Se enfada por estar enfadada, porque no quiere ser la que arruina todas las fiestas, y gira un poco el termostato de la ducha para que el agua salga más caliente, para que limpie más, para que arranque la costra de culpa o de miedo o de envidia. La piel tarda un rato en recuperar su color, de tan roja que se ha puesto.
Con el albornoz de su padre y el pelo escurriéndole por la cara, baja el cofre de lo alto del armario y lo vuelca sobre la colcha. Saca una foto de las tres baratijas: el muñeco de palos, el trocito de tela y el burruño de lana, y se la envía a Mario en respuesta a su mensaje de la noche anterior.
«Solo estas mierdas», le escribe.
«¿Puedo ir a tu casa ahora?».
6
Y le dice que sí, claro. Se cambia de ropa tres veces antes de que Mario llame a la puerta y, cuando oye el timbre, se mira en el espejo de la entrada y se coloca el pelo antes de abrir. Qué bien le vendrían ahora las horquillas de la abuela.
–Disculpa la prisa –dice Mario–, es que me encantaría verlo de cerca.
–Yo también me alegro de verte.
Fuerza una risa que se queda a medias y suena casi como un gruñido y lo invita a pasar.
–Vaya, sin gente la casa parece más grande.
–Tengo el cofre arriba, si quieres...
–Prefiero que lo traigas.
Nadia sube hasta su cuarto, coge el cofre y trata de disimular el enfado que se le está gestando dentro mientras vuelve hasta la planta baja.
–¿No hay nadie más? ¿No están tus padres?
Nadia no responde, solo lo mira.
–Verás... Igual esto te suena un poco idiota, pero... Solo me interesa el cofre. No quisiera que tú o que cualquier otro pensara...
–Venga, va. Vamos a la cocina.
Mario camina delante, sortea el mueble del pasillo, abre la puerta despacio, como si temiera molestar, y se sienta. Nadia se pone junto a él, y él se levanta y se coloca en el lado más próximo a la ventana.
–Aquí hay más luz –dice.
–Tranquilo, no voy a tirarme encima de ti ni nada parecido. A ver, eres mono, pero tampoco tanto.
Mario parece relajarse un poco. Incluso se quita la chaqueta y la deja en el respaldo de la silla antes de volcar toda su atención en el cofre. La mesa está vacía, él en un lado y Nadia en el contrario, y durante un rato solo se escucha la respiración de los dos, desacompasada. Mario abre el cofre y sujeta cada pieza con mimo, como si temiera romperla. Gira el cofre, lo acerca a la ventana y lo mira al trasluz.
–Solo es una baratija –dice Nadia.
–Me gustaría conocer a tu padre, preguntarle algunas cosas sobre este cofre, si no te importa.
–Aún no me has dicho por qué te interesa tanto.
Mario le cuenta que está haciendo el doctorado en Antropología y Nadia se aguanta las ganas de preguntarle cuántos años tiene. Se ha especializado, dice, en los ritos de la muerte en África.
–Pues te has equivocado, entonces: esto es un cofre de vida.
–¿Tu padre te ha contado de dónde lo sacó?
Nadia oye movimiento en el piso de arriba y tensa sin querer los músculos del cuello. Un momento después, la voz de Lola se le clava en la nuca antes de que pueda reaccionar:
–Vaya, hay quien no pierde el tiempo.
–Dijo ella.
Nadia quita el cofre de la mesa justo cuando Lola va a cogerlo, pero no puede evitar que levante el trozo de tela de colores. Mientras lo agita como si quisiera sacudirle el polvo, Mario contiene la respiración.
–Es muy delicado –dice, cuando al fin suelta el aire–. Esos hilos...
–¿Esto? –responde ella agitándolo aún más–. Por Dios, es un trozo de tela.
Érika entra en la cocina y saluda, pero se queda quieta mientras Mario estira la mano con la palma hacia arriba y Lola obedece a la orden que no le ha dado.
–No es más que un trozo de tela –repite antes de dejarlo sobre la mano de Mario.
Luego se gira y le dice a Érika que mejor desayunan en algún bar, que parece que estorban. Los dejan solos. Mario sujeta la tela con dos dedos, sin presionar apenas. Lo apoya muy despacio junto al muñeco y el burruño de lana.
–¿Vas a contármelo? –Nadia mira de frente a Mario, pero él no responde–. La tela, el cofre, todo esto... Que si vas a contármelo.
Y él se lo cuenta. Le explica que hay una tribu en Kenia que fabrica artesanalmente esos cofres. Él los llama «arcas».
–Pero... Pero no los hacen para cualquiera, Nadia. De verdad que me gustaría hablar con tu padre. No me siento muy cómodo...
–¿Cómodo? ¿Tú no te sientes cómodo? La hija de la novia de mi padre monta una fiesta, tú apareces, preguntas por el cofre, me hablas por Insta, me vuelves a preguntar, vienes aquí... ¿Y eres tú el que no se siente cómodo?
–Cuando Érika puso la foto invitando a la fiesta, la hermana del novio de una compañera de mi departamento –para un segundo, como para ver si Nadia ha seguido la lista de gente a la que acaba de nombrar–, ya sabes cómo son estas cosas en las redes... El caso es que ella vio el cofre y me reenvió la foto, por si era uno de los que yo estudio. Me llegan cosas así mil veces, pero nunca tienen nada que ver con Kenia ni con mi tribu.
–Mi –Nadia recalca mucho el posesivo– tribu.
Mario asiente y Nadia se maldice por ser tan idiota. En realidad, no cree que sea su tribu, nunca lo ha sentido así. El sol está tan alto y es tan intenso que Mario cierra los ojos un instante. Es corto, pero suficiente para que Nadia recoja el cofre y los tesoros que, a fuerza de ver cómo otros les dan importancia, ya no le parecen baratijas.
–¿Has vuelto por allí?
–¿Por Kenia? No. De aquello no queda nada.
Parece que Mario va a decir algo, pero se mantiene callado, mirando a Nadia y luego al cofre y otra vez a Nadia.
–No sé qué tribu estudias tú, pero yo vengo de un sitio arrasado, de un lugar que desapareció. Soy una superviviente, eso dice mi abuelo. Bueno, eso y mil cosas más. Me llama su nieta negra.
–Eres su nieta y eres negra, no me parece mala forma de llamarte. ¿Cuántos años tienes?
Por un segundo le molesta la pregunta, hasta que cae en la cuenta de que posiblemente no tenga nada que ver con lo que está pensando.
–Dieciséis. Seguro que en tus estudios sobre tribus que fabrican cofres horteras para sus bebés encuentras algo de lo que pasó cuando nací.
–Tu padre seguro que podrá decirme...
–Está en una isla griega tostándose al sol con su novia, pero le diré que lo buscas. Aunque no sé bien qué le contaré de cómo te he conocido; igual una fiesta en su casa, aprovechando que él está de viaje, no le parece la mejor forma de hacer amigos.
La conversación se queda suspendida en el aire, como el humo de un cigarro mal apagado.
–Perdona, soy un poco torpe. No suelo hacer amigos de tu edad.