El reinado de Constantino X Ducas (1059-1067) constituye un momento especialmente delicado en el enfrentamiento partidario por el que discurre la lógica interna de Bizancio en aquellos años. El emperador era un fiel representante del partido cortesano y burocrático que prácticamente ignoró las demandas del ejército en un momento en que los turcos empezaban a asfixiar al imperio, tanto los pechenegos y uzos en las fronteras balcánicas como, sobre todo, los selyúcidas en las provincias orientales; a ellas se dirigió el sultán Alp Arslan tomando Armenia y su capital Ani en 1064 y procediendo después a la ocupación de Capadocia, cuya capital, Cesarea, fue cruelmente saqueada, sin que se viera libre de la violencia turca esa seña de identidad capadocia que era el santuario de San Basilio el Grande.
Las cosas habían ido demasiado lejos, y algunos miembros del propio partido cortesano reconocieron la necesidad de permitir un cambio en el gobierno. Así, a la muerte de Constantino X, subió al trono un arquetipo de emperador-soldado, Romano IV Diógenes (1068-1071). El nuevo responsable de la política bizantina era un hombre capaz y valeroso al que, desde luego, no le acompañó la fortuna. Nada más hacerse con el control de la situación, dirigió algunas campañas victoriosas contra los selyúcidas intentando neutralizar su avance por Anatolia. Pero no eran los turcos sus únicos enemigos. En los aledaños mismos del trono, el antiguo partido cortesano esperaba hacer de cualquier fallo del emperador un motivo para la discordia, y por otra parte, la política llevada hasta ese momento había convertido al ejército en una indisciplinada mezcolanza de mercenarios mal armados. Nada parecía actuar a favor del buen ánimo del nuevo emperador. En estas circunstancias se produjo la dramática y decisiva jornada de Manzikert –verano de 1071–, donde el imperio se jugó y perdió algo más que su control sobre Anatolia.
El desastre de Manzikert y sus consecuencias
La de Manzikert es una extraña batalla. En realidad, la plaza fuerte de tal nombre, situada al noroeste del lejano lago Van, había sido tomada por el emperador, y el turco Alp Arslan solicitó entonces negociaciones que probablemente hubieran devuelto a Bizancio parte de las conquistas de los turcos, y habrían permitido a éstos reorientar sus energías contra quienes entonces se presentaban como su peor enemigo: los fatimíes de Egipto. Romano IV no aceptó las negociaciones porque deseaba una solución definitivamente favorable para Anatolia al tiempo que, mediante una victoria, reforzaría su precaria posición política frente al partido cortesano de Constantinopla. Lo cierto es que se trató de una solución fatal para su propio futuro y el de su imperio. Empeñado en buscar a los turcos en campo abierto, Romano puso en marcha su ejército, un ejército muy numeroso pero que, además de ser mayoritariamente mercenario, estaba en parte inexplicablemente comandado por enemigos políticos del emperador: los arqueros y la caballería turcos se mostraron eficaces, el resto lo hicieron las deserciones producidas entre los bizantinos. Romano IV, prácticamente abandonado, cayó prisionero, y mientras negociaba con Alp Arslan una liberación que permitiera a Bizancio no perderlo todo, en Constantinopla un golpe de Estado le privaba del trono y situaba al frente del Estado a un nuevo representante del partido cortesano, Miguel VII Ducas (1071-1078), hijo de Constantino X.
Fue a partir de este momento cuando las consecuencias de la derrota de Manzikert cobraron todo su significado: con Romano IV cruelmente retirado de la escena –murió como consecuencia de la brutal extracción ocular a que fue sometido por los responsables del nuevo gobierno bizantino–, Alp Arslan se consideró libre de los compromisos contraídos con aquél, y aprovechó para invadir la práctica totalidad de Asia Menor. Pero no era éste el único frente abierto al que debía atender el inestable gobierno bizantino. Aquel mismo año de Manzikert esos mercenarios normandos liderados por Roberto Guiscardo, que mantenían una equívoca posición respecto al papado pero que muy pronto actuarían bajo su protección, habían ocupado Bari tras tres años de asedio. Era el fin de la dominación bizantina sobre el sur de Italia y el comienzo de una ofensiva en toda regla que muy pronto se fijaría en el territorio bizantino de la costa adriática de los Balcanes. Y por si todo ello fuera poco, nuevamente pechenegos y uzos mostraban intenciones más que intranquilizadoras en la desarticulada frontera danubiana.
En medio de este panorama, el restaurado régimen burocrático de Miguel VII se mostraba impotente para resolver el problema militar, y tampoco daba con la fórmula adecuada para superar la insostenible crisis económica: la corrosiva ironía del pueblo de Constantinopla no tardó en apodar al emperador como Parapinakes, “el menos de un cuarto”, y es que la carestía era tal que con una moneda de oro ni siquiera se podía comprar una fanega entera de trigo. En estas circunstancias, no sorprende que el gobierno optara por la única salida que parecía tener: planificar toda una ofensiva diplomática que le proporcionara algún balón de oxígeno.
Es significativo que el primer destinatario de la ofensiva diplomática fuera el papa Gregorio VII. Su preocupante y ambigua conexión con los normandos aniquiladores de la soberanía bizantina en Italia y, quizá sobre todo, su obsesiva preocupación por la unidad de las Iglesias lo convertían en un buen objetivo político. La Iglesia bizantina estaba formalmente separada de la romana desde el cisma protagonizado en 1054 por el papa León IX y el patriarca Miguel Cerulario. La recuperación de la unidad pasaba por que las autoridades bizantinas quisieran “sugerirla” a sus prelados, y si el imperio desaparecía, la dispersión y el acorralamiento de las comunidades cristianas la harían prácticamente imposible. El papa era el primer interesado en sostener el tambaleante trono de Miguel VII. No es de extrañar por ello que, en lo que se conoce, la embajada que en 1073 enviaba el pontífice a Constantinopla, en respuesta de la que a su vez el emperador bizantino había remitido a Roma, no se hablara más que de la necesidad de superar el cisma. Sin embargo, no parece creíble que en ella no hubiera también algunas palabras acerca de la ofensiva normanda en Italia y, sobre todo, acerca de la presión que los selyúcidas ejercían en Oriente. De otro modo no es fácil explicar los llamamientos a una auténtica guerra santa que Gregorio VII realiza en los primeros meses de 1074. A través de ella, se trataba de someter a los normandos entregados a un pillaje contrario a los intereses de la Sede Apostólica, y después de conseguido este objetivo, de marchar a Constantinopla “para auxiliar a los cristianos que piden nuestra ayuda porque están continuamente expuestos a los embates de los sarracenos”; el papa convocaba a los cristianos a un auténtico sacrificio “por nuestros hermanos” del que, como ya sabemos, no se excluía personalmente, ya que preveía liderar el ejército liberador que, en realidad, nunca llegó a movilizarse. Tampoco se materializó un proyecto del emperador Miguel VII consistente en emparentar con los normandos de Italia propiciando el matrimonio de su heredero con una hija de Roberto Guiscardo. Lo que sí hizo, en cambio, fue casar a su hermana con el dux de Venecia, que muy pronto se mostraría irreconciliable enemigo de los normandos.
Una febril actividad diplomática que se mostró, en último término, inútil. El emperador, desbordado por la crisis bélica y los numerosos golpes internos propiciados por el partido de la aristocracia militar, acabó abandonando el trono para convertirse en un monje. A partir de entonces, y durante tres años, Bizancio fue presa de una imparable carrera de descontrol y violencia que, finalmente en 1081, pudo superar un joven general, Alejo Comneno, bien visto por los círculos militaristas de los terratenientes provinciales y que, además, por su matrimonio con una representante de la familia Ducas, supo granjearse el apoyo del viejo partido cortesano, hasta ese momento cegado por torpes prejuicios antimilitaristas.
La restauración Comneno
Alejo I (1081-1118) inaugura el gobierno de una nueva dinastía restauradora, y él mismo se mostraría extraordinariamente eficaz en la resolución de los inmediatos problemas militares. La ocupación selyúcida de Anatolia, desde luego, no parecía tener solución, pero el emperador dejó inteligentemente abierta la puerta a una futura recuperación firmando pactos de cesión con las autoridades turcas que, en último término, mostraban con claridad quién era el soberano del territorio.
Mucho más agudo se presentaba el problema normando. Roberto Guiscardo, tras apodearse de la Italia bizantina y no ajeno a la fascinación