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      Esa impulsividad le jugó una mala pasada pocas semanas después de su nombramiento como inspector. El 19 de octubre, Julio Cortés, un seminarista de cuarenta y cinco años, hombre de carácter difícil, comenzó a insultarle por la mañana cuando se encontraban en la catedral de la Seo, en presencia del Rector. Al día siguiente, ya en el Seminario, siguió agrediéndole verbalmente. La conversación fue subiendo de tono hasta que le dio una bofetada. Josemaría no dudó en contestarle con otra.

      Tiempo después se lamentaría, más que por el castigo que les impuso el Rector, por el hecho de haberse dejado llevar por sus impulsos, aunque el responsable de la trifulca no había sido él, sino aquel seminarista que, años después, siendo sacerdote, pocos meses antes de fallecer, le escribió una carta pidiéndole perdón: «Arrepentido y de la forma más sumisa e incondicional. Mea culpa»38.

      Aquel suceso le afectó especialmente por el mal ejemplo que podía haber dado a los seminaristas jóvenes. Pero en aquel tiempo tanto don Gregorio, al que se lo contó por carta, como el Rector de Zaragoza, testigo de los hechos, le conocían bien. Es más, el rector valoró positivamente su actitud ante el castigo que no tuvo más remedio que ponerle: «fue una gloria para él, por haber sido a mi juicio su adversario quien primero y más le pegó, y profirió contra él palabras groseras e impropias de un clérigo, y a mi presencia le insultó en la catedral de la Seo»39.

      Uno de sus profesores, Elías Ger –conocedor de estos percances– explicó, mientras daba clase, de forma indirecta, el fruto que podía sacar de aquellas «malas experiencias»:

      Había una vez un comerciante que compraba canela en rama, y luego la pasaba por un molino de bolas muy bueno, que la convertía en polvo finísimo. Tenía un inconveniente, y es que cada vez que se estropeaba una de las bolas tenía que pedir ex professo el recambio a una fábrica de Alemania.

      Hasta que un día se le gastaron todas las bolas y, cansado de tener que esperar a que llegaran de aquel país, se fue al lecho de un río, y tomó tres cantos rodados, duros como el pedernal, de tamaño más o menos parecido a las bolas originales. Los metió en el molino, y empezó a darles vueltas y vueltas... Al cabo de quince días, estaban pulidos y redondos como las bolas alemanas, y molían la canela perfectamente [...].

      De esta misma manera hace Dios nuestro Señor con las almas a las que quiere. ¿Me entiendes, Escrivá? –concluyó don Elías.

      De todas formas, este suceso –excepcional y aislado– no caracteriza su comportamiento durante aquellos años, presididos por el estudio, la alegría, el esfuerzo por moderar su genio y adaptarse al modo de ser de los demás.

      En los ratos libres –recordaba su amigo Moreno– «bajaba a la iglesia de San Carlos. Se ponía muy cerca de la Sacristía, arrodillado. Desde luego, era el único seminarista que yo conocía que bajara a la iglesia en horas libres»40.

      Pasaba mucho tiempo rezando por las noches en la iglesia del Seminario y «ya desde joven –comentaba el dominico Ambrosio Eszer, relator general de la Congregación para las Causas de los Santos– el Señor le condujo a través de experiencias místicas que le llevaron a alcanzar las cumbres de la unión transformante: locuciones interiores, purificaciones y consolaciones que le hacían “sentir”, en toda su humildad, la acción impetuosa de la gracia, y que, como todos los verdaderos místicos, acompañaba con un rigurosísimo esfuerzo ascético»41. De esto dan testimonio sus apuntes personales.

      Al principio, como era previsible, sus compañeros le pusieron a prueba. Salió airoso y se ganó su respeto y confianza42, entre otras razones, porque «nunca tuvo formas autoritarias». Apunta Val Olona que «usaba de su autoridad con afabilidad, sin intemperancias»43.

      Sus informes reflejan una actitud comprensiva ante los fallos de sus compañeros: faltan –escribía– sin darse cuenta de que faltan. Esa comprensión –que sería un rasgo de su tarea formativa a lo largo de su vida– le llevó a reducir los castigos a lo imprescindible, y a no magnificar los problemas, resolviéndolos con su buen humor característico, que, en palabras de su amigo Moreno, acababa convirtiendo «los dramas en comedias»44.

      Sus años como inspector supusieron una experiencia positiva para el Seminario y fueron la primera forja de Escrivá en las tareas de dirección45. Se mantuvo unido al Rector y se esforzó por mejorar la urbanidad y la educación de los alumnos, al tiempo que reforzó la dimensión formativa de su encargo. «Quería aprender a hacer todo por amor y enseñarlo con el ejemplo a los seminaristas», recordaba años después46.

      Era «muy piadoso», escribe Arsenio Górriz, uno de sus compañeros: «se le notaba la vida de piedad más que por lo que hacía, por cómo lo hacía»47.

      «El sentido de amistad con todos era tan fuerte –añade Agustín Callejas, otro compañero– como el de su responsabilidad en el cumplimiento del encargo: nunca dejó en mal lugar a un seminarista ante los superiores [...]. Le estoy viendo ahora en la sala de estudio, avisando a alguno que enredaba con delicadeza y, si no le hacía caso enseguida, decía como pidiendo un favor: “¿no ves que me comprometes ante el Rector?”».

      Escribe Val Olona48: «No recuerdo haberle visto nunca enfadado. Creo que lo puedo señalar como una buena cualidad porque motivos –aunque fuesen pequeñas cosas– los había. Podía estar justificado el enfado de un inspector, de cuando en cuando. Nunca lo vi enfadado. Posiblemente le costaría este dominio de su temperamento. Tampoco le oí murmurar»49.

      «Yo recuerdo tantas virtudes de aquellos chicos –comentaba Escrivá, años más tarde–, muchos de ellos después mártires. Tantas cosas maravillosas recuerdo. Y recuerdo [...] que iba anotando con alegría: van mejor, se les ve crecer, Dios está aquí en esta alma... tantas veces»50.

      Su cargo de inspector le proporcionaba acceso directo a la biblioteca del Seminario, que contaba con numerosas obras clásicas y de espiritualidad. Esos años fueron posiblemente –como apunta Baltar– los más intensos y fructíferos en lecturas de su vida51.

      Al terminar la jornada leía algunas de esas obras en su cuarto y pasaba largo rato rezando, pidiendo por aquella misión cuyo contenido específico ignoraba: «¡Que sea! ¡Que sea!, ¡Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla!»52.

       Septiembre de 1923. En la Facultad de Derecho

      El 4 de junio de 1923, a finales del curso académico, dos anarquistas asesinaron al cardenal Soldevila. Escrivá, muy afectado por el hecho, veló su cadáver junto con otros seminaristas. Aquel suceso produjo gran consternación en el país.

      Durante aquel verano Escrivá concluyó cuarto de Teología con buenas calificaciones y el curso siguiente, cumpliendo el deseo de su padre y de acuerdo con su tío Carlos –que tenía sus propios planes para «la carrera eclesiástica» de su sobrino y deseaba «dirigirla» personalmente–, se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza y comenzó a asistir a clases como oyente53.

      Hizo amistad con varios profesores como Miguel Sancho Izquierdo, Carlos Sánchez del Río, Juan Moneva (que le llamaba afectuosamente «el curilla») y, sobre todo, con José Pou de Foxá, sacerdote y catedrático de Derecho Romano, al que consideraría con el paso del tiempo, además de un maestro, «un amigo leal, noble y bueno»54.

      Esa formación universitaria en la Facultad de Derecho tuvo gran trascendencia en su vida: le proporcionó una mentalidad jurídica55 y le facilitó un contacto directo con los afanes de la vida académica y civil. Muchos de sus profesores, como apunta Martin Schlag, eran «representantes de la que se ha denominado como Escuela Social de Zaragoza, uno de los núcleos más significativos del pensamiento cristiano-social de la época»56. Esa formación dejó una profunda huella en su pensamiento, que ya estaba sensibilizado en este aspecto por la educación familiar que había recibido.

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