La alianza con los Estados Unidos tenía por objeto consolidar la ventajosa posición española en América del Norte lograda a raíz de la paz de Versalles de 1783, preservar nuestras colonias del sur y entorpecer la aproximación e influencia inglesa sobre sus antiguos colonos. Tan prometedoras perspectivas quedaron frustradas por la firma del acuerdo secreto angloamericano del 19 de noviembre de 1794; sus efectos no pudieron ser neutralizados por el posterior acuerdo hispano-norteamericano, firmado el 27 de octubre de 1795 –el denominado tratado de San Lorenzo–, un tratado de amistad, pero no una alianza como quería Godoy, quien tuvo que transigir con algunas exigencias comerciales americanas para no empeorar las cosas y que Inglaterra resultara más favorecida con la ruptura de las conversaciones sin acuerdo. El tratado fue el precio que se consideró necesario pagar para protegernos en América de la oposición inglesa y de la misma forma se consideró la alianza francesa para nuestra posición en Europa.
Estas realidades empujaban en 1796 a revitalizar la alianza “natural” desde 1700: la alianza con Francia, con la que se habían firmado tres “pactos de familia”. Pero el Directorio no va a ser tan generoso y complaciente en la negociación como lo fuera la Monarquía francesa, pues muestra su inequívoca aspiración sobre Luisiana y evidencia el claro propósito de utilizar los recursos navales españoles al servicio de sus intereses, de forma que lo que ocurrirá en 1805 en Trafalgar, se está fraguando desde 1796, desde el 18 de agosto, cuando queda estipulado el contenido del tratado de San Ildefonso, en el que los objetivos del Directorio estaban claros: mejorar en su beneficio las relaciones económicas bilaterales y conseguir cobertura naval en el Mediterráneo para impulsar con seguridad sus acciones en él.
La guerra con Inglaterra se desata inmediatamente. Las operaciones no son afortunadas para España. El 14 de febrero de 1797 una flota española mandada por Córdova es derrotada en el cabo de San Vicente por la inglesa dirigida por Jerwis y en ese mismo mes, Harvey se apodera de la isla de Trinidad, aunque es rechazado en abril en Puerto Rico. Nelson amenaza directamente los territorios españoles atacando Cádiz, primero y Santa Cruz de Tenerife, después, si Napoleón Bonaparte (Ajaccio, 1769-Santa Helena, 1821) bien no se adueña de ninguno de los lugares, perdiendo un brazo en el último. Sin embargo, en 1799, los ingleses conquistaron de nuevo Menorca.
Rumbo a 1808
Para entonces, un general revolucionario, Napoleón Bonaparte, se ha labrado un sólido prestigio con dos campañas afortunadas, que ponen de relieve sus excepcionales cualidades militares. La campaña de Italia (1796-1797) es un éxito arrollador de las armas francesas, ratificado en unos acuerdos que culminan el 17 de octubre de 1797 con la paz de Campoformio, por la que Austria cede a Francia la orilla izquierda del Rin, Bélgica y el Milanesado, siendo compensada con Venecia, que desaparece como república independiente. Un éxito rotundo que permite, además, la extensión del “sistema francés de Estados vasallos” al crear nuevas repúblicas hermanas: la Cisalpina (Milanesado) y la Ligur (Génova), ambas creadas en 1797 y un año después se constituirían la República Helvética (Suiza) y la República Romana (favorecida por la conquista de Roma y la detención de Pío VI, siendo desmantelados los Estados Pontificios). Se proclama la República Partenopea (Nápoles) en 1799. El mapa italiano había sido cambiado radicalmente por obra de la Francia revolucionaria.
La otra campaña de Napoleón –afortunada en sus inicios, pero inconclusa y desencadenante a la postre de la Segunda Coalición– es la de Egipto (1798-1799), que se inicia cuando el general recibe el mando supremo de las operaciones contra Inglaterra, decidiendo atacarla en el Mediterráneo, en Egipto, para desde allí amenazarla en India, donde los ingleses luchaban contra una sublevación. Napoleón empieza por ocupar Malta, desde donde salta a Egipto desembarcando en Alejandría para dirigirse al Sur derrotando a los mamelucos y ocupando El Cairo. Tan brillantes perspectivas empiezan a empañarse cuando la flota inglesa vuelve a mostrar su superioridad y vence en Abukir, dejando aislado al Ejército francés, cuya penetración en Siria es detenida en San Juan de Acre. Tras la victoria en Abukir, Pitt logra la alianza con Austria, con el Gran Maestre de la Orden de Malta y con el zar Pablo I, cuya alianza con Turquía le permitirá disponer de sus puertos y estrechos: Inglaterra conseguía así que el Mediterráneo quedará bajo su control.
Por su parte, Napoleón deja a su ejército en Egipto en agosto de 1799 volviendo a Francia, donde derriba el Directorio e impone una dictadura militar, el Consulado, del que no tardaría en ser primer cónsul. Napoleón toma el mando supremo de las tropas en Italia, cruza sorprendentemente los Alpes y destroza a las tropas imperiales en la batalla de Marengo el 14 de junio de 1800.
Mientras tanto, la “cuestión portuguesa” había quedado orillada y era preciso retomarla, pues no en vano Portugal, el reino vecino de España, estaba muy próximo a Londres y había desairado a Carlos IV rechazando un tratado de paz con Francia del que el soberano español había sido mediador. Pero sobre esa cuestión había una clara diferencia: mientras nuestro rey pensaba en un conflicto corto que separara a Portugal de Inglaterra, Napoleón deseaba una guerra en toda regla cuyo resultado fuera la desaparición de la monarquía lusitana. A principios de 1801, Francia y España firmaban un convenio donde se estipulaban las condiciones que Portugal debía aceptar en un plazo determinado –muy breve– para evitar el choque: ruptura con Inglaterra, ocupación de parte del territorio por tropas españolas y la utilización de sus puertos. El 6 de febrero se presentó al Gobierno lusitano el ultimátum de rigor; el día 18, Luis Pinto hacía saber su negativa a aceptarlo y el 27 llegaba a Lisboa la declaración de guerra por parte de España, que contaría con un refuerzo francés de unos 20.000 hombres, junto a los 34.000 españoles: Godoy, nombrado generalísimo el 9 de enero, sería el máximo responsable de la campaña.
No merece la pena detenernos en los pormenores de tan breve conflicto –que por un gesto de Godoy hacia sus reyes se conoce como la Guerra de las Naranjas– iniciado el 20 de mayo y concluido el 8 de junio en el tratado de Badajoz. Por la brevedad y sus resultados, la guerra fue un éxito indudable de Carlos IV, pero Napoleón interpretó lo sucedido como un agravio para él y para Francia, lanzando descalificaciones contra su hermano Luciano Bonaparte –su hombre en la Corte española– y entrando en agrias controversias con Godoy hasta que, por fin, el acuerdo es ratificado el 29 de septiembre por Luciano en el tratado de Madrid. La tensión acumulada parecía, por fin, disolverse.
Mientras tanto, la guerra en Europa continuaba. Marengo había sido el comienzo del fin para la Segunda Coalición: Austria tuvo que aceptar lo establecido en Campoformio por la paz de Luneville en febrero de 1801. Rusia, Suecia, Dinamarca y Prusia se alían para defender la navegación neutral, con gran disgusto de Inglaterra, que bombardea Copenhague, pues sabía que esa alianza significaba volver a quedar aislada. En Gran Bretaña se pide la paz, demanda de la que es portavoz Charles J. Fox, jefe de la oposición whig, logrando la caída de Pitt el 8 de febrero de 1801, sustituido por Addlington y alcanzándose la paz en marzo de 1802, firmada en Amiens de acuerdo con los preliminares acordados en Londres el 1 de octubre anterior: Inglaterra devolvía sus conquistas en las colonias, menos Ceilán y Trinidad –lo que le permitía a España recuperar Menorca definitivamente– y Francia abandonaba Egipto y Malta y evacuaba Roma y Nápoles. Considerada como el primer gran éxito napoleónico, en realidad la paz recién firmada sería tan sólo una tregua, un episodio más de los que se suceden en este complejo periodo de la historia europea, al que la Monarquía española no podía ser ajena.
El colofón de la paz es la reorganización de Italia que lleva a cabo Napoleón, restableciendo los Estados Pontificios y el Reino borbónico napolitano, erigiendo en la Toscana el Reino de Etruria,