Los foramontanos de Víctor de la Serna
“Era una emigración en masa de gentes de las estribaciones orientales de los Picos de Europa, donde están las Mazcuerras, hacia Bricia, Campóo y Saldaña. Bajan de Cabuérniga y Cabezón por la Braña del Portillo, hasta el nacimiento del Ebro, pasan cerca de Reinosa, y al penetrar en la llanura, se convierten en foramontanos”.
Esa denominación, foramontanos, transcrita de los Anales del historiador Pérez de Urbel por Alfonso de la Serna en la nota preliminar, es el apoyo esencial a la trama que se desarrollará, en forma de libro viajero, en Nuevo viaje de España. La ruta de los foramontanos, de su progenitor Víctor de la Serna. Un libro extraño ─al que accedí gracias a la información de mi buen amigo Pepo Paz─ que nos envuelve, que nos lleva por caminos y parajes, a veces conocidos y a veces ignotos, que se despliegan en esa España en transición que enlaza Cantabria con la alta Castilla, una Castilla que en el tiempo en que Víctor de la Serna escribió sus distintos capítulos, a principios de la década de los cincuenta del pasado siglo, tenía por nombre, no sé si por capricho del franquismo, Castilla la Vieja. El libro se publicó por vez primera en 1955 y su contenido procedía de una colección de artículos que Víctor de la Serna elaboró, para el diario ABC, durante 1953 y 1954. La edición que manejo es, sin embargo, de 1998, y forma parte de una colección lamentablemente desaparecida, “Andar y ver”, que para la editorial Maeva dirigía Luis Carandell.
Estamos ante el viaje reposado, el viaje lleno de anécdotas en el que, gracias a la palabra, se mezclan paisajes, gastronomía, reflexiones sobre la vida y sobre la muerte, y sobre todo, nos adentramos en lugares que el lenguaje literario convierte en mágicos. Víctor de la Serna desciende desde el norte marino a la Castilla profunda, desde los valles empozados en humedales eternos y en cortinas de niebla de Asturias o Cantabria, a las llanuras de horizontes ilimitados y cielos de un azul insobornable, de Palencia o Burgos. Las aldeas insignificantes, la Castilla navegable en busca de un mar imposible, las cumbres que toman por nombre Picos y por apellido el asturiano Bulnes, las industrias elementales perdidas en cualquier vallecillo de León o de la Palencia norteña, los viejos seminarios, los monasterios, los ríos de montaña (Nalón, Narcea, Pigüeña) y los gigantescos e inabarcables Duero o Ebro. Víctor de la Serna proyecta sobre las tierras y las gentes de esa España híbrida la mirada del periodista, sin duda. Pero también la del escritor que es capaz de captar el más profundo temblor en un paisaje (“el chopo sale a dar sombra a los caminantes desde los bordes de las carreteras, y no es destrozón como su compañero de camino, el olmo, que se mete a veces hasta las casas y las tira”) o la cotidianidad en movimiento que, a veces, nos pasa inadvertida (“A nuestra espalda ululan las sirenas de las fábricas de Palencia. Es la hora del descanso. Las carreteras empiezan a desflecarse en bicicletas. Los obreros vuelven a los pueblos cercanos. ¡Es el vivir!”).
“El bosque de las martas”, “El área de las sacras piedras”, “Vergel bajo la lluvia”, así titula De la Serna algunos de los capítulos del libro. Son puertas, invitaciones a sumergirnos en los territorios que en ellos se contienen. De Astorga a Valdeón, de Liébana a Bedoya. De Avilés a las “urbes” de León o Palencia. Los foramontanos fueron la emigración fundacional de la vieja Castilla, según Víctor de la Serna. Una Castilla que tuvo como puerto de mar, en aquellos años cincuenta, el de Santander, la sexta provincia de aquella región de vocación imperial.
Llanuras, montes, bosques y mar encuentran su complemento en las gentes que allí viven, que se cuelan en cada capítulo contempladas en su faenar de cada día: campesinos, ganaderos, comerciantes, obreros (en bicicleta), dependientes y dependientas de pequeñas tiendas... Que, además, testimonian un país y una época: la España de los años cincuenta del siglo XX. Un país en blanco y negro, sombrío, en el que, a veces, asoma una brizna de modernidad. Leamos una muestra: “Por ahí ─escribe Víctor de la Serna─ rifan Vespas. En Panes rifan novillas: una novilla suiza de un año, linda como una porcelana”. La Vespa, importada del neorrealismo italiano. La novilla suiza, del primer aliento europeísta surgido en el corazón de la dictadura de Franco.
El Nuevo viaje de España es un libro a leer. A viajar. Buscadlo en Internet porque está descatalogado desde hace trece años. Y si algún editor lee estas palabras, que se atreva a reeditarlo, que no duele.
La sierra del poeta olvidado: otro Madrid
“Álzase el monasterio al pie de la montaña, en el término de la pradería risueña, donde la llanura, tras ondular suave, áspera se enrisca. Destacan sus viejos muros, dorados por el sol de los siglos, en el fondo negruzco del pinar espeso; los tapiales de su huerto corren aguas abajo, siguiendo el curso del río, que desde las nevadas cumbres impetuoso se despeña por lechos de rocas, y en el llano deshace sus espumas y serena los cristales de su corriente”.
Con esas palabras describe el poeta olvidado la soledad en que vivía, a principios del siglo XX, el monasterio de El Paular. Es un fragmento del capítulo “Lugar de ventura” que forma parte de un libro que publicó en 1910 titulado Andanzas serranas.
El poeta olvidado se llama Enrique de Mesa, nació en Madrid en 1878 y murió en la misma ciudad en 1929. Viajó mucho por las tierras de España, sobre todo por Castilla. Y viajó, de manera muy especial, por la madrileña sierra del Guadarrama. No sólo por la convencional, conocida por esquiadores, montañeros y excursionistas poco amigos de los secretos de la naturaleza y de loar paisajes semidesconocidos, sino por la “otra sierra”, por las tierras que, siguiendo el curso del río Lozoya, se extienden desde Somosierra, al norte-norte de la capital, hasta Rascafría (donde nuestro poeta cuenta hoy con un colegio público que lleva su nombre) y el monasterio de El Paular antes de embocar el puerto de Cotos.
Enrique de Mesa escribió un libro de poemas memorable titulado El silencio de la Cartuja, que publicó en 1916 aunque gran parte de sus versos estuvieran fechados a principios de siglo. Y, seis años antes, publicó el libro en prosa citado al principio (hoy encontrable en edición facsimilar), Andanzas serranas, cuya lectura resiste, con una vitalidad enorme, el paso del tiempo hasta seducir, por su dúctil lenguaje, al lector de este siglo XXI de las redes sociales y la globalización.
El caso es que este poeta madrileño, coetáneo de Antonio Machado, de Juan Ramón Jiménez y, en general, de los escritores del 98, hizo de esa sierra encauzada en el Valle del Lozoya lugar recurrente de sus caminatas, de sus viajes en diligencia, en carreta o en algún renqueante automóvil de la época (en aquellos años, cuesta imaginarlo, ese valle estaba a casi una jornada de distancia de Madrid) y espacio privilegiado de buena parte de su obra literaria. Leyendo sus poemas y las crónicas viajeras por esas tierras altas nos acercamos a una realidad en parte desaparecida. Ahí está la sierra en la que la agricultura tenía un papel de mera supervivencia, las montañas en las que cada pueblo (Garganta, Canencia, El Cuadrón, Lozoya, Robregordo, Pinilla.... son nombres a los que alude) era un mundo pequeño y protector, la sierra de los cabreros, de los potros salvajes que irrumpían entre los árboles, de las leyendas contadas al amor de la lumbre en las noches de invierno (“Corazón de la invernada, / noche de lobos y hielo”) mientras afuera la nieve caía a rachas; la sierra de las brujas y los aparecidos, del ancestral miedos a un lobo que era amenaza para el ganado y para los caminantes solitarios.... Una sierra de extensas praderas junto al río a cuya orilla llegaban, en las mañanas primaverales, los cantos de los cartujos del cercano monasterio...
Enrique de Mesa nos acompaña con su palabra viajera y no sólo nos lleva por paisajes que hoy, en una gran parte, son casi idénticos a los que cantaba en sus poemas y prosas, sino que nos sumerge en la sensualidad de un lenguaje en el que reviven palabras que creíamos perdidas: palabras que huelen, que se saborean, que se mastican y en las que se contiene ese pasado de una sierra distinta en la que el hombre