Era Dibra la que tenía el pelo suelto y Nadia la que trabajaba con el peine. Dibra, de cara a la sierra, jugueteaba con una pequeña linterna que siempre llevaba consigo. Con ella hacía señales a la oscuridad. Como otras veces, nos contaba una historia que le había contado su hermano sobre una familia que había tenido que huir de su país.
–Ellos establecieron un sistema de señales por si, durante el viaje, se perdían los unos de los otros. Lo que tenían que hacer era esperar a la noche y mirar a lo lejos. Mejor si había una montaña alta. Y entonces hacer señales hacia ella, así.
Dibra encendía y apagaba. Encendía y apagaba. Su voz se tornaba soñadora.
–Mi hermano Konstandin y yo inventamos un sistema de señales. Por si nos perdíamos en el mar, poder localizarnos. Es sencillo. Primero haces tres. Luego, dos. Luego, uno. Y luego, otra vez tres. Entonces dejas pasar un minuto y vuelves a probar. Acordaos todos de mirar a las montañas por la noche, porque en alguna puede estar mi hermano mandando su señal, ¿entendéis? Y, si lo veis, venid corriendo a decírmelo.
Ella hacía las señales y todos la mirábamos. Dibra quería mucho a su hermano y a su mamá, y cuando hablaba de ellos siempre se ponía triste. Solo que no le gustaba que los demás viéramos eso, y, si se daba cuenta, hacía aquel gesto con la nariz y nos miraba como diciendo «no estoy triste, ¿eh?».
Fue entonces cuando sucedió lo inesperado, una vez que Nadia hubo terminado de desenredarle el pelo y que Dibra empezó a trenzárselo otra vez. De repente, Wole levantó una mano y señaló hacia la trenza de Dibra.
–Eso –dijo Wole.
Wole lo dijo y Dibra lo miró muy serio y yo me asusté.
NUEVE
Levanté mi mano y señalé mi reloj. Wole recogió sus jaulas y los cuatro nos pusimos en marcha hacia la cola para la cena. Dibra iba pensativa mientras caminábamos entre la gente.
–No te voy a dar una trenza, Wole –dijo Dibra cuando al fin llegamos–. Eso ni lo sueñes.
Wole la miró y luego se encogió de hombros. Las jaulas, dos artilugios pequeños, cada uno con un grillo en su interior, colgaban del hombro del muchacho y yo las miraba. Y Dibra me miró a mí y yo a ella.
–A ver, Wole, enséñame esas jaulas.
Wole se las acercó y Dibra las estudió con detenimiento.
–Estas son unas jaulas muy feas, Wole.
–Ah, tú dijiste.
–Ya, pero no. Lo que yo quiero son jaulas mejores. Y con mejores bichos. Mira, estos ya ni cantan.
Los dos estuvieron negociando un rato. Tres jaulas, decía Dibra. Una para ella, otra para Nadia y otra para mí.
–¿Tú qué quieres, Isata, grillo o luciérnaga?
Yo le dije que luciérnaga. Wole nos miraba a las tres. Quedaba por ver la longitud del trozo de trenza.
–Así –dijo Wole.
–Ni lo sueñes. Así –dijo Dibra. Era un pedazo de unos diez centímetros, más o menos. Wole dijo que sí con la cabeza y los dos se dieron la mano para sellar el pacto. Después, Dibra quiso saber cuándo las tendría y Wole levantó otra vez la mano y alzó dos dedos. Dos días, ese era el mensaje.
Después nos quedamos callados mientras más y más gente se sumaba a la cola. Atardecía y yo estaba muy contenta. Más contenta de lo que había estado nunca. Hubiese sido capaz de cantar.
Solo que mi voz siguió allí encerrada en ese lugar de mi garganta en que vivía.
DIEZ
El contenedor de Nadia, por dentro, era cortinas azules y sillas de plástico y moscas y olor a niño sucio. A veces, huyendo del calor, nos sentábamos ahí y calentábamos agua en el hornillo y hacíamos té. En una pared había un mapa muy grande. Dibra solía levantarse y señalarlo.
–Este es nuestro país, el país del que vinimos. ¿Es este también tu país, Isata? –me decía.
Pero yo le decía que no sabía, porque era muy pequeña cuando vine al campo y no me acordaba. Ellas se miraban y, luego, a mí.
–No puedes saberlo –decía Nadia.
–Sí, lo es. ¿No ves que entiende lo que decimos? –decía Dibra.
A veces ellas contaban sus viajes. Todas las fronteras que habían cruzado hasta llegar al campo.
–¿Ves? Aquí es donde estamos ahora. Y de aquí, de este otro lado del mar, es de donde vinimos Nadia y yo, y de donde creemos que viniste tú también –decía Dibra. Yo estaba atenta.
Dibra tomaba aire. Rememoraba.
–Mira, esta era nuestra ciudad. Por esta zona estaba el colegio al que yo iba. Estudiaba francés e inglés. Y piano. Pero luego cambió el régimen, ¿entiendes? Hubo un golpe de estado. Y todos empezaron a preocuparse mucho. Mi padre, mis tíos. Un día, mi tío Pavli llegó a casa y dijo que nos teníamos que ir. Que había que hacer maletas con lo imprescindible y dejar lo demás atrás. Nos fuimos. Luego supe que, a los dos días de irnos, habían empezado a caer las bombas en nuestro barrio. Empezamos a viajar. De aquí hasta aquí fuimos en un autobús. Entonces cruzamos esta frontera. Después estuvimos escondidos unos días en un piso hasta que el tío Pavli consiguió plaza en una camioneta en la que iban otros veinte. Así cruzamos otra frontera. Hasta aquí. En esta ciudad estuvimos más de un mes, mientras el tío hacía gestiones. Luego seguimos. De aquí hasta aquí, siguiente frontera, lo hicimos escondidos en la bodega de un ferry. ¿Ves? Ya habíamos llegado al mar. Quedaba lo más difícil. Entonces Pavli consiguió contactar con unos tipos que te cruzaban en barcos. Pagó mil dólares por viajero. Éramos mi padre y mi madre, Kostandin y yo, y, aparte, el tío Pavli, la tía Dardana y mi primo Ylli. Empezamos a cruzar. No era un barco grande, sino más bien una barcaza, e íbamos por lo menos cien personas dentro. Todos apelotonados y unos metidos entre las piernas de otros. Tenías que pedir permiso para moverte y no se podía ir al baño ni nada. Te puedes imaginar la peste. Yo vomitaba todos los días un montón de veces. No podía ni comer. Fue por aquí, calculo, que las cosas empezaron a ponerse de verdad mal, porque en el fondo de la barcaza había siempre como un palmo de agua, mezclado con aceite y orina y mierda, y los hombres estaban muy preocupados; porque, decían, cada vez había más agua. Y de pronto ocurrió. Ya no entraba un poco de agua, sino a montones. Todo el mundo gritaba y cogía latas o cubos para vaciar el bote. El que mandaba hablaba por teléfono con sus jefes y decía que iban a venir unas lanchas. La gente seguía gritando y algunos rezaban. Luego cayó la noche y vimos que nos hundíamos. A mi alrededor saltaban al mar y yo me ajusté el chaleco, me abracé a Kostandin y nos tiramos también. El agua estaba muy fría y todo el mundo braceaba. Suerte que era verano, si no, habríamos muerto todos. Lo peor era la oscuridad. Y cómo brillaba la espuma. Mi madre gritaba: «Dibra, ¿dónde estás?». Luego perdí a mi hermano y encontré a mi padre. Pasadas un par de horas, llegaron dos lanchas y empezamos a nadar. El chapoteo de la espuma en la noche tan negra era la propia angustia. Mi papá me agarró, o sentí que me agarraba, y que tocaba algo sólido. Ya no me acuerdo de mucho más. Solo que amanecía y yo estaba en una lancha con mi padre, pero que ahí no estaban ni mi mamá ni mi hermano ni mis tíos. Y que no había ni rastro de la otra lancha.
A Dibra no le gusta hablar de política. Ella dice que siempre hay unos que piensan una cosa y otros que piensan la otra. Y que ella está a favor del que no tire bombas. Un día, en la puerta del campo, se enfadó mucho. Señaló a las letras que había escritas.
–¿Sabes qué pone ahí, Isata? Pone «Bienvenidos» en tres alfabetos distintos. «Bienvenidos», ¿entiendes? Y dime, Isata: cuando alguien es bienvenido en tu casa, ¿tú qué haces? ¿Lo pasas al salón y le das una manta y un té o lo dejas en una jaula en la entrada pasando frío? «Bienvenidos» no significa nada aquí. No es más que una palabra vacía,