7. Hay que tener presente que:
ninguna nación está libre de que en algún momento el poder sea asaltado por hordas de fanáticos, o incluso que la población sea, casi sexualmente, seducida por algún líder carismático. La democracia vive siempre en peligro, y a veces sucumbe a sus propias tentaciones. Pero si en algún lugar ha habido democracia, hay que contar siempre con su poder de recuperación, pues en una verdadera democracia los principios que la rigen no viven solo en códigos, sino interiorizados en almas ciudadanas11.
Recordar también que la democracia es obra de sujetos, pero también formativa de estos.
Finalmente, no podemos dejar de apuntar que en nuestros días:
el paisaje político se ha polarizado en torno al pelotón de los cínicos tecnócratas y el de los ilusos populistas; los primeros, se sirven de la complejidad de las decisiones políticas para minusvalorar las obligaciones de legitimación, mientras que los segundos suelen desconocer que la política es una actividad que se lleva a cabo en medio de una gran cantidad de condicionantes; unos parecen recomendar que limitemos al máximo nuestras expectativas y otros que las despleguemos sin ninguna limitación. Este es hoy, a mi juicio, un eje de identificación ideológica más explicativo que el de derechas e izquierdas12.
2. SOBERANÍA Y EJERCICIO DE LA VOLUNTAD GENERAL
1. Las democracias occidentales, en su concepción inicial inspiradas en la ideología liberal y posteriormente evolucionadas hacia un Estado social y democrático de derecho, constituyen el modelo que buscamos y aspiramos a aplicar integralmente. Están basadas en el principio del autogobierno, que pretende conciliar —dice Biscaretti di Ruffia—, mediante la identificación entre gobernantes y gobernados, la libertad de cada uno con la libertad de todos. El mismo autor agrega que la extraordinaria extensión territorial en numerosos Estados contemporáneos hace que las funciones gubernativas no puedan ser asumidas directamente por todos los ciudadanos a través de la llamada democracia directa, por lo que es necesario conferir tales funciones a individuos elegidos en procedimientos electorales, llevados adelante mediante el sufragio universal y aceptando el principio de la mayoría que no olvida tutelar el derecho de las minorías. Es así como se establece la denominada democracia representativa13. Y son los valores de la libertad y de la igualdad los que caracterizan a esos regímenes democráticos, al poner de relieve la dignidad de la persona14.
Así, pues, la base ideológica común de las democracias constitucionales contemporáneas15 consiste en el convencimiento de que el poder emana del pueblo, es decir, todas las autoridades elegidas en la competencia electoral se deben al pueblo, de modo que el ejercicio del poder reposa en una trilogía de control mutuo compuesta por el Parlamento, el Gobierno y el pueblo16. En ese sistema político participa la ciudadanía libremente mediante elecciones periódicas o a través de alguna modalidad de la democracia directa como el referéndum. Al elegir a sus representantes, el pueblo les de las directrices que considera fundamentales, aunque no haya mandatos imperativos. En la actualidad ningún sistema se atreve a cuestionar o rechazar abiertamente la ideología democrática, según la cual, como hemos visto, el poder emana del pueblo. Esto no niega que en muchas ocasiones este mandato sea tomado como una careta para esconder propósitos autoritarios vinculados a la concentración del poder. Latinoamérica está, y ha estado, plagada de ejemplos que lo confirman17.
2. No existe contradicción entre los planteamientos del Estado liberal y la participación directa del pueblo en los procesos políticos, pues presupuestos tales como el individualismo o el pacto en cuanto fundamento de la sociedad política, la igualdad civil y la soberanía popular se asientan en las propuestas de Rousseau sobre dicha forma de participación, lo que ha sido aceptado con variaciones en el Estado democrático contemporáneo. El debate sobre este punto se origina en torno a las ideas de representación aparecidas en el nacimiento y la evolución posterior de la Revolución francesa de 1789. Muy resumidamente, Rousseau sostenía que la soberanía radicaba en el pueblo y que la voluntad general, expresión de la soberanía, no era susceptible de ser representada, razón por la cual consideraba que la ley, para ser válida, debía ser aprobada directamente por el pueblo18. Montesquieu19 y Sieyes20, de otro lado, afirmaban que la voluntad general solo podía ser expresada a través de representantes y que la aprobación de estos era suficiente en materia de legislación, y que la soberanía era de esa forma transferida del pueblo a la asamblea de representantes. Como señala Wieland: «lo interesante de este debate es que lo que estaba en discusión no era tanto quién era el titular de la soberanía sino, más bien, en quién recaería la potestad o facultad para expresar la voluntad general, es decir, la voluntad del titular de la soberanía»21. Todos coincidían en que el verdadero titular de la soberanía era el pueblo, pero no en cuanto a su capacidad para expresar por sí mismo su propia voluntad, debido a que tanto Montesquieu como Sieyes consideraban que el pueblo carecía de conocimientos necesarios para expresar directamente la voluntad general22.
La posición de Rousseau llevaría a la consecución de un Estado plebiscitario que descansa sobre la decisión popular y se superpondría sin límite a la racionalidad jurídica institucionalizada. Frente a ella se erige el Estado legislativo, que se asienta en la legalidad y cuyo funcionamiento se refuerza con la participación de representantes del pueblo elector. Goza el primero de una mayor legitimidad, pero se terminaría imponiendo históricamente la participación representativa, con algunas excepciones, como por ejemplo aquellas vinculadas a reformas constitucionales. Este debate no se ha extinguido; de diversas formas, sigue presente en la promoción, defensa y difusión de la democracia directa. A través de las distintas modalidades de esta democracia, el elector reconquista, frente al sistema representativo, su soberanía: «el gobierno de todos por todos se veía así restaurado en la medida de lo posible»23, siempre que la totalidad del cuerpo electoral haya sido convocado para participar en la votación.
3. Como recuerda García-Pelayo, desde el punto de vista político, el sistema democrático se caracteriza porque el pueblo es el sujeto del poder y su voluntad se convierte en la voluntad del Estado, ya que el pueblo es soberano24. Apunta este autor que el nacimiento de la democracia está vinculado a la idea de nación, es decir, a la existencia de una voluntad conjunta25; y señala que «la formación de la teoría de la representación democrática y, por consiguiente, de la democracia indirecta —aquella en la que el pueblo ejerce su poder a través de representantes— corresponde capitalmente al núcleo de las ideas jurídico-políticas de la revolución francesa»26. La formación de esa teoría se condiciona por la imposibilidad técnica de la democracia directa y por la sustitución de la idea del pueblo como algo tangible y visible por la idea de nación. En resumen, dice García-Pelayo, «es el resultado de la aplicación del principio democrático a un gran espacio y a una gran población»27.
4. Idealmente, la representación política debe tener en cuenta los intereses generales de la colectividad y de las corrientes de pensamiento ahí presentes, así como los programas de gobierno que formulan los partidos políticos. Así esta representación aparece como representación integral y genérica de los más distintos intereses de una colectividad concreta28.
Si bien un concepto amplio de representación democrática comprende a toda autoridad judicial, ejecutiva o legislativa, uno más restringido es aquel que se reserva el nombre de representación por los que han sido designados por elección popular. Estos últimos representantes no suelen estar sujetos a mandato imperativo: los electores no les dan instrucciones, ya que son representantes de toda la nación y no de una fracción de ella29.
Los derechos políticos, que son los derechos de participación en el gobierno, están fijados en la Constitución, pues es ahí donde se deciden los límites y el ejercicio del poder. En otras palabras, es el pueblo el que decidirá la forma en que se va a organizar y gobernar el país, y para tal efecto el ciudadano no requiere