Como es sabido, la virtud de la responsabilidad ocupa un lugar central en la filosofía político-moral de Dworkin25; este autor sostiene la tesis de la unidad del valor: los valores éticos y morales dependen unos de otros. Su punto de partida se encuentra en la ética, que sería la que se ocupa de cómo debemos vivir nuestras propias vidas y que es presentada precisamente como una cuestión de responsabilidad hacia nosotros mismos. La ética estaría integrada por dos principios fundamentales: el principio de auto-respeto y el principio de autenticidad, los cuales constituyen conjuntamente una concepción de la dignidad humana. El principio de auto-respeto obliga a tomarnos en serio nuestra propia vida: “vivir bien”26 es un asunto importante para cada persona, de modo que siempre sería un error despreocuparse sobre cómo vivir27. De acuerdo con el segundo principio, el de autenticidad, cada persona tiene una especial responsabilidad (en el sentido de deberes de rol) para identificar lo que cuenta como un éxito en su propia vida. Ambos principios están conectados: es precisamente el tomar en serio nuestra vida lo que nos lleva a considerar que “vivir bien” exige expresarnos a nosotros mismos, es decir, buscar una forma de vida que consideremos correcta para nosotros y nuestras circunstancias. La autenticidad determina la formación de un carácter o estilo de vida propio, que no puede ser el simple reflejo de una convención social o de las expectativas de otros. Ello no supone —según Dworkin— que debamos mantenernos libres de toda influencia, ni tampoco que la única fuente de valor sea nuestra convicción, o que no haya valores objetivos; sino simplemente que no debemos abandonar la responsabilidad de decidir cómo debe ser nuestra vida. Esta responsabilidad es la que nos exige construir un orden coherente que refleje nuestra concepción de los deberes y virtudes morales y, además, integrar ese orden en una red más amplia de valores.
Creo que esta aproximación a la virtud de la responsabilidad está muy próxima a la idea de autonomía a la que Rodolfo Vázquez se refiere al reclamar la importancia de la “responsabilidad” de los servidores públicos como mecanismo contra la corrupción. Ahora bien, conviene notar que el análisis dworkiniano está hecho desde la perspectiva de la ética, es decir, se trata de una responsabilidad que hace referencia a los deberes que un individuo tiene respecto a cómo vivir su propia vida, y es en ese sentido en el que aquí cobra especial relevancia la idea de autenticidad o sinceridad. Pero no es esta perspectiva ética (centrada en los deberes frente a uno mismo) la que más nos interesa para abordar el tema de la corrupción en el ámbito público. La corrupción tiene que ver con el incumplimiento de responsabilidades públicas, aquéllas que son encomendadas en el marco de un sistema normativo a ciertos sujetos para que procuren la consecución de objetivos en beneficio de intereses generales. Se trata de actuaciones que han de gestionar no intereses propios del sujeto que actúa, sino intereses ajenos (en particular los intereses generales)28. Nos encontramos aquí, por tanto, ante la exigencia de una virtud de carácter público. En este sentido, y como ya hemos señalado, Rodolfo Vázquez incorpora la responsabilidad al catálogo de “valores cívicos” que considera indispensable para fundar una postura liberal igualitaria como la que él defiende29.
Pero, aunque la situación es obviamente distinta y requiere de no pocas precisiones respecto a la de la responsabilidad por la propia vida, creo que el análisis dworkiniano de la virtud de la responsabilidad sigue resultando útil para desentrañar qué es lo que exige el buen desempeño de las responsabilidades vinculadas al ejercicio de funciones públicas. La virtud de la responsabilidad hace referencia a la integridad: a la posibilidad de derivar las acciones de un mismo grupo de principios y valores esenciales. Pues bien, en los casos que ahora nos interesan, los principios y valores con los que han de resultar coherentes las acciones del sujeto responsable vendrán determinados por los fines y valores que pretende desarrollar la institución en la que se incardina la concreta función objeto de responsabilidad. Los fines y valores a perseguir, le vienen —por así decir— impuestos al sujeto que ostenta la responsabilidad al que se le exigirá “lealtad” a los mismos; pero eso no quita que siga siendo necesario que para determinar las concretas acciones a desarrollar en el ejercicio de sus funciones el sujeto tenga que deliberar de manera responsable: sincera e íntegramente.
En estos casos nos encontramos con responsabilidades públicas: aquellas encomendadas en el marco de una práctica normativa a ciertos sujetos para que procuren la consecución de objetivos en beneficio de intereses generales. Se trata, como hemos dicho, de actuaciones que no han de gestionar los propios intereses del sujeto que actúa, sino intereses de otros (en particular, intereses generales o de todos), por lo que el concepto de representación puede resultarnos aquí de utilidad: el deber del representante se define atendiendo precisamente a la maximización de los intereses de aquello que se representa y que puede ser no solo uno o varios individuos, sino también una institución, o intereses colectivos30.
3. DE NUEVO SOBRE LA DEFINICIÓN DE CORRUPCIÓN Y SOBRE LOS MECANISMOS PARA SU PREVENCIÓN
Hemos visto que el buen desempeño de los deberes vinculados al ejercicio de los cargos públicos implica preocuparse por las consecuencias de las acciones, en particular buscando la optimización de aquellos fines y valores que dotan de sentido a la institución en la que dicho cargo se inserta. El servidor público debe lealtad a estos fines y valores. Su actuación en un caso concreto debe velar por los mismos y no por otros intereses ajenos a ellos (sean los suyos propios u otros intereses particulares). A partir de aquí creo que podemos ofrecer una aproximación amplia al fenómeno de la corrupción (que, en mi opinión, se correspondería bastante con el uso que habitualmente hacemos de esta expresión) en los siguientes términos: Se trata de supuestos en los que el sujeto que ostenta la responsabilidad no actúa, en el ejercicio de su función, de acuerdo con los principios (fines o valores) a los que debe lealtad, sino persiguiendo objetivos distintos. Una decisión corrupta en el ámbito público será, entonces, aquella que sustituye los fines y valores por los que se ha de velar en el ejercicio de la función pública por parte del órgano decisor, por otros fines distintos. Recordemos que el servidor público no gestiona sus propios intereses, sino intereses públicos definidos normativamente, y es por estos por los que ha de velar en su actuación. En este sentido actuaría corruptamente quien, en la toma de su decisión, no se guiara por la defensa de los intereses públicos por los que ha de velar, sino por sus propios intereses o por otros intereses particulares.
De este modo, y aunque no es fácil ofrecer una definición omnicomprensiva para todos aquellos fenómenos que calificamos usualmente como corrupción, creo que la clave se encuentra precisamente en la idea de deslealtad a los fines y valores por los que se ha de velar en función de una determinada posición social en el marco de una institución; se trata de los casos en los que el sujeto que ocupa dicha posición, a la hora de ejercer los poderes de decisión que le otorga su cargo sustituye los intereses por los que ha de velar por otros intereses (sean propios o ajenos). En este sentido, podríamos definir un acto de corrupción como aquel que implica el incumplimiento de un deber vinculado a alguna posición social con el propósito de obtener —para sí o para terceros— un beneficio indebido31.
El caso paradigmático de conducta corrupta por parte de un servidor público sería el de aquel que utiliza su cargo para enriquecerse, o para favorecer a amigos o allegados. Nos encontraríamos, entonces, dentro de este amplio fenómeno de la corrupción, desde casos que pueden ser considerados como “corrupción de alta intensidad”, pensemos en el tamaño de una contratación pública por parte de un político a cambio de una comisión para sí mismo o para su partido político (o para ambos); hasta aquellos casos que suelen calificarse como “corrupción de baja intensidad”, pensemos en un profesor que aprueba al hijo de un colega para mantener una cómoda relación laboral, o en un médico que receta una determinada marca de medicamentos no por sus cualidades sino por las ventajas “extraposicionales” que le ofrece