Una chica de mi edad, a la que acompaña alguien que debe de ser su padre, me reconoce.
–¿Tú eres el de...?
Asiento y bajo la cabeza antes de darle tiempo a que pronuncie el nombre de la serie que lo ha cambiado todo.
–Menudo pelotazo hemos dado –me escribió Rex cuando vimos los picos de audiencia de Ángeles: más de veinte millones de personas habían devorado la primera temporada solo en una semana. Y quince de esos millones lo habían hecho en un solo día–. Hemos triunfado, tío. Hemos triunfado...
Seguro que la chica que me ha reconocido es una de las que se vio los ocho capítulos de golpe, en un maratón de un solo día. Y ahora, con todo ese inesperado ejército de fanes, espera con ansiedad a que se estrene la segunda temporada.
En el casting aún no sabían cuál iba a ser el título de la serie. En realidad, lo cambiaron varias veces a lo largo de los seis meses de rodaje y solo se decidió unas semanas antes de que comenzara la campaña de lanzamiento.
–Hay que crear mucho hype –insistía Valeria, la responsable de comunicación–. Es importante que nadie sepa bien lo que va a ver, pero que todo el mundo tenga ganas de verlo...
Cuando por fin me enteré de que se iba a llamar Ángeles, lo confieso, casi tuve un ataque de risa. Y no solo porque aún me costaba creer que yo fuera a formar parte de ese proyecto, sino porque me preguntaba qué opinarían mis demonios si supieran que estaba a punto de unirme a las filas de sus antagonistas.
–Es un buen título –dijo Hugo, mi representante, que fue quien me había conseguido la prueba–. Corto, pegadizo... Y seguro que da para hacer una buena campaña de merchandising.
La chica que espera conmigo en la comisaría me enseña algo: es un llavero con las dos alas plateadas que forman el logo de la serie. Después creo que me hace una pregunta, pero estoy tan perdido en mis pensamientos –¿por qué siento que mi pasado se desborda en este inoportuno presente?– que me cuesta escuchar sus palabras.
Sonrío, como hago habitualmente cuando no entiendo a alguien.
Porque ahora mismo mi mente es incapaz de oír algo que no sea mi propia voz gritando con una mezcla de rabia –¿por qué a mí?– y de culpa –¿por qué yo, joder?, ¿por qué yo?
Pero la chica insiste. Tal vez quiere un autógrafo. O, peor aún, una fotografía.
Un estúpido selfi en el lugar más inoportuno del mundo.
No le respondo.
No pienso guardar ni un solo testimonio gráfico de mi presencia en este sitio.
Ni de esta noche.
Masculla algo entre dientes, sacude con rabia su llavero (debo de haberle parecido un imbécil) y se aleja de mí.
«Para el fandom de @Eric_Ángeles: es un borde, que lo sepáis. Canceladísimo desde hoy».
Envía su tuit con tanta rabia que, cuando aparece la notificación en la pantalla de mi móvil, casi puedo sentir cómo me golpea con sus palabras.
Igual que una bofetada.
Aparta la mirada y se apoya en el hombre que la acompaña. Sí, es su padre: tienen la misma nariz y una expresión similar.
La imagen de ambos, con ella reclinada sobre él, consigue que me sienta un poco más solo que antes y, a falta de alguien que lo haga en mi lugar, soy yo mismo quien rodea mi cuerpo con mis brazos, como si intentara sujetarme los miembros para impedir que caigan al suelo.
El oficial joven que me ha traído hasta aquí –cabello muy corto y rubio, ojos azules, manos grandes y espaldas inmensas– viene a buscarme.
–Acompáñame.
Recorro un largo pasillo lleno de gente en el que, intuyo, hay más miradas que me reconocen e incluso algún móvil que intenta conseguir un robado, así que me cubro la cara con las manos para ponerme a salvo.
–La televisión lo cambia todo, Eric –me advirtió mi madre cuando firmé el contrato.
–Para bien –trató de convencerla Hugo–. Esto es solo el inicio.
Pero ella no sonrió ni una sola vez en todo ese día.
Ni cuando le pedí que me acompañara a los estudios de la productora para formalizar la firma.
Ni cuando nos fuimos a comer con Hugo para celebrarlo.
Ni cuando le aseguré que estaba empezando a cumplir un sueño.
A mi madre le habría gustado que todo fuese más despacio.
Quizá una obra de teatro alternativa, como la que le han propuesto a Tania.
Una webserie.
O algún corto que apenas tuviera difusión.
Cuando le conté que me habían cogido en la agencia de Hugo y que me habían propuesto para aquella prueba, mi madre trató de convencerme de que no sucedería.
–En la televisión buscan nombres, Eric.
Pero es que mi madre lleva tantos años acostumbrada a perder que le resulta impensable que sea posible ganar.
Se cierra la puerta del despacho, donde otro oficial aguarda mi testimonio para dejar constancia de él en su ordenador.
El nuevo policía –algo mayor, con calva incipiente y bastante menos atlético que su compañero de los ojos azules– me hace alguna pregunta que trato de responder instintivamente.
No soy capaz de concentrarme en lo que me dice.
No soy capaz de concentrarme en nada que no sea la voz que, con sus gritos, está a punto de atravesar mi cabeza.
La voz que esta madrugada, a mis veinte, se parece tanto a la que empezó a asfixiarme a los nueve.
–¿Te encuentras bien?
Habla, Eric.
Pero, aunque quiero hacerlo, siento que en mi interior suenan a la vez demasiadas voces.
Demasiado ruido.
–La televisión lo cambia todo.
–Deberías tener un plan B.
–Hemos triunfado, tío.
–En las listas pone Alicia.
–Esto es solo el inicio.
No puedo oír mis propias ideas, así que tampoco consigo que lleguen a escucharse mis palabras.
El oficial más joven, que sigue aquí, hace ademán de abrir la puerta para buscar a alguien.
Tienes que hacerlo, Eric.
Tienes que contárselo de una maldita vez.
–He venido porque...
Esperan a que encuentre el modo de terminar la frase.
El encargado de tomar nota de mi declaración le hace un leve gesto a su compañero para que no abra todavía la puerta. Están dispuestos a concederme, al menos, unos segundos.
Solo necesito eso.
Unos segundos más.
–He venido por...
En mi mente se suceden, crueles, todas las palabras con que podría terminar esa frase. Las verdaderas causas de que hoy, sin que ellos aún puedan saberlo, esté aquí:
Azar.
Destino.
Mala suerte.
Amistad.
Rencor.
Torpeza.