Por aquel entonces, el estigma asociado a los mal llamados grupos de riesgo alimentaba prejuicios, actitudes y conductas discriminatorias. Fueron momentos en los que la comunidad científica se apresuraba a investigar sobre el virus y la sociedad apenas tenía información sobre ella. Comenzaron a escucharse las voces del conservadurismo y fundamentalistas religiosos que se erguían como portavoces de la moral, quienes apuntaban al sida como castigo aleccionador ante comportamientos deleznables y antinaturales. Un ejemplo lo encontramos en las declaraciones que Jesse Helms, representante de Carolina del Norte en el Senado de Estados Unidos, realizó sobre el sida y el colectivo gay: «Odio usar una palabra tan alegre como gay para relacionarla con la sodomía. No hay nada de alegre en esta gente. Es una conducta increíblemente ofensiva y repulsiva que ha llevado a la proliferación del sida». La Iglesia católica también aprovechó el golpe producido por el sida para dejar clara su condena ante cualquier conducta homosexual. Tal y como se recoge en las declaraciones realizadas por el arzobispo de Nueva York, John O’Connor, «la iglesia siempre enseñará que la homosexualidad es un pecado hasta el fin de los tiempos. Eso no cambiará». A finales de la década de los ochenta, las autoridades sanitarias aconsejaban el uso del preservativo como herramienta para evitar la transmisión de VIH. Sin embargo, la Iglesia católica, con el arzobispo de Nueva York a la cabeza, ponía en duda la eficacia profiláctica de los preservativos y añadía que, además, eran inmorales. Así lo resumió O’Connor: «El uso de profilácticos es inmoral en cualquier sociedad, sea plural o no». El posicionamiento de la Iglesia católica ante el preservativo como estrategia de lucha frente al VIH será desarrollado con más detalle en este capítulo a través del testimonio de un sacerdote homosexual y seropositivo. Mientras tanto, asociaciones civiles como ACT UP en Nueva York o Radical Gai en Madrid apostaron por no dar un paso atrás en las libertades sexuales conquistadas por el colectivo LGTBI promocionando el uso del preservativo frente a la castidad promovida por sectores conservadores y religiosos.
Esta iniciativa en defensa del sexo seguro fue respaldada por diversos artistas entre los que destacan el icónico Tom of Finland, que realizó una ilustración alentando al uso de preservativos. También el comprometido artista y activista Keith Haring, con obras que trataban de promover el sexo seguro a la par que el diálogo y la visibilidad sobre el VIH. Él mismo murió a causa del sida en 1990. O el vanguardista trabajo que llevó a Madonna en 1992 al ser diana de las críticas más mordaces al compartir sus fantasías sexuales en plena era del sida. Su libro SEX no solo supuso un golpe sobre la mesa reivindicando el papel de la mujer en la revolución sexual sino una evidente declaración de intenciones: el sida no debía suponer en ningún caso un obstáculo para el disfrute de la sexualidad. Tal y como reza el prólogo del libro, «Como la mayoría de seres humanos, cuando dejo fantasear mi mente, cuando me dejo ir, raramente pienso en condones. Mis fantasías tienen lugar en un mundo perfecto, un lugar sin sida. Desafortunadamente, este no es un mundo perfecto y yo sé que los condones no solo son necesarios, sino que son obligatorios. El sexo seguro salva vidas». Por fortuna, la humanidad no solo contaba con mentes brillantes dentro de la comunidad científica para ganar la batalla ante la brutal enfermedad sino también con artistas y activistas que defenderían la libertad y la dignidad de las personas afectadas.
Los medios de comunicación a menudo ayudaban a reproducir estos mensajes en la sociedad, como por ejemplo el tratamiento de la noticia que conmocionó al mundo cuando Rock Hudson anunció que estaba enfermo de sida. Siendo el primer rostro famoso en dar tal paso, al que a lo largo de la historia se le sumarían escasos nombres más como Magic Johnson (1992) o Freddie Mercury (poco tiempo antes de fallecer en 1991). Otros casos más recientes han sido Charlie Sheen en 2015 o Conchita Wurst en 2018, ambos afirmaron haber sido amenazados por personas de confianza con sacarles del armario ante la opinión pública y tomaron la valiente decisión de dar un paso al frente imposibilitando que las extorsiones continuaran por más tiempo.
Rock Hudson moría en octubre de 1985 tratando de dejar un legado al mundo: «No estoy feliz por tener sida pero, si esto puede ayudar a otros, al menos puedo saber que mi propia desgracia tiene un valor positivo». Sin embargo, algunos medios de comunicación en sus portadas mostraban imágenes del galán de cine en su época de esplendor junto a su última aparición pública donde las secuelas de la enfermedad eran evidentes. Tal vez tratando de mostrar al mundo lo que el sida es capaz de hacer a modo de mensaje aleccionador, el sida despojando de toda belleza y humanidad a los enfermos que la padecen. Convirtiendo a uno de los hombres más hermosos de Hollywood en un monstruo moribundo (y homosexual).
La solidaridad internacional hacia las personas con VIH se materializó a través de un símbolo universal que posteriormente fue adaptado a otras causas. El lazo rojo como emblema de apoyo y solidaridad hacia las personas seropositivas fue creado por Frank Moore como una iniciativa de Visual AIDS Artists Caucus. Su creador eligió el color rojo por el tono de la sangre del ser humano (con independencia de su género, orientación sexual, etnia o seroestatus) y concibió el símbolo como un lazo para poder prenderlo cerca del corazón simbolizando el amor. Este lazo fue utilizado masivamente entre las organizaciones contra el sida, siendo Jeremy Irons la primera figura pública en lucirlo en los premios Tony en 1991.
El primer tratamiento antirretroviral comercializado llegó en 1986 (Zidovudina o AZT), aunque su toxicidad era muy elevada, redujo significativamente la mortalidad a corto plazo. En 1990 comenzaron a llegar nuevos fármacos inhibidores de la transcriptasa inversa como Didanosina, Estavudina o Ritonavir, entre otros. Esta primera generación de antirretrovirales como monoterapia o biterapia demostraron que era posible tratar el sida y detener la progresión de la enfermedad. Aunque se caracterizaban por ser incómodos, ya que suponían en ocasiones la toma de lo que antes llamábamos «cóctel», compuesto por alrededor de diez pastillas diarias. Algunas cada cuatro horas, con necesidad de conservarlas en frío y con efectos secundarios que dificultaban la calidad de vida de los pacientes. Entre ellos, cólicos, calambres, vómitos, cansancio, dolores de cabeza, ideas suicidas o la lipodistrofia y lipoatrofia que deformaban a los pacientes perdiendo masa muscular o ganando grasa en determinadas zonas del cuerpo. Estas secuelas eran el precio que muchos supervivientes tuvieron que pagar por permanecer con vida. La exhibición de estos rasgos faciales y corporales delataban ante la sociedad la condición de VIH, dificultando seriamente las relaciones sociales, afectivas y sexuales, así como el acceso al mercado laboral, lo que tenía un notable impacto en la autoestima y la salud mental de las personas seropositivas.
Todo dio un giro de ciento ochenta grados con la aparición de la Terapia Antirretroviral de Alta Actividad (TARGA) en 1996. Esta terapia consistía en tres fármacos combinados que conseguían una supresión del virus hasta niveles indetectables. Este tratamiento trajo consigo un descenso constante en las tasas de mortalidad. De hecho, según datos de la Federación Europea de la Industria Farmacéutica