Un suspiro de aprobación brotó de los antes zaheridos pechos cartageneros, criollos ricos y chapetones, al ver corregido el discurso del capitán Del Villar. Pero don Celso no había terminado:
–Sin embargo, hay que decir que estos barcos, muy robustos, rara vez montan más de 60 o 70 cañones, mientras ingleses y franceses construyen ya mastodontes de 80 o 100 con toda felicidad. Por otro lado, raro es aquél de nuestros navíos que porta cañones mayores de 18 o 24 libras inglesas, mientras que británicos y franceses, como bien podéis saber, suelen montar en las baterías bajas piezas de 32 libras y casi tres toneladas de peso que nosotros ni conocemos. Lo que nos sitúa, desde luego, en franca inferioridad.
No pudo continuar don Celso, pues varios arribistas criollos se habían puesto a dar voces a consecuencia de sus palabras; sin encararlo, le acusaban de embustero y derrotista. El comerciante, muy disgustado, volvió la espalda murmurando algo como que “Ya sabrá don Blas de Lezo meter a alguno en vereda”, mientras que, desatado el barullo, un fruto se escapó de la multitud, no acertando a don Celso por verdadera suerte pero estallando en la bota del francés. Visto lo cual, éste, ni corto ni perezoso, optó por tomar a Del Villar del brazo iniciando ambos una discreta retirada camino de la muralla, cubriendo la retaguardia los espantados Tracio y Cañamón.
–Soltadme, señor. ¡Soltadme os digo! –protestó el marino así arrastrado.
–Os prendo para poneros a salvo, caballero. No lo haría si no pensara que me hallo ante un valiente.
Pudieron detenerse al fin, para quedar encarados. Don Celso observó el afiligranado traje del francés, una casaca con brocados dorados, tan diferente de los austeros uniformes españoles:
–Valiente, loco o tonto, tal vez queríais decir. Pero ¿quién me mandará meterme? Ese maldito carcamal rollizo de Benavides…
–¡Bien está! Calmaos y sed más indulgente con él y con vos mismo.
–Pero vos ¿quién diablos sois?
El personaje se distanció una cuarta, cuadrándose en toda su altura; a continuación, hizo un espléndido y cortesano saludo descubriéndose ante él:
–Permitid que me presente: teniente de navío Alain Mortain, de la balandra Le Jolie, de Brest. Tomamos fondo anteayer en la bahía; vos, tan bien informado ¿no os habéis enterado?
–Señor –replicó don Celso–, ignoro las habladurías de muelle, si es a eso a lo que os referís. Y desconozco la comisión que os trae a Cartagena, pero, en cualquier caso, no parece muy prudente por vuestra parte entrar en discusión con civiles para exaltar los ánimos. No olvidéis que, hace no muchos años, un buque como el vuestro habría sido considerado pirata o bucanero de La Española, y vos, colgado en la plaza principal o en la muralla.
El francés frunció el ceño, risueño e interesado a un tiempo:
–¡Ah! Así que me hallo ante un desconfiado castellano viejo, una auténtica reliquia en proceso de extinción…
A Del Villar no le agradó que le llamaran “reliquia”:
–No paseo con mi sable, caballero, pero si lo que queréis es pendencia no dudaré en satisfaceros, pues puede que el extinto seáis vos.
–Viejo y susceptible –se reafirmó el francés, recolocándose travieso el sombrero y guiñando un ojo mientras llevaba a sus labios el dedo índice en actitud indagadora– y también perspicaz. Aceptad mis disculpas si os ofendí; me dejé llevar por mi interés.
Don Celso se apartó de él, buscando inconscientemente el amparo de la muralla. El contacto con la piedra le devolvió el aplomo:
–¿Podéis decirme, señor, qué cargo ocupáis en vuestra embarcación?
–Oficial, por supuesto –respondió Mortain en tono reservado.
–Y ¿cuántos oficiales sois?
El francés pareció vacilar:
–Eh, veamos: somos tres, caballero.
–¿Tres oficiales? ¿Para una balandra cuya única justificación es el correo o el enlace de flota? ¿Cuál es vuestra base, señor? Puerto Príncipe, Guadalupe o la Martinica, supongo. Qué casualidad que hayáis llegado precisamente en la estela de nuestra Flota de Galeones; una balandra llena de oficiales desocupados que se dedican a mezclarse para sembrar el desconcierto entre los ciudadanos. Caballero…
–¿Sí, monsieur?
–Vos sois un espía.
Cañamón ladró terminante para subrayar este aserto. El teniente Mortain les sostuvo a ambos la mirada; luego, la volvió a Tracio que, ajeno como casi siempre, se aletargaba sumido en su propia indiferencia. Volvió la vista al horizonte, como esperando de él alguna ayuda; finalmente, hubo de rendirse a la evidencia:
–Señor, he de reconocer que me he visto sorprendido por vuestra brillantez. Pero permitid que os recuerde que nuestros respectivos gobiernos se hallan en buenos términos; sus soberanos son familia, así que, para los franceses, amigos los españoles. Toda la información que se pueda obtener aquí nunca se utilizaría contra ustedes.
–¡Oh! –replicó don Celso teatralmente– Vuestra sinceridad me conmueve. ¿A quién se le pasaría por la cabeza que la noble nación francesa planee hoy felonías como la perpetrada contra Cartagena en 1697 por el barón de Pointis y su amo don Luis XIV, que costó la vida a mi difunto padre? Seguro que los probos franceses no desean otra cosa que ver la forma de ayudar al que fuera duque de Anjou, Felipe V de Borbón, hoy rey de España. Sólo a una mente muy estrecha o miserable se le ocurriría pensar que, fríamente, estén comprobando nuestro estado de fuerza, temerosos de lo que pueda hacer Inglaterra o decidir su Parlamento. ¿Tal vez para anticiparse, tomando previamente por el medio que sea los tesoros de los galeones, con la manida excusa de que nosotros no podemos defenderlos? Así empezó lo de Vigo en 1702 y mire usted cómo terminó. Parece evidente que, en la actualidad, el destino de América del Sur es asunto que gravita, como grave preocupación, en las cancillerías europeas.
Mortain quedó ahora estupefacto, mudo de asombro. ¿Quién le iba a decir que el melancólico oficial del que le habían hablado, Alma en pena, poseía tan amplios y penetrantes alcances? Sin embargo, reflexionó, esto le convertía en singularmente interesante.
–Señor Del Villar, difícil resulta replicar cuando vos mismo parecéis tener respuesta para vuestras propias preguntas. Pero os creo demasiado inteligente como para albergar viejos rencores por cuentas de las que no somos responsables. Lamento sinceramente lo de vuestro padre, pero, si no me equivoco, lo que nos importa ahora, a vos y a mí, es la suerte de Cartagena. Demos, pues, vuestras sospechas por ciertas y, como es imposible ser enemigos, sólo resta una solución.
Don Celso quedó intrigado:
–¿Perdón?
–Convencedme de vuestro vigor. Si lo hacéis, Francia no tendrá nada que recelar, absteniéndose de intervenir. ¿Podéis decirme qué baza pondrá España en juego para la defensa de esta plaza? Porque yo sólo he visto una vetusta muralla del medievo, una bahía con tres paupérrimos bajeles de guerra como centinelas, y el resto, sólo fortificaciones pequeñas, escasas y sin guarnecer.
–Muchas veces, monsieur, las cosas no son lo que parecen; si conocierais nuestra historia sabríais que las mejores bazas surgen, a veces, donde menos se las espera.
–Permitid que os replique –dijo Mortain, con leve tono escéptico– que mi apodo es Sonsché –se escribe Songer– es decir, ‘soñador’. Pero soñar no me impide ver con claridad; con todo respeto, ruego que no tratéis de confundirme con un farol.
Del Villar pareció ahora medir sus palabras:
–Os confiaré algo: existen tres bazas a nuestro favor. La primera, que Cartagena es defendible con un buen plan de fortificaciones.
–¿Y