El golpe de Estado y la primera guerra civil española
Si importante fue la vida intelectual de Alfonso X, no menos trascendentales fueron sus últimos años de reinado. Su enfrentamiento con el infante Sancho dejaron una huella excepcional en las páginas de la crónica de la Edad Media española. Hasta ese momento no se conocía una guerra civil entre familiares ni que un hijo depusiera del trono a su padre; un padre de envergadura que había sido candidato al imperio alemán y que era célebre en el mundo cristiano por su labor intelectual. Una situación muy comprometida, aunque predecible, y que el monarca castellano podía esperar pues no era ajeno a los movimientos del infante buscando socios y aliados para su causa. En septiembre de 1281 se celebraron las Cortes de Sevilla donde padre e hijo se vieron las caras y pusieron las cartas sobre la mesa. Sancho no quiso aceptar la propuesta de Alfonso X de ceder el viejo reino de Murcia al infante Alfonso de la Cerda como pago por renunciar a la herencia de Castilla como primogénito del fallecido infante Fernando. Sancho se negó a una división del reino y el rey le debió amenazar con apartarle de sus derechos al trono si seguía manteniendo esa actitud hostil y nada conciliadora.
Es posible que la entrevista fuera bastante tormentosa ya que padre e hijo rompieron cualquier relación. La situación económica de Castilla era muy delicada en ese momento por la fuerte presión fiscal; el descontento de las ciudades y de la Iglesia era patente y el infante Sancho quiso aprovecharse del estado de ánimo del pueblo para presentarse como el salvador de la unidad castellana y restaurador de los derechos populares y eclesiásticos que habían sido pisoteados por el fisco y la autoridad real durante tantos años. Unos meses después se celebraron en Valladolid (21 de abril de 1282) unas Cortes muy especiales, tanto, que fueron un acontecimiento único en la historia de España: el insólito nombramiento del infante Sancho como rey de Castilla ante la presencia de familiares, nobles, maestres, caballeros, procuradores y religiosos de alto copete. La Crónica de Alfonso X dejó registrado el momento del simulacro de Cortes con estas palabras:
“Y acordaron todos que se llamase rey al infante don Sancho y que le diesen todos el poder de la tierra. Y él nunca lo quiso consentir que en vida de su padre se llamase él rey de sus reinos […]”.
Aquella decisión, pronunciada por el infante Juan Manuel, sobrino del monarca (hijo de su hermano Manuel) y uno de los personajes más relevantes de las Cortes, supuso una suspensión indefinida de los poderes del rey, una deposición técnica o mejor dicho, un golpe de estado en toda regla con la participación de una parte de los representantes del reino. En la cita de Valladolid se oyeron muchos testimonios y varias sentencias para justificar la deposición de Alfonso X, entre ellos las muertes de su hermano Fadrique y del señor de Cameros, ejecutados “escondidamente” por orden del monarca, la mala política fiscal con las alteraciones de la moneda, el exceso de gastos por el tema del imperio y los desafueros, los fueros y privilegios tradicionales de villas y ciudades que habían sido anulados. Verdades a medias o exageraciones de los rebeldes que sirvieron para conseguir el suficiente apoyo mediático.
Hasta ese momento, la guerra civil se libraba dentro de la más exquisita diplomacia, utilizando los mecanismos del Estado y los pronunciamientos de unos y otros. Fue una guerra civil de despachos y reuniones, sin sangre ni muertes, de negociaciones y promesas. Y todo este episodio lo sufrió el Rey Sabio convaleciente de una grave enfermedad, una más, que le había impedido moverse de sus aposentos. La recuperación física del soberano y la inesperada y sorprendente ayuda recibida de su enemigo Abu Yusuf, el sultán de los benimerines, dieron un vuelco al panorama político con la dura declaración real de desheredamiento y pública maldición de Sancho. Como vemos, las recuperaciones del rey eran terribles para la salud de los demás. La leyenda negra de Alfonso X seguía creciendo.
La maldición del infante rebelde y los testamentos del rey
Las graves acusaciones que había vertido Sancho contra su padre, justificando su incapacidad para gobernar, fueron respondidas convenientemente por Alfonso X. No olvidemos que el infante había comentado “que el rey está demente y leproso, que es falso y perjuro en muchas cosas, que mata a los hombres sin causa, como mató a Fadrique y a don Simón”. Tales palabras fueron contestadas por el monarca de forma enérgica el 8 de noviembre de 1282, medio año después de los sucesos, con esta sentencia:
“Por consiguiente, dado que el sobredicho Sancho nos causó impíamente las graves injurias indicadas y muchas otras que sería largo escribir y referir, sin temor alguno y olvidando de todo punto la reverencia paterna, lo maldecimos, como digno de la maldición paterna, como reprobado por Dios y como digno de ser vituperado por todos los hombres, y viva siempre en adelante víctima de esta maldición divina y humana, y lo desheredamos a él mismo como rebelde contra nosotros, como desobediente, contumaz, ingrato, más aún hijo ingratísimo y degenerado […]”.
Curiosamente, justo un año después, Alfonso X firmaba su testamento en Sevilla con su sello personal, un texto autobiográfico, literario, expresivo y muy duro contra su hijo que dejaba zanjada la discusión del heredero a la corona. Ni derecho tradicional ni nueva legislación, el testamento dejaba fuera de la línea de sucesión a todos sus hijos varones y apostaba por el mayor de sus nietos, es decir, por el infante Alfonso de la Cerda, decisión no deseada por el monarca pero única salida para solucionar el contencioso. No había más opciones aunque el rey, previsor como el que más, introdujo una cláusula inviable y alejada de toda lógica según la cual, en caso de fallecimiento del heredero –aún muy joven–, se haría cargo de Castilla el rey de Francia “porque viene derechamente de línea derecha de donde venimos”.
Poco antes de morir, Alfonso X retocó el testamento (10 de enero de 1284) con una segunda revisión o codicilio (disposición de última voluntad) conmovedora donde explicaba el destino de sus pertenencias. Sus restos mortales serían enterrados en la iglesia de Santa María la Real de Murcia y su corazón en el monte Calvario de Jerusalén, una voluntad no respetada pues su cuerpo fue trasladado a la catedral de Sevilla y su corazón a la de Murcia. El encargado para ejecutar los traslados fue el maestre del Temple Juan Fernández, beneficiado con el caballo y las armas del rey y una suma de mil marcos de plata para misas por su alma cantadas en el Santo Sepulcro. Sus libros y objetos personales más preciados serían enterrados con su cuerpo, entre ellos el Espejo Universal, las Tablas Alfonsíes, las Cantigas, el Setenario. Nada de ello se cumplió.
El 23 de marzo de 1284, poco antes de morir, el rey de Castilla envió al papa una carta comunicándole la intención de perdonar al infante Sancho como recoge su Crónica, aunque el documento en cuestión nunca apareció. El día 4 de abril fallecía en Sevilla y con él se cerraba uno de los periodos más gloriosos de la cultura española, sólo equiparable al Siglo de Oro de nuestras letras. Terminaba la Reconquista y el esfuerzo por alcanzar la integración de todos los pueblos peninsulares, judíos, moros y cristianos. No hay duda de que fue un gran rey, un rey desgraciado, sí; desacertado a veces, también; contradictorio, polifacético, pero un rey que ha pasado a la historia con letras mayúsculas que se adelantó a su tiempo en más de un siglo. En definitiva, un Rey Sabio. Como era de esperar, le sucedió en el trono su hijo Sancho con el apodo de Bravo.
Fernando IV, rey de Castilla. La leyenda del rey emplazado
“Y estos caballeros, cuando el Rey los mandó matar, viendo que los mataban con tuerto –injustamente–, dijeron que emplazaban al Rey, que compareciese ante Dios con ellos […] de aquel día que ellos morían a treinta días”.
Fernando IV (Sevilla, 1285-Jaén, 1312); rey de Castilla (1295-1312). Segundo hijo de Sancho IV y María de Molina, proclamado rey de Castilla con tan sólo nueve años por la temprana muerte de su padre. En los primeros años de su reinado, hasta la mayoría de edad (diciembre de 1301), estuvo tutelado por su madre y el infante Enrique, hermano de su abuelo Alfonso X. Se casó con la princesa Constanza, hija del rey de Portugal Dionís, con quien tuvo dos hijos: Leonor y el futuro Alfonso XI.
La prematura