A nuestro de modo de ver, estos casos (aunque parecen ofrecer una respuesta a la conducta de los abogados) ilustran las limitaciones de las facultades de los árbitros in statu quo para regular la conducta de los abogados. Esto por, al menos, tres razones: (i) en ambos casos, tratándose de arbitrajes de inversión, el análisis sobre los “poderes inherentes” se efectúa sobre la base de la interpretación del Convenio CIADI (un tratado internacional) y del derecho internacional público por lo que, difícilmente, es extrapolable a la discusión sobre el arbitraje comercial doméstico o internacional40; (ii) aun asumiendo que dichos “poderes inherentes” también puedan encontrarse en la práctica del arbitraje comercial, estos derivan de normas dirigidas a regular el proceso y no de normas deónticas; de allí que la aproximación del tribunal arbitral en el caso Rompetrol c. Rumania sea adecuada al reducir las posibilidad de utilizar dichos poderes a supuestos extremos. Sobre este punto es ilustrativa la decisión de un Comité ad hoc de anulación en un caso en el cual el demandante alegó el abogado del demandado había representado en un proceso anterior y conexo a éste a su cliente. Las partes alegaron la aplicación de normas de ética locales, el Comité sostuvo en relación con éstas: “The material is valuable to the extent that it reveals common general principles which may guide the Committee. But none of it directly binds the Committee, as an international tribunal. Accordingly, the Committee’s consideration of the matter is not, and should not be, based upon national jurisdiction. Such codes may vary in theur detailed application. Rather, the Committee must consider what general principles are plainly indispensable for the fair conduct of the proceedings”41; y (iii) en el caso de la distribución de costos como un mecanismo de respuesta a la conducta de los abogados, se trata de un mecanismo ex post por lo que —más allá de una fuerza disuasiva que tenga efectos sistémicamente— en el caso concreto no previene las demoras o la disrupción que una conducta poco ética pueda generar en la otra parte, sino que únicamente las sanciona hacia el final del proceso por lo que su efecto es limitado. Por ende, asumir que los tribunales arbitrales tienen facultades suficientes para controlar este tipo de conductas no es correcto.
Pero aun asumiendo que los tribunales arbitrales tuvieran facultades suficientes para controlar la conducta de los abogados en el arbitraje, restaría el problema evidenciado en este acápite: la multiplicidad de normas potencialmente aplicables y la incertidumbre sobre cuál debe ser aplicada y cómo. En efecto, el árbitro investido hipotéticamente de facultades para controlar la conducta de los abogados tendría que navegar las turbias aguas de los diferentes estándares domésticos de conducta aplicables a cada abogado, que conducirían a distintos parámetros de conducta aceptable42, un resultado no deseado.
3.2. Dificultades en la adopción de un Código de Ética para abogados aplicable al arbitraje
Un intento por adoptar un Código de Ética como el propuesto se enfrenta, al menos, a tres dificultades: (i) la dificultad para determinar su contenido, (ii) la idoneidad o inidoneidad de los árbitros para aplicar las normas de dicho código y (iii) el riesgo de que el Código de Ética propicie un incremento en costos ante las complicaciones procesales que supondría su aplicación. En este acápite ensayamos una respuesta a cada una de estas dificultades.
En relación con el contenido, parece sostenerse que un Código de Ética debiese reflejar estándares comunes a la práctica del arbitraje43. De acuerdo con este argumento, una regulación doméstica fallaría en reflejar con suficiencia las diversas prácticas y elementos culturales que suelen estar involucrados en un arbitraje internacional. Sin embargo, el argumento no es correcto. Por un lado, un Código de Ética no debería tener una vocación totalizante (esto es, una intención de recoger exhaustivamente todas las prácticas comunes al arbitraje) y, nada impide, que una correcta labor legislativa permita dar forma a un código que refleje las prácticas actuales del arbitraje.
Por otro lado, las normas deónticas no se aplican en vacío, pretender que las normas deónticas también se sustraigan a toda realidad específica (que, de algún modo, sean “deslocalizadas”) es erróneo. El Código de Ética debe también reflejar la realidad de la práctica local pues sólo así podría resultar realmente útil para atender los problemas que se suscitan en el Perú. Como han señalado Bishop y Stevens (2010), las normas deónticas “(…) son manifestaciones de valores humanos condicionados por la educación y la tradición, jurídica y no jurídica, que no pueden —con un sorbete— ser ordenados en una comunidad global, ordenada y consensual.” (p. 396).
Aun habiendo determinado cuáles serían estas normas, se ha sostenido que únicamente podría lograrse normas amplias y, por ende, de escasa o nula utilidad44, sin embargo, la crítica no parece acertada. El arbitraje no es ajeno a normas abiertas en relación con la conducción del proceso, piénsese en el deber de los árbitros de permitir que las partes tengan una oportunidad razonable de presentar su caso (la norma no señala qué debe entenderse por “razonable”). Dicho de otro modo, el arbitraje no es ajeno a determinaciones de prudencia jurídica que deben efectuarse caso a caso. Lo central, a nuestro modo de ver, es que un Código de Ética conceda facultades expresas a los árbitros para controlar conductas que, sobre un análisis de los hechos concretos, contravengan principios de ética profesional.
En relación con la segunda de las dificultades, la Association Suisse de l’Arbitrage (2014) ha criticado que pretenda atribuirse a los árbitros la función de supervisar la conducta de los abogados. Según su argumento, la función de adjudicar una controversia y la función de supervisar el cumplimiento de los deberes profesionales de los abogados son incompatibles: “la persona quien decide la disputa presentada por el abogado de las partes no debe al mismo tiempo decidir si el abogado cumple con las normas ética de la profesión” (p. 2). Sin embargo, no encontramos razones suficientes para sostener que esto sea así. Por el contrario, si la conducta de los abogados tiene un impacto directo en la integridad del proceso arbitral o en los derechos de la otra parte, el árbitro es el llamado a controlar dicha conducta como parte de su labor de conducción eficiente del proceso arbitral. En ese sentido, no puede entenderse que la función de los árbitros sea únicamente resolver sobre el fondo de una controversia, sino que también conducir de la manera más eficiente un proceso.
De igual modo, sobre esta segunda dificultad se ha manifestado que: (i) siendo que los árbitros suelen tener escasa conexión con la sede del arbitraje, la aplicación de normas locales (como lo sería el Código de Ética que proponemos) resultaría compleja; y (ii) tratándose de árbitros, suelen carecer de competencia para aplicar normas locales relativas a la conducta profesional de abogados45. A nuestro modo de ver ambas cuestiones son salvables.
Con relación a la primera, asumiendo que en efecto los árbitros tengan escasa o nula conexión con la sede del arbitraje, ello no enerva su capacidad para aplicar normas locales. De hecho, suele ser ése el ejercicio que efectúan cuando resuelven controversias cuyo derecho aplicable es un ordenamiento jurídico que les resulta ajeno. Adicionalmente, dicha dificultad se ve mitigada si dichas normas éticas reflejan los estándares internacionales actuales que sí les resultan familiares.
Con relación a la segunda, la crítica es inapropiada pues no pretendemos que los árbitros asuman competencia sobre normas emitidas por colegios profesional o normas locales que cuenten con un mecanismo propio de supervisión. El Código de Ética sería una norma (que junto a la Ley de Arbitraje y como tal, parte de la lex arbitri), otorgue a los árbitros expresamente la facultad de adoptar medidas enfocadas en el proceso46 y en que éste cumpla su fin.
En cuanto a la tercera de las dificultades, se ha sostenido que el Código de Ética no prevendría el uso abusivo de las partes, causando pérdidas adicionales de tiempo y dinero, lo que abundaría en una conducción poco eficiente del proceso. Consideramos que la dificultad es salvable si el Código de Ética ofrece respuestas concretas a la conducta de los abogados. Por ejemplo, si el Código incluye una regla clara de privilegio legal, entonces ello reduce la posibilidad de discusión entre las partes con relación a qué privilegio legal resulta aplicable. En todo evento, el riesgo de que el Código de Ética propicie conductas abusivas