Pocas veces un poema nos invita a viajar como lo hace en la escritura de Diego Jesús Jiménez. Digo más: nos lleva de viaje casi en volandas por espacios que ni imaginábamos. Recuerdo cómo, hace mucho tiempo, llegué a esos parajes después de haber leído “Fiestas en Priego”, o “En el silencio”, o “Fabulación” y los viví con aún mayor intensidad que si nunca hubiera tenido entre mis manos uno de sus libros. La Fuente de los Tilos, el casco urbano de Cañamares, muy cerca de los pinares que protegen el río Escabas, Cañizares, el pueblo de Beteta, son escenarios tocados por la poesía de Jiménez de los que, tras haberlos recorrido, uno no puede apartarse durante mucho tiempo. “Casi se han convertido en templos / las azadas, / en puras herramientas del corazón”. En las vegas, en las orillas veraniegas frecuentadas por le libélula y el abejorro, en los pinares que huelen a tomillo, a hongos, a rosas silvestres, en los bosques inexcrutables que cubren las laderas (“En la oscura paciencia de los bosques”, otro poema de Jiménez), por encima de los precipicios de roca que presiden la carreteras que horadan la serranía y que conducen a Albarracín y sobrevuelan los buitres, está el lenguaje del poeta.
Pero están también las piedras, aún no devastadas y a la espera de restauración, que conforman las ruinas del Convento del Rosal, en las afueras de Priego, donde, cuando anochece, despiertan los fantasmas, los viejos monjes, los santos a los que el poeta da vida en un magnífico texto, “Ante las ruinas del Convento del Rosal”, el poema del libro Bajorrelieve con el que quedamos invitados a acudir a esa serranía tan próxima y desconocida, tan apegada a la palabra poética.
En todo caso, concluyo abriéndoos la puerta a un viaje al universo evocador del río Escabas en el poema que lleva su nombre:
“Tiene la vieja luz de los nogales,
el resplandor descalzo de los suelos sagrados
donde oscuros aromas de maderas mojadas
habitan su penumbra. Entre el olor amargo
de los mimbres aún verdes y la lluvia, teje la claridad áspera
de la higuera su perfume dormido.”
Caminata con Rubén Caba por tierras del Arcipreste
El 8 de mayo de un año indeterminado de la década de los setenta del pasado siglo (probablemente fuera en 1974, o en 1975), un escritor hoy apenas conocido, Rubén Caba, hacía noche en la villa alcarreña de Hita. Pernoctó, en la casa particular de Marta, una feligresa recomendada por el párroco (no sabemos más detalles) puesto que, según escribió el propio Caba, “el pueblo no dispone de fonda ni hay nadie que alquile habitaciones”. Al día siguiente emprendió el viaje, a pie y “en cabalgadura” (que sería en unos tramos mula en otros burro), que nos cuenta en un libro hoy inencontrable titulado Por la ruta serrana del Arcipreste (publicado en 1977 y reeditado en 1995), libro que tuvo, además, una versión previa aún más inencontrable, Salida con Juan Ruiz a probar la sierra. He comprobado, de todos modos, que la magia de Internet puede facilitar la tarea del lector/viajero al que acucie la curiosidad y el deseo de poseerlo.
Leer hoy ese libro es hacer un doble viaje: al tiempo de Juan Ruiz, a los episodios que cuenta en sus Cantigas y que discurren a comienzos del siglo XIV y, sobre todo, a la realidad de los años setenta del siglo XX en un territorio tan cercano a Madrid como poco conocido. Rubén Caba caminó y cabalgó a lo largo de más de 400 kilómetros de la mano del Arcipreste.
Así nos cuenta su salida de Hita de camino a Uceda y Torrelaguna: “Morral a cuestas, garrota en mano, pie calzado con bota caminera y el prurito de partir hacia la sierra. Con el primer sol, el lector pone proa a Taragudo, aldea que no tiene campo de fútbol ni cancha de frontón (...), sino una explanada donde los jóvenes practican el baloncesto”. De ese modo comienza, tras un pequeño capítulo descriptivo de la villa de Hita, Rubén Caba su caminata. Y así iniciamos, metiéndonos en su piel, nuestro viaje.
Un viaje que discurre, en veinticinco jornadas, por llanadas de verdes trigales, por alamedas inmensas al cruzar el puente sobre el Jarama antes de enfilar hacia la sierra, que sube por una casi desconocida carretera de montaña entre Torrelaguna y Lozoyuela (allí se mezclan jara y abismos de roca por igual), que se adentra en el valle del Lozoya y sus praderas y sus pueblos ribereños hasta llegar a Rascafría y al monasterio cartujo de El Paular ─donde evocará a un poeta olvidado y cantor de sus bosques, Enrique de Mesa─ y enfilar hacia el puerto de montaña de Malagosto hasta llegar a Sotosalbos y más tarde a Segovia para entrar en la “otra sierra del Guadarrama”, subir a la Fuenfría y llegar a San Rafael, a La Tablada, a Guadalix.... hasta volver por Torrelaguna, Valdepeñas de la Sierra, Tamajón, Cogolludo y al fin Hita. Casi un mes caminando, ¡se dice pronto!
Con la palabra de Ruben Caba nosotros caminamos también. Y sentimos bajo nuestras posaderas la grupa de la yegua Paola o del burro Chaparro. Respiramos el aire, oloroso a cerveza y a humo, de Casa Paca, lugar de las partidas de naipes de las tardes en Oteruelo, cenamos en Rascafría al arrullo de las melodías que cantan una chicas a la puerta de la fonda, conocemos a los párrocos de Sotosalbos y Rascafría, dialogamos con un ciclista británico perdido por aquellos caminos, recorremos el itinerario que, en Segovia, hacía Antonio Machado cada mañana para ir al instituto y olemos al lobo, como lo hace la yegua, entre Valdepeñas de la Sierra y Tamajón, ya de vuelta al lugar de partida.
Pero si algo nos sorprende de manera especial es ver en el libro, en el mapa que precede al relato, el nombre de una auténtica y desconocida maravilla. Se trata de las ruinas de un monasterio cisterciense casi desconocido, el monasterio de Bonaval, una celebración entre románica y gótica cercana a Tamajón y Retiendas Y, cómo no, leer términos a punto de perderse como cayada, trocha, marañal, breñas, o labores, que en la ciudad hemos olvidado del mismo modo que olvidamos las palabras que las nombran: “apriscar la yeguada”, por ejemplo. Es decir, llevarla al refugio del aprisco (otra hermosa palabra).
Terminamos el viaje deseando iniciarlo de nuevo. Y preguntándonos, al cerrar el libro, qué ha sido, más de treinta años después, de los personajes que nos han salido al paso durante los veinticinco días en que hemos acompañado a Rubén. También de Paola, la yegua, y de Chaparro el rucio. Casi nada.
Visita a Bécquer en su celda de Veruela
A Félix Romeo, in memoriam.
“Hace dos o tres días, andando a la casualidad por entre estos montes, y habiéndome alejado más de lo que acostumbro en mis paseos matinales, alcancé a descubrir, casi oculto entre las quiebras del terreno y fuera de todo camino, un pueblecillo cuya situación, por extremo pintoresca, me agradó tanto, que no pude por menos de aproximarme a él para examinarlo a mis anchas”.
Estas palabras, en las que Gustavo Adolfo Bécquer nos cuenta, al comienzo de la tercera de sus cartas Desde mi celda, su paseo matinal por los caminos de las estribaciones del Moncayo, fueron escritas desde la celda que ocupó, entre diciembre de 1863 y octubre de 1864, en el Monasterio de Veruela, una maravilla de piedra dorada del románico, nacida en el siglo XII a partir de una abadía cisterciense y perdida entre la vegetación de una de las carreteras que llevan a Vera del Moncayo. El pueblecito al que se refiere es un pequeño enclave, al pie del Moncayo, llamado Trasmoz. En las palabras de Bécquer y en el librito que en 2008 publicó la editorial Olifante, titulado Carta tercera Desde mi celda, hay una puerta que todos podemos abrir. Es la puerta a otro tiempo y a un lugar maravilloso y envolvente que es preciso visitar: la comarca del Moncayo, el propio Moncayo y, sobre todo, el por tantas razones inquietante, casi inverosímil, monasterio citado.
Viajar con la palabra de Bécquer es, también, sentarse junto a él en la fría celda a escribir a la luz de la vela, es recobrar sus leyendas, hechas de ruinas catedralicias, luces nocturnas, amores furtivos y extrañas pesadillas con los espíritus de El monte de las ánimas. Es recobrar un tiempo frío, de achacosas diligencias, de trayectos a caballo por caminos amenazados por ladrones, frecuentados por mendigos y llenos de posibilidades imprevistas. Era el siglo XIX, un siglo todavía