Y es que, en ocasiones, la realidad supera a la ficción ya que no solo se vulneró el derecho a la intimidad de ambos pacientes, revelando su estado serológico, sino que además esa actitud generó una alarma desproporcionada dejando al descubierto la falta de actualización y reciclaje profesional en lo referente al VIH del entorno sanitario en algunas regiones del país. Sin duda este tipo de situaciones despiertan el miedo y perpetúan el estigma. Al igual que la forma en que estas noticias son tratadas por los medios de comunicación.
Lo curioso de estas noticias es que pasan de puntillas por lo realmente capital de ambos sucesos, poniendo el foco de atención en el sensacionalismo e ignorando que aquellas instituciones que deben velar por la salud general parecen carecer de la actualización o formación necesaria por lo que generan una alarma desproporcionada. Y lo que es si cabe aún más importante: vulnerando los derechos fundamentales de los pacientes. Los medios de comunicación tienen una tarea pendiente con la lucha frente al estigma del VIH, ya que pocos son los periodistas especializados en la materia que adoptan la nomenclatura adecuada y apuestan por hacer visibles ante la sociedad las reivindicaciones de las personas con VIH y no sus estereotipos. Los medios de comunicación son los principales responsables de seguir reforzando los prejuicios existentes en la sociedad española sobre las personas con VIH.
La discriminación consiste en el trato diferenciado y excluyente hacia una persona por alguna característica inherente14. Mediante este proceso se merma notablemente la calidad de vida de las personas estigmatizadas. El lenguaje que se utiliza para hacer referencia a la epidemia y a las personas con VIH o sida puede servir también para perpetuar el estigma. Algunos ejemplos de ello los encontramos en Tanzania cuando hacen referencia a personas con VIH como «cadáver que camina» o «alguien que espera que muera»15. En España se ha utilizado, y se sigue haciendo aunque con menor frecuencia, el término «sidoso» para hacer referencia a alguien merecedor del rechazo y escarnio social. Sin duda, este motivo provoca que muchas personas no hablen con naturalidad sobre su realidad en estas comunidades. Sin embargo, el lenguaje también puede asentar una base para mitigar el estigma. Un ejemplo reside en la lucha que muchas asociaciones de pacientes, activistas y organismos como el Grupo Español de Estudio del Sida (GESIDA) han emprendido en España para cambiar la actual categoría de infecto-contagiosa por una más acertada, infecto-transmisible. No es baladí, ya que esta categoría de contagiosa conlleva «que se pega fácilmente» (definición obtenida de la RAE), convirtiendo a las personas con VIH en algo que conviene evitar. Esta categoría, por tanto, incluye aquellas enfermedades que pueden ser fácilmente contagiosas, por ejemplo, en entornos laborales, como el caso de la tuberculosis. Esta errónea clasificación ha impedido durante muchos años que las personas diagnosticadas con VIH, en tratamiento y por tanto indetectables, con buenas condiciones de salud y físicas, optaran a determinados puestos de la administración pública como guardia civil, el ejército o funcionario de presiones.
Es un ejemplo de cómo, en ocasiones, la legislación y la acción política no avanzan al mismo ritmo que los progresos científicos y/o sociales. Así lo caricaturiza esta triste realidad: en España, en 2019, la sociedad científica internacional afirma que un individuo con VIH en tratamiento con carga viral indetectable no transmite el virus a otra persona... ¡pero se sigue categorizando el VIH como en la década de los ochenta excluyendo a personas perfectamente capaces del desempeño de un puesto en la administración pública! Después de más de treinta años de lucha frente a la enfermedad, continuamos viviendo en silencio bajo la condena de la vergüenza, con escasos referentes culturales en nuestra sociedad que permitan desmontar la espeluznante e injusta maquinaria del estigma.
La serofobia existe, está ahí fuera, en las empresas, en las redes sociales, en las saunas, en las escuelas, en las aplicaciones móviles de ligue, en determinadas bases de acceso al empleo público y sí, también está en las consultas médicas, en atención primaria y en especialidades. El miedo de las personas seropositivas a ser apuntadas con el dedo por su entorno es real. Pero la serofobia también está dentro, en la cabeza de muchas personas que tienen VIH, pugnando por el control de sus sentimientos incluso en la toma de decisiones, truncando planes, viajes, relaciones afectivas y/o sexuales.
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El golpe
La alerta saltó simultáneamente en Nueva York y California en 1981. Jóvenes homosexuales acudían a los hospitales con graves patologías, como Pneumocystis carinii (neumonía), citomegalovirus o candidiasis. También con diversos tipos de cánceres, entre ellos, el temido sarcoma de Kaposi: un tipo de cáncer de piel que afecta a los pulmones y a los ganglios linfáticos. Los pacientes presentaban un sistema inmunológico tan comprometido que solían fallecer en un corto plazo de tiempo. Estos casos inicialmente fueron identificados entre hombres homosexuales, pero después se comenzaron a detectar también entre personas usuarias de drogas inyectadas y entre personas hemofílicas que habían precisado de algún tipo de transfusión sanguínea o hemoderivados. Los investigadores sospecharon que estaban ante un agente infeccioso que producía una inmunodeficiencia y comprobaron, además, que en estos pacientes el recuento de CD4 llegaba a ser muy bajo. Comenzaba una carrera contra reloj para investigar y determinar qué estaba causando semejante avalancha de muertes. La comunidad científica dedicó grandes esfuerzos durante la década de los ochenta a conocer, detallar y poner nombre al enemigo número uno de la humanidad, para entonces una epidemia que alcanzaba dimensiones mundiales.
En 1982 se definió el sida (síndrome de inmunodeficiencia adquirida), pero no sería hasta un año más tarde cuando Françoise Barré-Sinoussi y Luc Montagnier aislaron por primera vez el virus al que denominaron como ymphadenopathy-associated virus (LAV) o virus asociado a la linfoadenopatía. Simultáneamente, Robert Gallo en el Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos (NIH) descubrió el primer retrovirus humano (HYLV-I) y confirmó el aislamiento del virus denominándolo human T lymphotropic virus type III (HTLV-III) o virus linfotrópico T humano tipo III. También desde California el equipo liderado por el virólogo Jay Levy consigue aislar otros virus de las muestras de pacientes de San Francisco. Se demuestra que los tres virus tienen grandes similitudes, perteneciendo a la misma familia el VIH-1 (el VIH-2 no sería descubierto hasta 1986 por el Instituto Pasteur). Una vez identificado el virus se comenzaría a trabajar en la secuencia de su genoma.
Tras aislar el VIH pudieron desarrollar antígenos que permitieran conocer si una persona tenía anticuerpos y, por tanto, era seropositiva. Gracias a esta prueba diagnóstica se demostró que el número de personas con anticuerpos al VIH era superior a las personas con sida. Por ese motivo, se determinó que el sida era una enfermedad con varios años de evolución, siendo la fase final de un proceso que causaba el deterioro del sistema inmune. Se comenzó a diferenciar entre portadores del virus y enfermos de sida. En aquel momento una persona diagnosticada de VIH tenía una esperanza de vida en torno a dos años, con una tasa de mortalidad que rondaba el cien por cien.
Durante los primeros años de la década de los ochenta, la sociedad fue testigo de la propagación de una nueva y mortal enfermedad. Entre la ciudadanía no quedaban claras las vías de transmisión de la misma, pero todo parecía apuntar a que afectaba a determinados grupos, en especial, a los homosexuales (de hecho, se le comenzó a denominar «el cáncer rosa»). Pero también se asoció con heroinómanos, hemofílicos y haitianos, por este motivo se le comenzó a llamar «la enfermedad de las cuatro haches». Esta categorización asentó la falsa creencia sobre la existencia de determinados grupos de riesgo ante