Los primeros lo hacían porque de verdad querían hablar conmigo.
Los segundos, solo para intentar hacerme daño e impedir, de paso, que yo les hablase.
En realidad, siempre he sospechado que lo que Helena, la rigurosa doctora García, interpretó como altas capacidades puede que no fuera más que mi recurso de supervivencia. Si dominaba el léxico, como ella apuntaba en su informe, era porque aprendí pronto que las palabras son un arma poderosa.
Que los pronombres queman.
Que los nombres importan.
Que los adjetivos duelen.
Aprendí antes que el resto de mis compañeros que tras las palabras se oculta todo un universo de posibilidades que puede iluminar la realidad con la misma fuerza con la que es capaz de oscurecerla. Hacernos desaparecer hasta volvernos nada, perdidos en letras que no nos pertenecen. En esa A final que marcaban con saña quienes creían que acosarme era divertido. En la O que dibujaban con cariño quienes intentaban apoyarme y demostrarme que veían a quien soy de verdad, no a quien los patrones ajenos me obligaban a ser.
Supongo que mi madre, cansada de batallar sola, decidió que esa lucha tenía que albergar un porqué.
Su hijo no podía ser diferente si, además de eso, no era especial.
Lo segundo justificaba lo primero. Lo volvía relevante. Y más aún, soportable. Además, eso es lo que te dicen en todas partes: que el bullying te hace fuerte. Que te vuelve más creativo. Que al final triunfas.
Ya, seguro...
O no.
Hace poco, Hugo me llamó para proponerme que interviniera en una de esas campañas publicitarias.
Incluso quisieron pagarme (y mucho) por hacerlo.
Solo tenía que ponerme ante una cámara y resumir mi experiencia.
–Porque a ti te habrán acosado –dio por sentado mi representante en un comentario que, de puro tránsfobo, ni quise contestar.
Y lo peor no fue eso.
Lo peor era el final del anuncio.
–Tienes que hablar con tu yo adolescente –me explicaron en la reunión que mantuvimos con la agencia de comunicación–. Queremos que le mires a los ojos y le digas que todo pasa.
Me costó controlar el asco que me produjeron las palabras del tipo que, enfundado en su traje italiano de marca, me proponía semejante idiotez desde la mesa de su despacho.
–No sé cómo puedo mirar a los ojos a mi yo adolescente. Y, aunque lo supiera, no pienso decirle ni a él ni a nadie algo que no es verdad.
A Hugo le pareció que mi reacción había sido demasiado intempestiva. Así la llamó, «intempestiva». Quizá porque él no había vivido nunca lo que yo. Ni lo que vivió Tania. Si lo hubiera hecho, habría entendido que asegurar que «todo pasa» era poco menos que un insulto para quien lo estuviera soportando.
–¿Crees que seríamos tan amigos si no fuéramos dos perdedores? –me había preguntado Tania al poco de conocernos.
–No somos perdedores –le respondí sin ninguna confianza en lo que le estaba diciendo.
–¿Ah, no?
No recuerdo si me lo preguntó con incredulidad o con rabia. Lo que sí recuerdo es que fue esa mañana cuando me confesó, al fin, cuál fue el detonante que terminó con ella en aquella habitación de hospital. El momento exacto en que se había dado cuenta de que le habían hecho una fotografía en los baños de su colegio y la habían colgado en redes, viralizándola deprisa junto con un texto tan lamentable como la persona que lo había escrito.
–Los perdedores son ellos, Tania. Por eso no nos soportan, porque les jode que no nos importe. Que no queramos ser como son. Brillamos demasiado.
–Ya... Pues a veces me gustaría no brillar tanto.
–Fue ese tipo, ¿verdad? –le pregunté–. Ese gracioso del que me hablaste.
–Y tan gracioso... Su sentido del humor consiste en escoger a alguien que le caiga mal y convertirlo en su diana. Y yo no le he hecho nada. Te lo seguro. Pero me odia... Cristian me odia.
Un odio que había durado todo 2.º y parte de 3.º y que, a pesar de la intervención de Jefatura, nadie logró que cesara del todo. Solo, según me describió Tania, cambió su forma. Pasó de las fotos virales a los encontronazos casuales (que, por supuesto, nunca lo eran) en el patio. En los pasillos. En cuentas anónimas que enviaban mensajes con los que lograron que ella acabara cerrando parte de sus redes y creando otras que, tan pronto como eran descubiertas por Cristian y su séquito de esbirros, volvían a llenarse de mierda. Hasta cuatro nicks diferentes llegó a tener en un mismo curso. Cuatro intentos de alejarse de quienes aprendieron pronto cómo camuflarse para seguir atormentándola.
–No pienso hacerlo, Hugo.
Si no hubiera conocido la historia de Tania, si no supiera hasta dónde la había llevado aquel infierno, quizá habría reaccionado de otro modo. O tal vez no. Tal vez mis propias experiencias habrían sido suficientes para mandar a ese publicista a la mierda.
Así que me levanté y salí de allí dejando con la palabra en la boca a aquel tipo estirado que no tenía ni idea de lo que estaba hablando.
Aquel tipo que solo quería que la marca de su cadena quedara asociada con una causa noble.
El bullying.
Todo el mundo se cree que puede hablar de eso.
Que lo sabe contar.
Que basta con un par de mensajes bonitos y unas cuantas fotos de libro de autoayuda para acabar con esa pesadilla.
Que te pueden soltar un cuento, una moraleja, un anuncio estúpido, un vídeo en el que te hablan como si fueras imbécil y te dicen que acosar es malo, que respetar es bueno y que, por si no te has dado cuenta, el tiempo pasa y lo cura todo.
Eso es lo peor.
Cuando te repiten lo de que el tiempo pasa.
Pero al tipo del traje italiano no me molesté en explicárselo.
Para qué... Ni siquiera me habría escuchado. No iba a permitir que un niñato como yo arruinara su búsqueda de la que iba a ser la causa de su nueva temporada televisiva.
Su gran causa.
–Es una buena oportunidad, Eric... –me insistió Hugo cuando salimos de la reunión.
–¿De qué, Hugo? –en mi cabeza, la verdad de Tania. Los nicks de Tania. Las pastillas de Tania. La confesión de Tania. Las veces en que, por culpa de gente como Cristian, se había roto Tania.
–De afianzar tu imagen. Necesitamos asociarte con un concepto.
–¿Y?
–Esta campaña es la ocasión para conseguirlo.
–Soy actor.
–Muy joven.
–¿Eso es malo?
–Eso es un hecho.
–No necesito asociarme a nada. No soy un cartel publicitario andante, Hugo. Soy un artista.
«En ocasiones, ese escudo puede dar lugar a actitudes fácilmente confundibles con la soberbia o la altivez, lo que dificulta sus relaciones sociales».
Llegué a memorizar cada palabra de aquel maldito informe... Quizá por eso hay veces en que no puedo dejar de escucharlo, como si fuera una voz en off que me replica a cuanto digo, pienso y