Así, la mayoría del Tribunal abdicó de su función de delimitar interpretativamente los alcances, límites y/o requisitos mínimos de la vacancia presidencial por incapacidad moral permanente, cual cuestión política no justiciable; dejando a la democracia constitucional en el peligro presente y futuro de dictaduras parlamentarias que pretendan vacar al Presidente de turno por cualquier consideración usen la causal de incapacidad moral permanente a discreción y sin un límite adecuado.
En ese sentido, cabe señalar que la Comisión de Estudio de las Bases de la Reforma Constitucional del Perú (2001), estableció en su proyecto de reforma como causales de vacancia del Presidente de la República: “... d) Incapacidad permanente, física o mental declarada por el Congreso, previo dictamen médico”. Esta propuesta racionaliza el ejercicio de la decisión excepcional del Congreso ante un supuesto de incapacidad del Presidente de la República, evitando un ejercicio arbitrario del poder del Congreso, que afectaría la voluntad popular expresada en las urnas en la elección presidencial.
Por su parte, la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política propuso eliminar la figura de la incapacidad moral permanente por las siguientes razones:
La incapacidad moral permanente alude a la incapacidad mental permanente, por tanto, este supuesto puede perfectamente ser incluido en el de la incapacidad física […] Asimismo, y dado que el Presidente de la República no puede ser acusado constitucionalmente durante su mandato, salvo por las causales específicas del artículo 117 de la Constitución, sus detractores invocan a la figura de la incapacidad moral permanente para forzar su vacancia del cargo. Estos confunden la incapacidad moral permanente con un cuestionamiento ético a la investidura del Presidente (2019, pp. 119-120).
No obstante, como las cuatro causales de acusación al Presidente durante su mandato son muy estrechas, sin perjuicio de eliminar la incapacidad moral como causal de vacancia, se podría añadir al artículo 117 la causal de “conducta incompatible con la dignidad del cargo” (CEBRCP, 2001, p. 58), habida cuenta de la historia de la corrupción presidencial pasada y presente. De esta forma, procedería la acusación constitucional, siempre con las garantías del debido proceso parlamentario sancionador de los artículos 99 y 100 de la Constitución.
3.3. Aceptación de su renuncia
La renuncia al cargo presidencial ha estado directamente vinculada al unísono de los cambios políticos y sociales de cada época. Algunos de esos cambios fueron más estructurales —como la independencia de España y el establecimiento de la República— y otros más coyunturales —como las guerras civiles, las guerras internacionales y las revoluciones civiles y militares—. Así, desde las batallas por independencia de España y la formación de la República, el general San Martín, Protector del Perú, renunció presionado por el Congreso en favor del Libertador Simón Bolívar en 1822, para que culminara con la derrota de los ejércitos españoles, la que se concretó en las batallas de Junín y Ayacucho en 1824.
A partir del establecimiento del Estado de Derecho con las primeras constituciones, se puede señalar que, antes que renuncias presidenciales, se produjeron golpes de Estado militares que usurparon el poder presidencial; como el “Motín de Balconcillo”, hecho llevado a cabo por caudillos militares quienes obligaron al Congreso a imponer al general José de la Riva-Agüero como Presidente en 1823; luego vendrían los golpes de Estado de los generales Agustín Gamarra en 1829, Felipe Salaverry en 1835, Manuel Vivanco en 1844, Ramón Castilla en 1855, Mariano Ignacio Prado en 1865, Nicolás de Piérola en 1879 y luego las sucesiones presidenciales en el período de crisis de la post guerra con Chile. Esta inestabilidad generó un segundo período de gobiernos militares, que fue roto a finales del siglo XIX cuando se logró un relativo grado de estabilidad constitucional, conocido como el período de la República Aristocrática hasta comienzo del siglo siguiente (Basadre, 2005, tomo 12).
Ya entrado el siglo XX se retoman los golpes de Estado militares con Oscar Benavides en 1914, Augusto Leguía —quien realizó un autogolpe— en 1919, Luis Sánchez Cerro en 1930, Manuel Odría en 1948, Nicolás Lindley en 1963, Juan Velasco en 1968, Francisco Morales Bermúdez en 1975 y Alberto Fujimori —civil— realiza un autogolpe en 1992. Este curso histórico muestra que la falta de estabilidad y respeto del período presidencial ha estado vinculada directamente con los acontecimientos políticos y militares de cada época y que el conflicto entre el gobierno y la oposición parlamentaria se ha procesado más con golpes de Estado que con las renuncias presidenciales.
Sin embargo, se puede dar testimonio de algunas renuncias presidenciales en el siglo XIX, como la del general Mariano Ignacio Prado el 7 de enero de 1868, que se dieron debido a la imposibilidad de sofocar las sublevaciones militares conservadoras en Arequipa y Chiclayo como rechazo a la expedición de la Constitución liberal de 1867 Constitución2. En el siglo XX, en el caso del golpe de Estado militar conservador contra el Presidente Guillermo Billinghurst del 4 de febrero de 1914, quien denunció la corrupción y los privilegios de las grandes familias y dictó medidas en favor del pueblo, fue conminado el día del golpe a escribir lo siguiente: “En vista de la actitud asumida por la Guarnición de Lima invocando la defensa de la Constitución, dimito a la Presidencia de la República ante el Ejército” (Basadre, 2005, tomo 13, p. 110).
En el caso del Presidente Augusto Leguía, después de realizar un autogolpe de Estado, reelegirse consecutivamente dos veces y encarcelar o desterrar a sus opositores (1919-1930), su régimen se desmoronó al punto que presentó su dimisión ante una Junta de Gobierno Militar el 24 de agosto de 1930 presidida por el general Ponce, quien le exigió su renuncia; junta que no fue reconocida desde Arequipa por el comandante Luis Sánchez Cerro, quien, inspirado en el “Manifiesto de Arequipa” —redactado por José Bustamante y Rivero, quien luego sería Presidente de 1945 a 1948—, asumió la Junta Militar de Gobierno, con respaldo popular, disponiendo la detención y proceso por un tribunal ad-hoc al ex Presidente Leguía, quien murió en prisión producto de una grave enfermedad (Benavides, 1952).
Distinta fue la respuesta de los Presidentes José Bustamante y Rivero al golpe de Estado del general Manuel Odría el 27 de octubre de 1945 y de Fernando Belaúnde Terry ante el golpe de Estado del general Juan Velasco Alvarado el 3 de octubre de 1968, dado que no se sometieron a renunciar ante los golpistas; motivo por el cual fueron deportados e impedidos de regresar al Perú durante los períodos de dichos gobiernos de facto, con partidos perseguidos, congresos clausurados, libertad de expresión coactada, sometimiento del Poder Judicial al poder político, etc. Muestra de ello es la sentencia de la Corte Suprema de Justicia que rechazó el hábeas corpus de Bustamante para poder retornar al Perú, ante el llamado a elecciones del dictador Odría en 1956 (Bustamante, 1949).
En el siglo XXI se registran tres renuncias presidenciales que caracterizan el cierre del ciclo del autogolpe de Estado de Fujimori y el agotamiento de la transición democrática en su relación con las fuerzas autoritarias. El primer caso está referido a la renuncia a la presidencia de la República por parte de Alberto Fujimori el 19 de noviembre del 2000 desde el Japón y a través de una carta enviada por fax, bajo el argumento de que:
[…] he llegado a la conclusión de que debo renunciar, formalmente, a la Presidencia de la República, situación que contempla nuestra Constitución, para, de este modo, abrir paso a una etapa de definitiva distensión política que permita una transición ordenada y, algo no menos importante, preservar la solidez de nuestra economía.
La mayoría parlamentaria democrática rechazó la dimisión debido a que el abandono del cargo se dio en medio de una grave crisis de corrupción gubernamental, además de que Fujimori había aprovechado la autorización que le brindó el Congreso para viajar a unas reuniones internacionales en Brunei y Panamá, se desvió y se refugió en Tokio, desde donde renunció a la Presidencia. Esto dio lugar a que el Congreso decida acusarlo y procesarlo en un juicio político por infracción constitucional y delito en el ejercicio de funciones, en el que se le declaró culpable y se le inhabilitó en el ejercicio de la función pública por 10 años, según la Resolución Legislativa N° 018-2000-CR, del 23 de febrero del 2001.
La acefalía de la