y también con el establecimiento del derecho al libre desarrollo de la personalidad. Para autores como Corral Talciani (2000b, p. 346), este poder discrecional debería quedar fuera del contenido protegido del derecho a la privacidad, pues concierne, principalmente al ámbito de protección del derecho a la libertad. El profesor chileno no está convencido de las distinciones planteadas por otro sector de la doctrina, para quienes, mientras que el derecho a la libertad protegería todo tipo de acciones y relaciones, la vida privada protegería más bien decisiones que manifiestan la propia identidad, la autoexpresividad y la individualidad. A su parecer, casi todas las acciones y relaciones humanas son expresiones de la individualidad.
De opinión contraria es Simón Yarza (2017, p. 201), para quien, si bien muchas conductas consideradas dentro del ámbito de protección de la vida privada lo son también de un derecho de libertad general, la positivación como “derecho a la vida privada” se encuentra asentada ya en la experiencia histórica, de la que el Derecho no puede prescindir. Al profesor español le preocupa, más bien, que se considere como parte del contenido formal del derecho a la vida privada un derecho a “hacer el mal”, es decir, a realizar conductas moralmente ilícitas desde un punto de vista objetivo.
En esa línea, sostiene que esta dimensión discrecional del derecho a la vida privada, en lugar de configurarse en estricto como una libertad positiva, ha de entenderse más bien como un claim-right según el esquema hohfeldiano. En consecuencia, no protegería que una persona pueda tomar decisiones y realizar acciones moralmente controversiales en el ámbito privado, sino más bien una “pretensión (claim-right) a que, bajo ciertas condiciones, el Estado o los ciudadanos no le impidan a uno hacer el mal” (p. 207), toda vez que puede ocurrir que (1) a pesar de la injusticia de la conducta, existan razones de interés público para tolerarla; (2) la conducta inmoral en cuestión tenga irrelevancia política, pues —en sentido estricto— no afecte directamente a la sociedad; o (3) no exista un consenso público suficiente respecto de las razones para prohibirla coercitivamente (p. 210). Profundizaremos en las diversas posiciones sobre este debate en el capítulo 2.
A fin de determinar el contenido del derecho a la vida privada, es importante tener en consideración los límites para su ejercicio, los que se vinculan principalmente con su coexistencia pacífica con otras libertades. Ya el Convenio Europeo de Derechos Humanos señala expresamente en su artículo 8 que, toda injerencia debía estar “prevista por la ley” y constituir una medida necesaria para “la seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar económico del país, la defensa del orden y la prevención de las infracciones penales, la protección de la salud o de la moral, o la protección de los derechos y libertades de los demás”. Si bien no se encuentra expresamente señalado en la CADH, la Corte IDH (Escher y otros c. Brasil, 2009, F. J. 116) ha interpretado que “el derecho a la vida privada no es un derecho absoluto y, por lo tanto, puede ser restringido por los Estados siempre que las injerencias no sean abusivas o arbitrarias; por ello, deben estar previstas en ley, perseguir un fin legítimo y ser necesarias en una sociedad democrática”.
De opinión semejante es el TC, para quien el derecho a la vida privada coexiste con otros derechos tales como la libertad de expresión y la libertad de información, con los que entra en tensión en una variedad de circunstancias, por lo que, para lograr la delimitación adecuada de su contenido protegido, resulta necesario realizar un ejercicio de ponderación, que comprende los juicios de adecuación, necesidad y proporcionalidad (Exp. N° 6712-2005-HC/TC, 2005, FF. JJ. 40-50).
En todo caso, a modo de conclusión de este primer capítulo, creemos que es plausible afirmar que el derecho a la vida privada opera como principio rector de un abanico de derechos subjetivos que tienen como causa eficiente la protección de la interioridad y de la autointegración personal. En ese sentido, los derechos conexos al derecho a la vida privada conceden a su titular (sea una persona natural o una entidad colectiva personal como la familia) una posición jurídica en virtud de la cual se encuentra, por un lado, “libre de intromisiones o difusiones cognoscitivas de hechos que pertenecen a su interioridad corporal y psicológica o a las relaciones que ella mantiene o ha mantenido con otros, por parte de agentes externos que, sobre la base de una valoración media razonable, son ajenos al contenido y finalidad de dicha interioridad o relaciones” (Corral Talciani, 2000b, p. 347) y, por otro lado, libre también de la utilización y de la distorsión de su información personal correspondiente a datos biológicos, físicos, sobre sus relaciones personales, sus gustos o preferencias, por parte de terceros ajenos como el Estado u otras personas naturales o jurídicas.
Asimismo, creemos que el derecho a la vida privada concede a su titular una pretensión en contra del Estado, de modo que este no interfiera en su discrecionalidad sobre asuntos personalísimos (relaciones sentimentales con otras personas, ingesta o no de ciertas medicinas, aceptación o no de ciertas pruebas y tratamientos) y, además, tolere ciertas conductas que, a pesar de su presunta inmoralidad, no causen graves daños a terceros o que, aun causándolos, deberían ser toleradas para el logro de un bien mayor.
Finalmente, pensamos que no debe soslayarse que el derecho a la vida privada custodia