Los niños nos miraban.
–No, no –decían.
–Wole, el de las cometas, el que tenía un puesto de juguetes en el sector tres…
Pero no sabían. Así que nos apartamos de ellos. Más allá, en la parte alta de las dunas, había un grupo de muchachas sentadas bajo las pitas. Y allí fuimos.
–¿Conocéis a Wole? –les preguntó Dibra. Y otra vez lo describió.
–No.
Así pasamos la tarde. Así pasamos los siguientes días.
QUINCE
Dibra, los siguientes días, se convirtió en un martirio. Todo el rato tenía la cabeza alta, los sentidos alerta. Buscaba en los ojos de las otras personas, como si le fuera posible saber quién conocía a Wole y quién no solo con mirarlo.
–¿Conoces a Wole? –le preguntaba a cualquiera, tal vez a una mujer que tosía en la cola para conseguir algún documento.
–No.
–¿Conoces a Wole? –esta vez eran dos muchachos llenos de granos que se habían sentado donde los depósitos de agua a comer su arroz con cosas, su puré de patatas y su filete empanado.
–No.
–¿Conoces a Wole? –ahora era una chica que hacía cola donde Acnur para conseguir el cheque de cincuenta euros del mes.
–Sí.
–¿Y sabes dónde lo puedo encontrar?
–Él tiene un puesto, ¿no? ¿No vende juguetes y jabones?
–Sí, pero hace ya días que no aparece.
–¿No? Pues no lo había notado.
Nadia, a veces, se enfadaba con Dibra.
–¿Y qué más te da? –le decía–. Es solo un niño. Y ni siquiera llegaste a cortarte el pelo. ¿Es por la jaula?
–No es por la jaula.
–¿Entonces qué es?
Dibra estaba confusa. Miró hacia Nadia y luego hacia mí.
–No sé. Es raro. Ya te lo dije.
–¿Raro el qué? –dijo Nadia.
–Lo de Wole. Me preocupa –Dibra me miró y me sonrió y me acarició el pelo–. E Isata también está preocupada, ¿verdad?
Y yo le dije que sí con la cabeza. Además, estaba muy de acuerdo con Dibra. Yo no hubiera podido ni respirar si hiciera seis o siete días que no sabía de ella.
Esa tarde volvimos a encontrarnos, cerca del atardecer, entre las dunas. A nuestros pies se desparramaba el campo. Los miles y miles de contenedores con sus personas a la puerta y su ropa tendida y, fuera de la alambrada, el mar multicolor de las tiendas de campaña de los que aún estaban sin clasificar o de los que, simplemente, no cabían.
Y gente, gente, gente, gente. Gente por todas partes. En corros, en colas, amontonados. Gente que iba, que venía, que se cruzaba.
–¿Cuánta gente habrá ahí? –preguntó Dibra, pero lo preguntó al aire.
–En las noticias dijeron que había como cincuenta mil –dijo Nadia.
–¿En qué noticias? ¿Cuándo has visto tú las noticias?
–Yo no las vi, pero alguien se lo dijo a mi padre.
Dibra reflexionó.
–Cincuenta mil personas es lo que cabe en una ciudad pequeña.
–Sí.
Dibra movió la cabeza y yo sabía por qué la movía, porque a ver cómo encontrábamos a Wole en mitad de toda aquella gente.
–¿Alguien se fijó en el carné de Wole, alguien lo vio alguna vez? ¿No lo llevaba colgado del cuello a veces?
Dibra se refería a la identificación que te dan en el campo cuando haces la solicitud para ser refu, y era cierto que había quien la llevaba al cuello, pero ni Nadia ni yo teníamos ni idea. A nuestra derecha, bajando la ladera, se extendían campos de cultivo y varios tractores pasaban ahora levantando columnas de polvo. Polvo era, también, lo que había más allá del saladar, hacia la sierra que se veía a lo lejos.
Entonces, el sol bajó un poco más y entre el polvo surgió un destello. Nos estremecimos las tres.
Porque hacia el norte esperaba la frontera. Y el destello provenía de una de las torres de vigilancia. Donde esperaban los soldados armados.
Dibra se levantó y se sacudió el polvo del trasero.
–Remojémonos los pies –dijo.
Nos fuimos las tres para la playa.
DIECISÉIS
–Recapitulemos, Isata, pensemos qué sabemos de Wole –dijo Dibra.
Otra vez era por la tarde y estábamos las dos delante de su contenedor. Dibra había sacado un par de onzas de chocolate de las que le solíamos comprar a Wole y nos las habíamos comido con té hecho en el hornillo. Después se había sentado en una silla y se había puesto de espaldas a mí y se había soltado el pelo. Yo, con mucho cuidado, lo iba desenredando y peinando.
–Sabemos que se llama Wole, bien, punto para nosotras –decía–. ¿Qué más?
Yo me toqué la camiseta y el pantalón. Dibra sonrió.
–Sí. Sabemos que tiene una camiseta amarilla y un pantalón tirando a verde: otro punto; más cosas…
El pelo de Dibra era suave y espeso, pesaba en las manos. Olía a alguna flor que alguna vez estuvo en algún jardín.
–¿Sabemos, por ejemplo, su número de carné? No. Punto para los malos –decía ella–. ¿Sabemos su apellido? Tampoco, otro punto para ellos. ¿Sabemos el sector en el que vive? Tampoco.
Dibra suspiró. Yo tiraba suavemente de su pelo. Lo sujetaba arriba con una mano y después iba descendiendo muy despacio. Se levantó un poco de viento y pareció, durante un instante, que no éramos más que dos niñas normales a la puerta de una casa en un pueblo. Dibra volvió a suspirar.
–Y todo esto no es más que el principio, ¿sabes por qué?
Yo negué con la cabeza.
–Porque, piénsalo, Isata: no sabemos si él estaba aquí solo o con algún familiar. Ni de qué país vino. Ni dónde dormía o si tenía amigos. No sabemos nada de su historia, Isata.
Yo solté una de sus largas guedejas y cogí la siguiente. Ella cerró los ojos.
–Y eso no está bien, ¿entiendes?
Y yo lo entendía.
DIECISIETE
La encargada del sector de clasificación de ropa se llamaba Gina y era morena y bajita y gordita. Cada tarde pasábamos junto a ella y ella nos saludaba con aquella mirada y aquella sonrisa que hacían que Dibra levantara la nariz.
–¿Cómo estáis, chicas?
–Bien, tratando de que nos crezca un poco más el cuerno de la frente para poder colgarnos más gominolas –decía Dibra.
Por supuesto, Gina no lo entendía, pero se reía como si aquello fuera muy gracioso, lo que hacía que Dibra levantara aún más la nariz. Después nos organizábamos. Gina nos iba diciendo si había llegado algún camión y adónde teníamos que ir. Nosotras cargábamos las bolsas y empezábamos a clasificar. Gina supervisaba.
–Mejor haced otro paquete con esas –decía.
O:
–Todos