Sin embargo, y como hemos visto, la definición de la corrupción que ofrecía Rodolfo Vázquez era bastante más estricta. En su análisis incorporaba como elemento definitorio de la corrupción la presencia de un tercero; de modo que el acto corrupto era presentado como un “delito participativo”, cuyos casos paradigmáticos serían el soborno y la extorsión. Quizás estos sean efectivamente los casos más graves y/o extendidos de corrupción y merezca la pena analizar sus peculiaridades (la vinculación, por ejemplo, que estos delitos tienen con lo que Vázquez propone llamar “camarillas”: los sectores a los que beneficia la existencia de servidores públicos corruptos32), pero creo que no conviene olvidar que no son los únicos supuestos. El hecho de incorporar como elemento necesario para hablar de corrupción la participación de otra persona restringe en mi opinión injustificadamente el ámbito de aplicación de este concepto, dejando fuera, por ejemplo, los casos en que alguien utilice los poderes de decisión que le atribuye su cargo directamente en beneficio personal (pensemos en un servidor público que alquila por un ventajoso precio un local de su propiedad al organismo público al que representa; o el concejal que, a la hora de participar en el diseño de un plan urbanístico, tiene como objetivo revalorizar terrenos de su propiedad).
Lo que he querido poner de manifiesto con este análisis es precisamente la idea de que quizás no todos los actos de corrupción puedan ser configurados como “delitos”. La idea de delito implica necesariamente la “tipicidad” de la conducta, mientras que —como hemos visto— puede haber muchos incumplimientos de deberes vinculados al desempeño de una responsabilidad que, aunque podrían ser considerados como actos corruptos (pues sustituyen los fines a los que el sujeto debe lealtad por otros fines distintos), y como tales altamente reprochables, podrían no cumplir con las exigencias que consideramos justificado exigir para sancionar penalmente una conducta.
Volvamos de nuevo, para terminar, a la cuestión de las estrategias de lucha contra la corrupción. Si no todos los incumplimientos de deberes vinculados al desempeño de funciones pueden estar tipificados previamente, parece obvio que resultará insuficiente abordar la lucha contra la corrupción exclusivamente desde la perspectiva de la atribución de sanciones (penales o de otro tipo) para los actos corruptos. Necesitamos también diseñar estrategias que dificulten estas conductas, las desincentiven y promuevan en el ámbito público la realización de conductas responsables. En este punto, y como ya hemos visto, las propuestas de Rodolfo Vázquez vienen a señalar que dichas estrategias coinciden precisamente con intensificar los elementos definitorios de un Estado democrático de Derecho. El punto de partida de su argumentación se encuentra en lo que considera la “ecuación básica de la corrupción”: “Corrupción es igual a monopolio de la decisión pública más discrecionalidad de la decisión pública menos responsabilidad (en el sentido de obligación de dar cuentas) por la decisión pública”33.
A partir de ella, la receta que propone nuestro autor consistiría en (1) optar por procedimientos democráticos de toma de decisión; (2) hacer que la toma de decisiones siga criterios previamente acordados (imperio de la ley o legalidad de la administración); y, por último, (3) instituir y fortalecer numerosos mecanismos de rendición de cuentas (independencia del poder judicial, control de la acción del Gobierno por el parlamento, elecciones periódicas, y ante la opinión pública: derecho de acceso a la información y libertad de expresión).
Es difícil no compartir la relevancia de estas tres exigencias señaladas por Rodolfo Vázquez, pero creo que la aceptación de la segunda requiere alguna matización. Muchas veces se dice que el mejor mecanismo para luchar contra la corrupción es “eliminar la discrecionalidad”, pero así definida se trata de una empresa llamada al fracaso. La atribución de poderes discrecionales juega un papel fundamental y positivo en nuestras sociedades; se trata de un fenómeno central y necesario para llevar a cabo una de las funciones esenciales de los Derechos contemporáneos: la de promover activamente ciertos fines o valores. La discrecionalidad así entendida ha de concebirse como un modo normal de conferir poderes allí donde se considera importante que los órganos jurídicos o políticos adopten decisiones atendiendo a las evaluaciones que ellos mismos realicen a la luz de las circunstancias de los casos concretos; evaluaciones que pueden —y creo que deben— estar sometidas a control34. La solución al problema de la corrupción, por tanto, no puede consistir en reglar minuciosamente todos los poderes que poseen los servidores públicos para que sus decisiones sean siempre aplicaciones mecánicas de reglas preexistentes, sino más bien en fortalecer la cultura del control de la discrecionalidad.
Si ello es así, y por tanto la discrecionalidad de los servidores públicos resulta en algunos ámbitos inevitable (e incluso positiva), hemos de ser conscientes de que en la lucha contra la corrupción cobrarán especial relevancia los esfuerzos dirigidos a diseñar las instituciones de modo que se dificulte el que las actuaciones de los servidores públicos estén motivadas por intereses espurios. Muchas de las medidas que —con mayor o menor éxito— hoy se reclaman vinculadas a los principios de “transparencia”, “responsabilidad” o “buen gobierno” van precisamente en esa línea: se trata de prevenir posibles conflictos de intereses (a través del régimen de incompatibilidades, del control de “puertas giratorias”…) o al menos de dificultar la ocultación de las actuaciones corruptas (a través de una máxima publicidad de las actuaciones de las administraciones públicas y del fortalecimiento del derecho de acceso a la información pública por parte de los ciudadanos).
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