-¡Un ejemplo…! ¿Y de qué soy un ejemplo?
-De todo.
-Eso es porque no me conoces bien.
-Usted vale mucho, comisario. No entiendo qué le pasa hoy.
-Me pasa lo que has visto. ¿O no te has dado cuenta? ¡Ese cabrón me ha achantado!
-¿Lo conocía?
-No. Creo que ha venido del Hospital del Aire. A ti, ¿qué te ha parecido?
-He visto a un militar, nada más. Y, si le digo la verdad, más que a un militar, a un médico.
-¡Y más que a un médico, a un hijo de puta…! Pero es militar y está a salvo. Ese capitán de mierda. Como mi vida de mierda, mira. Todo se junta, todo se convierte en fango…
“Oscuros nombres de nuestra historia, parejas misteriosas: yo sé muy bien que vosotros ya erais españoles antes de que España existiera. Yo siempre os tengo presentes y ahora venís a mí para que os confiera otra fuerza, otro modo de perdurar en la vida, la que solo los vivos pueden dar. Y yo lo hago con fervor y cercanía”.
“Porque mi tarea como caudillo enraíza en vosotros, grandes precursores a los que evoco desde la soledad de estos montes. Indortes e Istolacio, iberos que fuisteis crucificados por Cartago. Indíbil y Mandonio, catalanes fieros. A todos os encumbro desde mi lejanía. Defiendo frente al paso del tiempo vuestro heroico mandato”.
“Y tampoco me olvido de ti, Orisón. Tú, que lograste derrotar al poderoso Amílcar Barca, aunque la victoria no fue duradera. Pero en ella los toros de España, con teas en los cuernos, ahuyentaron a los elefantes de Cartago. El ingenio de Iberia está en ti, Orisón, el talento y el valor. También la terrible muerte”.
“Indíbil, Mandonio, Indortes, Istolacio, Orisón… Qué nombres poderosos. Qué vidas breves y lejanas. Pese a ello, con cuánta intensidad siento vuestra eternidad ahora. El peso de una muerte que está llena de vida”.
“¿Y tú, Viriato, qué me traes? Lo que yo daría por hablar contigo, por pasar una larga tarde mano a mano. ¡Cuántos hechos de guerra me contarías, hechos que siempre quise conocer ardientemente…! Me hablarías de tu bravura, de tu habilidad para aglutinar a tantas gentes dispersas. De tu valor para enfrentarte al ejército romano”.
“Yo te contaría, Viriato, cómo he continuado tu obra, tantos siglos más tarde. El mismo ímpetu que tú tenías para liberar a Iberia del invasor, el mismo anhelo, es el que yo he tenido para salvar a España de tantas y tan crueles amenazas”.
“Te diría cómo han cambiado los tiempos y lo que sucedió tras tu muerte. Todos los siglos que vinieron después de ti, con sus guerras y monarcas, sus épocas malas y las buenas. La fabulosa conquista de América, con sus oros y sus dones; la gigantesca empresa de la cristianización de todo un continente. Coincidiríamos en alabar el gran vigor que sale del pueblo cuando la patria está en peligro”.
“La tierra y los muertos, Viriato. A nadie nos debemos más que a ellos. Y por encima de todo, nos debemos al Ser Superior. Cuando tu vivías no había nacido Jesucristo, pero seguro que creías en un dios, en un cielo, en un orden, en una justicia universal”.
“Y quién sabe si tú, Viriato, pasaste por aquí un día y contemplaste esta sierra de Dalma que yo ahora miro: las mismas peñas, estos montes aislados pero no hostiles. Y algo nuevo te dirías a ti mismo entonces: una confidencia grave y fecunda mientras ibas acompañado de fieras y soldados. Caminabas por el corazón de la vida más verdadera, la que solo los ejércitos conocen”.
El comisario Manuel Acebo había elegido la ignominia y vivía bien gracias a ella, sobre todo cuando estaba fuera de Madrid. Él podía viajar a la ciudad que le apeteciera: le bastaba con exagerar los términos de cualquier informe policial y escribir luego un oficio indicando que en San Sebastián, en Barcelona, en Málaga o en Alicante se había detectado la presencia de personas sospechosas y que era necesario su desplazamiento para dirigir “in situ” la investigación.
En las ciudades elegidas, casi siempre junto al mar, solía pasar tres o cuatro días. Se alojaba en fondas baratas, comía de menú y se guardaba el resto de las dietas para pagar sus visitas a los burdeles. En esos viajes se sentía muy feliz, se intensificaban sus emociones de hombre de acción. Vivía en guerra entonces, le gustaba decir eso a sus superiores porque la guerra era la mejor ocupación para un hombre. La guerra contra el mal, aunque él sabía que no era exactamente el mal lo que perseguía. Pero le tocaba hacerlo y lo hacía mejor que nadie. En realidad, le era muy útil no creer en nada. Solo así se podía ser el mejor funcionario. El más eficaz.
Cuando se emborrachaba, algo que sucedía en la mayoría de sus viajes, la guerra se adormecía por unas horas y el hombre de acción se convertía en otro muy diferente. En uno que también era él, no solo el fruto oscuro del alcohol. En un Manuel Acebo González que venía de muy lejos, de antes de la guerra. Un joven soñador de la calle de Eloy Gonzalo donde había nacido, en la mínima y pobre vivienda aneja a una portería. Allí prendió su rebeldía, su anhelo de vengarse de aquel origen. De la estrechez y de la casa sin ventanas donde había pasado la infancia y la adolescencia. Años más tarde, cuando su padre murió, se pudo colocar de oficinista en una compañía de seguros. A partir de entonces alquiló un piso pequeño pero digno en la calle del Almendro, donde viviría con su madre unos cuantos años, los dos solos en el mundo, sin hermanos ni él ni ella, casi sin parientes.
A Manuel siempre le dolió aquella soledad, aquel no tener nada más que su voluntad y su madre. Se vio obligado a construir su vida con muy pocos mimbres, que nunca quiso convertir en acicate para la bondad y la alegría. Para él su pasado sería camino hacia el rencor, la ambición y el disimulo.
En el Madrid republicano se enroló en el Partido Comunista después de haber coqueteado con las juventudes católicas. Fue un tiempo de expectativas, de peligros y búsquedas, de anhelos nunca cumplidos. Tuvo amores contrariados, intentó ser militar de carrera, también valoró estudiar derecho y opositar en su día a un cuerpo de funcionarios ilustres: hacerse diplomático, juez, inspector de Hacienda. Pero la Guerra Civil destrozó todos sus planes y a partir de entonces se convirtió en un superviviente. En un comunista ocasional, calculador y dubitativo, que un día de diciembre de 1937, sospechando la derrota del ejército republicano, pasó a la clandestinidad en aquel Madrid de bombas y hambre, de resistencia y miedo.
Un día lo dieron legalmente por muerto. Su madre fue capaz de tejer una malla de pruebas falsas con otras amigas y con unos hombres de influencia, y se dio por hecho que Manuel Acebo había caído en un bombardeo en el cerro de los Ángeles. Que se fundió su cuerpo en una masa plana y vacía, en la nada exactamente. Y así se tramitó su partida de defunción, así pasó a nacer otro hombre. Escondido en el doble fondo de una carbonera. Allí permaneció año y medio, detrás de una tolva de hulla, pero con su rostro cada vez más blanco. Su madre le llevaba la comida cada día, era evidente que algún vecino más de la casa estaba al tanto. Pero nadie lo delató.
La memoria de aquel mundo de la guerra, del escondite y de su madre, que murió un año después de la victoria de Franco, derrotada por el hambre y la tristeza, siempre aparecía en los viajes de Manuel Acebo. Pero nunca lo recordaba cuando estaba en Madrid. Él prefería aquella separación tan clara y definitiva. Era imprescindible estar fuera de la ciudad. Para que las imágenes del pasado no fueran refutadas por las calles nuevas, por las tiendas y los parques de la actualidad, por el bullicio de lo real.
¿Qué buscaba en aquella memoria? Ni él mismo lo sabía. Porque no era añoranza, no era nada. Como mucho era la necesidad de saber que había sido otra persona. Que no solo era aquel esbirro gélido que interrogaba a los detenidos más importantes de la Brigada Político Social. Que no solo era un hombre que siempre estaba actuando. En el trabajo, en la calle, en casa, con su mujer y sus hijos, hasta en sus sueños.
Pero en sus viajes no solo se demoraba en aquellos recuerdos. En muchas ocasiones, de la memoria pasaba a otro estadio. A uno que él no quería vivir, pero que venía. Y entonces Manuel Acebo no se escondía, en eso no era cobarde.