En este sentido, el que respeta su palabra y más aún su voluntad jurada genera, por ser oración realizativa, ‘confianza’ ante sí mismo, ante el otro –al mostrarse como un ser coherente que posibilita así lo social– y ante el lenguaje. Así, evita la ‘farsa’ de la palabra propia de quien hace, gracias a su ‘egoísmo’, un mero uso instrumental del discurso. Aspecto que nos recuerda a Hume y a Schopenhauer. Este útlimo escribió:
La profunda aversión que despiertan siempre el dolo, la deslealtad y la traición se debe a que la fidelidad y la honradez son el lazo que desde el exterior restablece la unidad de la voluntad fracturada en la pluralidad de individuos y de ese modo pone límites a las consecuencias del egoísmo nacido de aquella fractura. La infidelidad y la traición desgarran ese lazo externo y dan así un margen ilimitado a las consecuencias del egoísmo40.
Este asunto fue desarrollado por Nietzsche, en el momento en que diferencia al hombre libre, propio de la moral activa y a quien le es lícito hacer promesas por cuanto respeta su palabra y así construye confianza, del hombre bajo, propio de la moral reactiva o de los esclavos y quien cumple por temor al castigo, o peor aún ni siquiera respeta su propia palabra, en cuyo caso debe haber castigo so pena del rompimiento de los lazos sociales41:
El hombre "libre", el poseedor de una voluntad duradera e inquebrantable, tiene también, en esta posesión suya, su medida del valor: mirando a los otros desde sí mismo, honra o desprecia; y con la misma necesidad con que honra a los iguales a él, a los fuertes y fiables (aquellos a quienes les es lícito hacer promesas), –es decir, a todo el que hace promeras como un soberano, con dificultad, raramente, con lentitud, a todo el que es avaro de conceder su confianza, que honra cuando confía, que da su palabra como algo de lo que uno puede fiarse, porque él se sabe lo bastante fuerte para mantenerla incluso frente a las adversidades, incluso "frente al destino"–: con igual necesidad tendrá preparado su puntapié para los flacos galgos que hacen promesas sin que les se lícito, y su estaca para el mentiroso que quebranta su palabra ya en el mismo momento que aún la tiene en la boca42.
De esta manera, según Agamben, el juramento puede entenderse más que como un sacramento del poder/verdad como uno del ‘lenguaje’, que se funda a su vez en la ‘confianza’ humana sobre la capacidad de la ‘palabra’ de transformar la realidad. Ahora bien, la cultura suele hacer uso de mitos religiosos para proteger tal confianza, pero si esta última se va erosionando, la respuesta cultural suele ser la de aumentar el temor a la maldición, a la sanción divina, al perjurio. Sin embargo, agregamos, esto tiene un límite claro: la eficacia de la coacción. Es decir, que es común que los sistemas sociopolíticos protejan un ‘imperativo primario’43, en este caso la confianza en la palabra jurada, mediante un ‘imperativo secundario’, la coacción (moral y jurídica, según el caso). No obstante, si la coacción no genera el miedo adecuado44 o es ineficaz de forma general y durante un buen tiempo45, la norma misma pierde su sustento.
Entonces, para Agamben, si la confianza se resquebraja de forma general y continua, si se vacía de sentido de manera definitiva, las consecuencias políticas y procesales de tal acción serían nefastas para nuestra cultura. Es por ello que, para este autor, de forma similar a Prodi, si la sociedad democrática occidental no revalora el juramento, el sustrato político del que tanto se enorgullecen los europeos se vendría a pique. Por dar un caso, reconstruir el juramento como ‘sacramento del lenguaje’ sería un buen antídoto cultural contra el totalitarismo, pues este último se basa en la ‘farsa’ y en la mentira, tanto en el plano político como en el judicial.
Así las cosas, tanto Prodi como Agamben compartirán la idea de que es necesario volver a revisar los paradigmas que produjeron la secularización del juramento, para de esta manera ponerle coto al relativismo extremo que le hace juego a movimientos opuestos, como los fundamentalismos, que son el gran peligro de la actualidad occidental. Sin embargo, nosotros no vamos tan lejos en este libro. No podemos asegurar tan tajantemente, como lo hacen tales autores, que sin juramento –sea sacramento del poder/verdad o del lenguaje– la sociedad occidental está condenada a una transformación radical y no necesariamente mejor. Máxime si se tiene en cuenta la pluralidad de teorías razonables que existen sobre cuál es la sustancia de la democracia46. Sin embargo, luego de nuestro estudio, sí podemos vislumbrar cómo el juramento político y el procesal se han transformado a lo largo del siglo XIX colombiano. Con él se muestran diferentes aristas culturales que son importantes para rastrear la historia política y procesal del país. Hasta aquí podríamos llegar.
Al ver la evolución del juramento podemos comprender por qué en épocas de marcado historicismo era necesaria la ritualidad de la ‘jura’ para que la Constitución, como la de Cádiz, se convirtiese en una norma fundante de las nuevas relaciones políticas en el virreinato, aunque bien lo señalamos tal carta no fue plenamente eficaz en nuestro entorno47. Es que los pactos históricos que fundamentan las estructuras más básicas del poder, como la relación de vasallaje y el alcance de las libertades, por mencionar dos casos, se hunden en la ‘historia’ y se solidifican por el juramento de lealtad que se hace al pacto. No es de extrañar la exigencia del juramento religioso y corporativo en aquellos momentos constitucionales, no solo para Cádiz, sino también para las primeras constituciones republicanas. Otra cosa es cuando el juramento va perdiendo su valor simbólico, que lleva a que se elimine el juramento de lealtad por parte del pueblo, por lo que quedan solo algunos vestigios de este en el juramento político que prestan los funcionarios públicos al momento de tomar posesión de sus cargos, en especial de los de más alto rango.
Volviendo sobre el juramento procesal, y ya dejando atrás a Prodi, hay también una buena literatura especializada pero más desperdigada y que no ha logrado la cota de desarrollo que sí ha tenido ante el juramento político. Incluso, buena parte de los trabajos históricos –buenos o malos– del juramento procesal se han hecho más en la dogmática procesalista que en la propia iushistoria. Varias de estas obras serán reseñadas en las notas de pie de página de este libro, pero podría agregarse la literatura que hemos construido sobre el tema aplicado, especialmente al siglo liberal en Colombia48.
No obstante, el tema del juramento está lejos de ser considerado como saturado. Faltan muchos campos por explorar como sería, por ejemplo, dilucidar el papel del juramento en el usus mercatorum49. Especialmente, en el comercio transatlántico de la «Carrera de Indias», dado que, si seguimos algunas fuentes ya citadas, jurar era una ritualidad usada por los mercaderes peninsulares e hispanoamericanos, más aún cuando no se conocían previamente los contratantes, pues la voluntad (hecha palabra) de los comerciantes, mutuamente aceptada con juramento recíproco, fue el soporte de muchos contratos comerciales, a pesar de las continuas advertencias ya vistas sobre los riesgos que esto comportaba, como las del dominico Tomás de Mercado50. Es que el juramento daba confianza a la voluntad contractual del otro, en especial cuando no había redes previas que uniesen a los comerciantes contratantes, pero una vez la confianza –como soporte del usus mercatorum– y el juramento –como sistema de garantía del contrato– van perdiendo su valor simbólico, empieza a aparecer con toda su fuerza el papel (y con él se consolida la prueba documental) en el mundo de los negocios51.
1 Traducción propia del alemán. En el alemán de la época: «Es kann also wohl eine Zeit kommen, wo er überflussig seyn wird; ietzt aber ist er unentbehrlich, und kann und muss auch von den Aufgeklärtesten geleistet werden».
2 En Philosophische Prüfung der verschiedenen Meinungen über den Eid, citado por Prodi Paolo. Il sacramento del potere. Il giuramento politico nella storia costituzionale dell’Occidente. Bologna: Il Mulino, 1992, pág. 461.
3 «¿Para adquirir las competencias orales y escritas de ese lenguaje disciplinar es necesaria y/o suficiente la literatura? Creemos que no, aunque pueda servir, junto a un buen acompañamiento del docente (quien debe ser ya competente en el lenguaje disciplinar)