–Ni que fueras un viejo. ¿Por eso insistes tanto en hablar con mi padre?
–Sería más cómodo, sí.
Mario mira el reloj, se pone en pie y da unos pasos hacia la puerta.
–Porque él no es un crío –intenta que no se note en la voz cómo va subiendo el enfado.
–Porque él tal vez sepa decirme de dónde ha sacado esto –Mario señala el cofre, sin rozarlo siquiera.
–Te lo he dicho –ya no le importa que se note el enfado–: lo encontró donde a mí. Es mi cofre de vida.
Mario tiene la mano en el picaporte. Duda un segundo y se gira hacia ella.
–No, Nadia, no es tu cofre de vida, te lo aseguro. Es un arca de familia.
–Bueno, como lo llames. Es un cofre para saber quién soy, de dónde vengo y en quién me he convertido.
Mario sigue sujetando la puerta, con un pie en la casa y otro en el porche. Tarda tanto en responder que Nadia cree que no la ha oído o que ha dejado de interesarle la conversación. Hasta que da el paso que le falta para salir y, ya desde fuera, le dice:
–Es un arca para que los niños muertos encuentren a su familia.
No dice más. Se marcha y Nadia se queda pensando en los niños, los muertos, la familia.
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