«En términos de educación cívica, de niveles de analfabetismo y de desarrollo económico –afirma este historiador norteamericano– se encontraba al nivel de Inglaterra en las décadas de 1850 o 1860, o de Francia en las de 1870 o 1880»9.
«Había fuertes tensiones sociales –continúa Coverdale–. En el campo, muchas familias apenas podían ganarse la vida. En el sur, unos pocos terratenientes poseían enormes extensiones de tierra improductiva, cultivadas por huestes de asalariados que podían considerarse afortunados si conseguían trabajar medio año. En algunas regiones del norte los pequeños propietarios intentaban ganarse la vida con parcelas diminutas, insuficientes para mantenerlos»10.
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El Seminario de San Francisco de Paula, donde residía Escrivá, tenía su sede en el Seminario Conciliar de San Valero y San Braulio, y estaba situado muy cerca de la Basílica del Pilar11. Durante su estancia gozó de media beca gracias a las gestiones de su tío Carlos. Esto no era demasiado excepcional, ya que solo seis seminaristas pagaban la pensión completa.
El Seminario tenía su sede en un edificio antiguo que contaba con agua corriente. Durante los años veinte esa expresión quería decir, en concreto, que había un grifo en cada planta en el que los internos podían llenar de agua sus jofainas. No podían entrar mujeres y unos cuantos encargados se ocupaban de la limpieza, que nunca alcanzó niveles demasiado elevados.
No había luz eléctrica, que se reservaba para el oratorio y las zonas comunes. Eran treinta y siete seminaristas en total, entre internos y externos. Los internos disponían de un cuarto minúsculo con un jarro con agua y una palangana para asearse. Guardaban su ropa en la maleta o el baúl que habían traído, y cada cual se las apañaba con el lavado de las sábanas. Los que querían leer por las noches recurrían a las velas. No entraba –ni se leía– ningún tipo de periódico.
Estas instalaciones y condiciones de vida, que pueden parecernos elementales, eran las propias de muchos seminarios españoles de las primeras décadas de los años veinte. Y algunas costumbres que ahora sorprenden formaban parte del paisaje cotidiano. Por ejemplo, los zaragozanos estaban acostumbrados a contemplar, por las calles paralelas al Coso, una larga fila de seminaristas con sotana –desde los mayores hasta los más jóvenes–, con un ropón negro sin mangas y una beca roja con el escudo del seminario en metal: un sol reluciente y la palabra charitas12.
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«¡Hijo mío, que tú no has estado en un Seminario! –escuché cómo se lo decía Escrivá el 8 de octubre de 1967, medio en broma, medio en serio, a un joven profesional que se quejaba de la situación de los seminarios diocesanos durante los años sesenta–. Y yo sí...»13.
Aquellos puntos suspensivos guardaban un cúmulo de recuerdos agridulces, porque junto con la alegría de «estar en camino», haciendo lo que Dios le pedía, durante aquel curso en el que estudió segundo de Teología, Escrivá sufrió lo que ahora denominaríamos un choque cultural.
Se encontró, a sus dieciocho años, con un grupo de aspirantes al sacerdocio, más o menos de su edad, que procedían del mundo rural, mientras que él había crecido en un entorno urbano; y hablaba y vestía con la corrección que le habían enseñado en su casa14.
Algunos choques culturales se manifiestan en cuestiones «menores» como el cuidado de la higiene o las normas de compostura y educación. Por ejemplo, la mayoría de sus compañeros –chicos con un deseo claro de entrega a Diospensaban (porque lo habían aprendido en sus hogares y era lo habitual en los pueblos y aldeas de las que procedían), que con mojarse la cara por la mañana y atusarse el pelo era suficiente; a pesar de que las autoridades del Seminario recordaban la necesidad de lavarse, porque dos años antes algunos alumnos habían padecido sarna.
Comenzaron a burlarse de él. Les sorprendía que se lavara ¡todos los días! de pies a cabeza y el mote no se hizo esperar: «el señorito»15.
Además, se acercaba con frecuencia a la Basílica para rezar, sin conformarse con los ejercicios de piedad «reglamentarios». Esa mezcla inusitada de espiritualidad y aseo llamó la atención en aquel micromundo presidido por un estereotipo social que dictaba que el verdadero hombre debía oler; y en concreto, oler mal. Alguno confundía la masculinidad con la mugre, y un día se le acercó un compañero que se secó el sudor del brazo en su cara, diciéndole:
—¡Hay que oler a hombre!
—¡No se es más hombre por ser más sucio!16 –le espetó Escrivá.
La perspectiva del tiempo puede llevar a exagerar la aparente rudeza de la vida en aquel Seminario, que se correspondía con muchos usos y costumbres vigentes. Por esa razón conviene tomar con cierta prevención estas afirmaciones de Mainar, seminarista en aquel tiempo, que evocaba el ambiente de aquel centro eclesiástico con tintas sombrías:
Yo conocí bien lo que era en aquella época –no sé lo que habrá sido en otras– porque viví en él durante siete años. Era mediocre, sin inquietudes, y contrastaba fuertemente con el nivel medio que reflejaban los alumnos procedentes de otros Seminarios y desplazados a Zaragoza por grados u otros motivos: era corriente la falta de aseo, el poco cuidado en el vestir, los escasos modales en comidas y juegos, que a veces eran hasta groseros [...].
El nivel cultural humanístico era también muy poco elevado, parecía que los seminaristas no se interesaban por el cultivo del espíritu humano: la literatura, la música, el arte. Todo esto no iba con ellos; se preocupaban especialmente por lo que era medio inmediato de hacer una carrera en el mundo clerical. Todo esto puede explicarse fácilmente, pues la mayoría de los seminaristas de aquella época en Zaragoza procedían del campo, y en aquellos tiempos, el medio rural estaba muy descuidado.
[...] Sentiría mucho que alguien interpretase mal estas líneas: yo solo me remito a unos hechos, muy justificables y razonables dada la época, que no impedían que de aquel Seminario pudieran salir –y salieron de hecho– hombres muy santos17.
Herrando, que ha realizado varios estudios específicos sobre este Seminario, proporciona una visión documentada que ayuda a contrastar y poner en su punto las valoraciones quizá demasiado subjetivas de algunos seminaristas de aquel tiempo, como Mainar, o Val Olona, un compañero de Josemaría, que llega a afirmar: «Desde luego puede decirse también que las virtudes que pudiese tener entonces (Escrivá) –o que haya desarrollado luego– no las aprendió en aquel Seminario, porque allí no se aprendía nada. Recuerdo a un compañero que decía, años más tarde: “nosotros nos autoformamos”»18.
Había carencias; era innegable; pero eran relativamente comunes en los seminarios de los años veinte: Zaragoza no era la excepción. Y a pesar de esas limitaciones, se cultivaban allí muchas virtudes, entre ciertas tosquedades que el paso del tiempo puede exagerar de forma injusta. El hecho de que salieran «hombres muy santos» no se corresponde con una visión negativa de aquel centro. Ciertamente, no contaba todavía con la figura del director espiritual y se tendían a descuidar los elementos formativos para centrarse en los disciplinarios. El Rector de Zaragoza, José López Sierra, se dedicaba a sus múltiples ocupaciones sacerdotales y pasaba poco tiempo con los alumnos, a los que solo veía cuando tenía que hacerles advertencias con castigos19. Pero esa situación pronto mejoró.
El Rector se basaba, a la hora de juzgar la conducta de algún seminarista, en las valoraciones de los inspectores, que solían ser sacerdotes recién ordenados o seminaristas. Ellos eran los encargados de mantener el reglamento. Había dos inspectores: uno para los más jóvenes y otro para los alumnos de los últimos cursos.
El joven inspector que tuvo Escrivá durante sus dos primeros años en Zaragoza20 mantuvo hacia él desde el principio, como atestiguaron varios condiscípulos, «una actitud inexplicable de rechazo y animadversión». Eso explica que el Rector se dejase llevar por el clima negativo que se creó en torno al recién