Morirás por Cartagena. Víctor San Juan. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Víctor San Juan
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788415930167
Скачать книгу
William Pitt; no le importará quitaros de en medio si con ello daña irreparablemente a Robert Walpole.

      –Lo sé; no obstante, no creo que llegue al punto de ser un traidor.

      –En lo que estamos de acuerdo. Por cierto ¿qué sabéis de ese estrafalario general español, el medio hombre creo que le llaman? Según creo, está a cargo de las defensas de Cartagena desde hace un tiempo. ¿Le conocéis?

      Vernon reflexionó con largueza antes de contestar.

      –Personalmente. Haríamos mal en menospreciarlo.

      2.- EL OBJETIVO

      Cuando el teniente de navío don Jorge Juan y Santacilia llegó a Cartagena de Indias en 1735, a bordo del navío El Conquistador de don Francisco Liaño, caballero de la Orden de San Juan, la encontró no sólo la mejor bahía de aquellas costas, sino de todos los parajes y comarcas circundantes abiertos al mar Caribe. Aunque lejos del cauce y desembocadura del río Magdalena, Cartagena se halla enclavada en el extenso sistema deltaico y lacustre que forman las tierras bajas de la mencionada cuenca, un cúmulo de islas bajas protegidas por arrecifes de coral y rodeadas por mangas de arena, playas magníficas y abundante vegetación tropical. Un mundo visiblemente paradisíaco, pero de clima húmedo y pegajoso, implacable calor y pertinaces lluvias y vientos dentro de su estación o cuando se altera el habitual estado apacible.

      En estos lugares, navegar a vela con frágiles buques de madera, que abaten por efecto del viento incapaces de remontarlo, puede ser práctica difícil, complicada y peligrosa; el peor peligro, tocar fondo, quedar varado en el arrecife sumergido, en un banco de arena o sobre la costa, al capricho de olas rompientes que quiebren la arboladura, desgajando y desmantelando el barco posteriormente. La mejor amiga resulta, pues, la sana prudencia, pericia náutica y sensatez, sin desechar la inestimable presencia del áncora siempre a la pendura, lista para hacer fondo y evitar en última instancia la catástrofe. Sólo la reiterada práctica, uso del escandallo e íntimo conocimiento de los vientos y regular establecimiento de canales balizados y rutas seguras de navegación permiten al piloto o al marino llevar finalmente indemne la nave a su destino, manteniendo a salvo carga y pasaje. En los difíciles comienzos, todo lo anterior resultaba especialmente cierto en el laberinto de la bahía, arrecife y archipiélago de Cartagena de Indias; pero cuando, al fin, quedaron bien trilladas y cartografiadas las aguas, a lo largo de cientos de años, por decenas de navegantes y las quillas de sus buques, a mediados del siglo XVIII en que nos encontramos los procedimientos eran tan rutinarios y habituales que podría decirse que llevar un velero del mar abierto al fondeadero de Las Ánimas de Cartagena de Indias era casi tarea fácil.

      Fundada en 1533 por el madrileño Pedro de Heredia sobre la preexistente aldea de pescadores de Calamarí, Cartagena de Indias se asienta sobre un núcleo de cuatro islas: la principal y más importante, Calamarí, da a la fachada marítima incomparable del mar Caribe, protegida de sus mareas por una extensa barrera de arrecifes que la ponían también a salvo de cualquiera que quisiera incursionarla desde el exterior. Incluso si alguien pretendiera disparar cañones contra la ciudad, ésta disponía de murallas y artillería para darle su merecido. Dentro del recinto amurallado, el casco urbano, de amplias calles empedradas, casas de mampostería con grandes balcones y soportales para protegerse de la lluvia y el sol, se tenía por prácticamente inexpugnable con conceptos medievales. Sobre la isla contigua, del otro lado al arrecife, se asentaba el arrabal de Getsemaní, también amurallado y con varios baluartes para protegerse de posibles ataques. No obstante, ello no había librado a Cartagena, diez años después de su fundación, de los primeros asaltos de piratas, facinerosos y merodeadores que, como alimañas, campaban por el mar Caribe. Así que nada tiene de extrañar que la ciudad prosperara como un doble castillo amurallado, desconfiando del forastero y siempre dispuesta a repeler ataques.

      Las otras dos islas eran Santa Cruz y La Manga; la primera no era más que prolongación coralina y arenosa en un amplio brazo natural desde el asentamiento de la ciudad, verdadero regalo de la naturaleza pues constituía un magnífico dique de abrigo para el fondeadero del puerto, el ya mentado de Las Ánimas. Por último, isla Manga cerraba aquél, constituyendo atalaya sobre éste y conectada con Getsemaní y la cercana tierra firme mediante un intrincado sistema de pasarelas y puentes levadizos que se podían retirar en caso de asedio. La concepción de las defensas de Cartagena por marinos se revelaba en el nombre de esta última isla, puede que por dar “arqueo” a la ciudad, y también en la toponimia de los cerros próximos, uno de los cuales, como el castillo de un galeón, se conocía con el sobrenombre de “La Popa”. Más cercano a la ciudad, en enclave estratégico, se alzaba el que llegaría a ser formidable castillo de San Felipe de Barajas, centro neurálgico del sistema defensivo y dramático escenario bélico en el transcurso de los diferentes asedios que Cartagena habría de sufrir, separado de Getsemaní por el foso del Caño de Gracia. San Felipe era, pues, el talón de Aquiles que era preciso tomar para violentar la integridad defensiva de Cartagena. Esta vulnerabilidad provenía del cerro de La Popa predominando sobre él, donde había un convento susceptible de ser fortificado, desde el cual podía batirse San Felipe con artillería; por lo que, si para defender Cartagena hubo de erigirse San Felipe, para completar el dispositivo defensivo y no ceder éste último había que conservar a cualquier precio el convento de La Popa. Todo ello no hacía sino evidenciar la vulnerabilidad de una ciudad presumiblemente inexpugnable con conceptos de otras épocas.

      La estrella, la auténtica perla de Cartagena de Indias, es, sin duda alguna, su magnífica bahía, que se extiende de la ciudad hacia el oeste una decena de millas, a resguardo del arrecife; una espléndida rada muy hondable según el propio Jorge Juan, es decir, apta para navíos de gran porte, en la que abundaba el pescado, pulpos y sábalo (pez parecido a la sardina) y los tiburones, que los marineros pescaban en ratos de ocio por diversión, pues no se consideraban aprovechables. El arrecife, como suele suceder, dejaba algunos pasos naturales a la bahía, que, convenientemente balizados, servían de acceso; el más notable, siguiendo la ribera de la isla de Santa Cruz –dique de abrigo natural del puerto, como ya se ha dicho– era el paso de Bocagrande. Este amplio acceso, que habría debido prestar largos y beneficiosos servicios a Cartagena, se cegó en 1641 hundiendo en él dos viejos galeones, para que no volviera a repetirse la impune entrada por allí de algún facineroso como el pirata inglés Francis Drake, que, por vía tan fácil, atacó Cartagena de Indias en 1586 procedente de Santo Domingo, ciudad que había reducido a escombros. Rindiendo el fuerte del Boquerón sobre la isla de Manga, una desbandada de milicias indias locales dejó la ciudad a su merced, saqueándola durante 53 días de torturas, horror y sangrientas barbaridades. La arena y la dinámica litoral dejaron finalmente inútil –o cerrada– la Bocagrande, que no volvió a chistar en muchos años.

      Sólo quedó otro paso más pequeño y lejano, hacia el oeste, conocido como la Bocachica; los navíos se veían precisados a entrar por él de uno en uno, en fila india y con mucho cuidado. Desde ambas orillas se podían cruzar fuegos para impedir el paso a los intrusos. La Bocachica se abría entre dos apartadas islas, Barú y Cárex, también conocida esta última como la Tierra Bomba, que se extendía por el centro de la bahía. La adopción de Bocachica como acceso estratégico obligó a ocupar la Tierra Bomba, erigiendo sobre ella el castillo de San Luis, mientras enfrente, en la isla Barú, se alzaba el fuerte de San José, ambos rasos y modernos, aptos para el uso de artillería. De este modo, la bahía quedaba convertida en un excelente fondeadero exterior, quedando el puerto final de Las Ánimas con otros dos fuertes, el castillo de Santa Cruz en la isla de su nombre y Manzanillo al otro lado. Dada la inaccesibilidad del arrecife, la defensa de todo este complejo defensivo tenía como puntos clave la Bocachica y el cerro de La Popa, pues tomando la primera la bahía quedaba en manos del invasor, e, instalando artillería en La Popa sólo el fuerte de San Felipe de Barajas se interpondría entre los asaltantes y las arcaicas murallas de Cartagena y Getsemaní. Inevitablemente, dar cobertura a dos puntos tan distantes, especialmente disponiendo de pocos medios como sucedía en cualquier enclave de la América hispana, obligaba a adivinar el punto en que el enemigo daría el golpe decisivo, Bocachica o La Popa. Si el defensor se equivocaba en esta arriesgadísima apuesta, Cartagena se perdería.

      De estos y otros términos se ocupó el ilustrado teniente de navío junto con su compañero Antonio