Eran poemas de Pablo Neruda. Cuerpo de mujer, muslos blancos. El comisario recitó el primero.
-¿A que te gusta?
-Suena un poco falso.
-¿Sabes que conocí a Pablo Neruda?
-¿Cómo iba a saber eso?
-¿Pero sabes quién es Neruda?
-Creo que un escritor. No leo mucho, pero lo conozco. Mi marido me regaló un libro suyo cuando éramos novios. Precisamente el de esos versos que leía usted.
-Veo que tienes bastantes libros.
-Son de Luis.
-¿Quieres que te cuente cómo conocí a Neruda?
-Con una condición, comisario.
-Ninguna, Elva. Tú no puedes poner ninguna condición porque eres la mujer de un criminal. No puedes. ¿Está claro?
Ella no dijo nada. Acebo continuó:
-Hace treinta años yo era militante del Partido Comunista. ¿Qué te parece?
Elva volvió al silencio, aunque ahora era un silencio lleno de curiosidad, que trataba de disimular.
-Nunca lo he negado, mis jefes lo saben. Pero me fui del comunismo y lo hice antes de la guerra. Tuve suerte, estuve fino ahí. ¿Que es raro pasar del comunismo a la Falange? Pues yo creo que no, todo lo contrario. Porque yo creía y creo en la revolución social de José Antonio Primo de Rivera. Yo creía en nacionalizar la banca, en que los trabajadores fueran los protagonistas de una nueva España. Pero no de una España sometida al marxismo internacional. Es todo bastante fácil de explicar.
-Usted habla como un político y me da asco, la verdad.
-Eres muy brava. Eso es excitante.
-Prefiero que me hable de Pablo Neruda.
-Un día me tocó ir a verlo. Vivía en Argüelles, en una casa que hace esquina. Neruda también era comunista y yo tenía que recogerle en un taxi y llevarlo a la Residencia de Estudiantes. En el viaje me habló de algunas cosas. Era muy activo, bastante gordo. Cuando terminó el recital, le llevé de nuevo a su casa. Me dijo que esperara un momento. Luego bajó con un libro que me dedicó allí mismo, sentado en un banco.
-Muy interesante –dijo Elva−. Pero ya son las dos de la mañana.
-Necesito que me ayudes si quieres que todo termine bien.
-¿Ayudarle?
-Claro. Tienes que desnudarte, poco a poco. Quiero conocer tu cuerpo, solo te pido eso. Luego te leo otros versos de Neruda y me voy. No volveré más. Te lo aseguro.
Elva se quitó la blusa. Lo hizo con firmeza, con rapidez. Después dijo:
-Dígame qué le espera a mi marido.
-He dicho desnuda.
Se fue despojando del pijama. Sus piernas eran largas, blancas, algo gruesas para el gusto del comisario.
-Es poco, Elva.
Saltó el cierre del sujetador: brotaron dos pechos redondos y grandes. Manuel Acebo sintió la fuerza de aquel cuerpo.
-Verás, Elva, pues…
-Por favor, hable. Hable más, cuente ya.
-Aún no. Falta un poco.
Ella se bajó las bragas.
-Demasiado rápido.
-Yo no soy una puta.
-Tiene un vello muy bonito. Bien tupido, me gusta.
-¡Por favor!
-Pues, Elva, yo creo que su marido tardará muchos años en volver a la libertad. Muchos.
-¿Dígame cuántos?
-Si es que vuelve…
Desnuda y blanca, Elva rompió a llorar.
-Me gusta vivir momentos mágicos, como este –dijo Manuel Acebo−. Pueden ser de cuerpos o no. Es la parte que más me interesa de mi trabajo. También creo que para un hombre lo más importante de la vida es una mujer desnuda. Lo demás no vale tanto. ¿Quiere que le lea otro poema?
El comisario miró a Elva, cerró el libro y se fue.
“Para los enemigos quiero la dura ley en tiempos de paz y el fuego en los de guerra. Extirpar el tumor de los que odian a España, acabar con ellos. En eso no habrá descanso, aunque no es lo mismo la lucha en la paz que en la guerra”.
“Lo ideal sería que todo fuera contienda, con armas y batallas. Pero también es cierto que así no hay progreso ni desarrollo. Y tiene que acaban llegando la paz, de una manera o de otra. Pero es en la guerra donde mejor se defiende a la patria. Donde se puede aniquilar al enemigo sin contemplaciones. Matar en la guerra es legítimo y conveniente. Es una ley universal, ahí no acepto reproches. ¿Qué piedad tuvo Napoleón de los españoles cuando sus ejércitos nos invadieron en 1808? ¿Qué piedad los británicos cuando bombardearon ciudades alemanas al final de la última gran guerra?”
“Se cometieron algunos excesos al terminar la Cruzada. Es cierto que se eliminó a personas de un modo inconveniente. Pero solo fueron errores de trámite, porque casi todas esas personas habrían sido ajusticiadas igualmente de haber pasado por un consejo de guerra. Las formas no siempre fueron las adecuadas, pero sí el resultado, que es lo que cuenta”.
“La historia es fría: piedras, tesón, heroísmo. La de España avanza por sus campos y ciudades, pero donde mejor se concreta es en las palabras. Y las palabras las dice el que ha vencido. El caudillo es el que declara y establece, se llame Viriato o se llame Franco”.
Luis Boeza había nacido en Dalma en 1925. La aldea tenía unos sesenta habitantes, era un lugar muy remoto y a muchos de sus pobladores les gustaba sentir aquella lejanía y aislamiento: la tenían por una fortuna de pobres felices. Una paz que les libraba en parte del tiempo y de la historia, aunque cada vez menos.
Sus padres tenían un huerto y unos pocos animales. Era un vivir sencillo, entre la naturaleza. En el verano el padre iba a segar a Tierra de Campos con una cuadrilla del pueblo. Allí lograba el dinero en metálico con el que luego la familia tenía que vivir el resto del año. La mayoría de esa renta era para pagar las compras de aceite, azúcar y telas que hacían en Vereda, una villa situada unos veinte kilómetros al sur.
Cuando Luis tenía nueve años, la familia se instaló en aquella población, que era la capital del municipio. Allí su padre había encontrado, gracias a un pariente, un trabajo en la brigada de obras. Luis fue a la escuela primaria –no había otra en Vereda– y a los dieciséis años terminó el bachillerato elemental, estudiando por libre. Meses después, en el otoño de 1943, empezó a trabajar como ordenanza en una agencia bancaria.
Era una labor que no le gustaba. Le producía tristeza y agobio y no soportaba tener que vestir aquel uniforme azul marino con adornos dorados. Para sus padres, sin embargo, no había destino mejor que trabajar en un banco, sobre todo desde que supieron que un importante jefe de finanzas de Valladolid había empezado como su hijo, recorriendo las calles de Vereda con una vieja cartera de cuero llena de letras de cambio.
“Todo es tiempo y espacio y la estrategia no es más que eso: saber actuar con el tiempo y con el espacio. Moldearlos poco a poco, limar lo que sobresale, perseverar cuando el acierto no llega, estar dispuesto a trabajar más que nadie en cada detalle. Y no ser claro nunca, no ser previsible”.
“Cada uno utiliza la estrategia para lograr sus propósitos, sean grandes o pequeños. El mío es el mismo ahora que hace cincuenta años, no ha variado un ápice ni lo hará nunca. Es una meta que comparto con España. Estoy íntimamente unido a ese empeño que no solo es histórico sino también sobrenatural. Porque hasta el propio cielo observa con la máxima atención y lo espera todo”.
“Quiero para mi